El lunes amaneció gris, como si el cielo mismo compartiera el peso de lo ocurrido. Tomás caminó en silencio hasta el colegio, con el cuerpo entero recordando la noche anterior, pero sobre todo, con la mente cargada del tacto tibio de una mejilla ajena. Sentía el eco de esa intimidad aún palpitando en sus dedos, como una herida que no sabía si debía cubrir o dejar sangrar.
Cuando llegó a clases, no sabía muy bien qué esperar. Tal vez una nueva ola de comentarios, una nueva versión de los rumores. Pero no fue así. El colegio, como siempre, seguía su curso, ajeno y cruel, girando sin preguntar por nadie. Las risas en los pasillos, los saludos rápidos, las conversaciones triviales. Todo igual, todo como siempre. Salvo por ella.
Sofía no fue la primera profesora del día, pero cuando entró al salón, al comenzar su clase, Tomás supo que nada de lo que había pasado iba a desvanecerse tan fácilmente. No para él. Y al parecer, tampoco para ella.
Llevaba el cabello suelto, más desordenado que de costumbre, los labios sin color, el rostro ligeramente más pálido. Saludó con una voz apenas más baja, bajó la mirada al dejar sus cosas sobre el escritorio, como si ese lugar ya no le perteneciera del todo. Se sentó con más prisa que de costumbre, y comenzó la clase como si pudiera perderse en ella.
Pero no podía evitarlo. Tomás la miraba. No como un idiota embelesado, no como un alumno confundido por una fantasía. La miraba como quien conoce una herida, como quien ha tocado la orilla del abismo y reconoce su forma en los ojos de otro.
Ella evitaba esa mirada. Al principio, con firmeza. Luego con torpeza. Sus ojos pasaban por la sala como lo hacía siempre, buscaban a los alumnos, hacían preguntas, daba explicaciones. Pero cuando se cruzaban sus ojos con los de Tomás, aunque fuera solo por un segundo, el silencio entre ellos pesaba más que cualquier palabra.
Fue así toda la mañana. Una danza tensa entre dos personas que fingían que nada había cambiado, cuando todo lo había hecho.
Al anochecer, cuando el mundo empezaba a volverse más callado, el teléfono de Tomás vibró. Él estaba leyendo, tumbado en su cama, con el manuscrito sobre el pecho, buscando una corrección menor que no acababa de decidirse a hacer. El nombre que apareció en la pantalla lo hizo incorporarse al instante.
Sofía.
Respondió con un tono neutro, intentando no delatar la emoción que se apretaba en su pecho.
—¿Hola?
Hubo un segundo de silencio antes de que ella hablara.
—Hola —su voz era baja, más que de costumbre—. No te asustes. No llamo por… por nada raro.
—No me asusto —respondió, sin poder ocultar la calma que le daba escucharla.
Sofía suspiró.
—Quería decirte que… que no puedes mirarme así durante las clases. No puedes… hacer eso.
Tomás se quedó en silencio. Sabía que había hecho algo, pero no cómo defenderse de algo tan natural. No la miraba por provocación. La miraba porque era inevitable.
—No fue mi intención incomodarte.
—No es por mí —cortó ella, más rápido de lo que esperaba—. Es por ti. Por los rumores. Por todo. No puedes seguir dando de qué hablar, y mucho menos conmigo. Soy tu profesora, Tomás. Y tú eres mi alumno. Eso es todo lo que hay entre nosotros.
La última frase le cayó encima como una piedra. No porque fuera una sorpresa, sino porque la frialdad con que fue dicha parecía construida a propósito. Como si ella misma necesitara creerlo más que él.
—Lo sé —dijo Tomás, con la voz rasposa—. No te preocupes.
—Y escribe —agregó ella, con más suavidad—. Solo escribe. Eso es lo único que debe importarte ahora. Tu manuscrito es lo único que hay entre nosotros que vale la pena mantener.
—Está bien —respondió, como si aceptara una sentencia.
El silencio se instaló entre ambos como un viejo conocido. Ninguno quería cortarlo, pero tampoco sabían qué decir. Finalmente, Sofía habló de nuevo, en un tono más apagado.
—Te agradezco lo de anoche. La comida, quedarte… cuidar de mí. No debiste.
—No fue un sacrificio —dijo él—. Fue lo correcto.
—A veces hacer lo correcto es peligroso —murmuró ella.
Él asintió, aunque ella no podía verlo. Y tras un instante más, ella se despidió.
—Cuídate, Tomás. Buenas noches.
—Buenas noches, profesora.
Colgó sin añadir más.
El cuarto quedó en silencio. Tomás dejó el celular sobre la mesa de noche, volvió a echarse en la cama y cerró los ojos. La frase final seguía resonando en su pecho: "Eso es todo lo que hay entre nosotros".
Se preguntó si alguna vez fue distinto. ¿Y si ella tenía razón y él sentía cierta debilidad por mujeres que sufrían? No, eso no podía ser cierto. La imagen de Soledad apareció en su mente de inmediato, sus ojos brillantes y expresivos. Prefirió acallar esos pensamientos escribiendo; al menos haciéndolo, podía sentir que algo de paz le habitaba.