Este es mi dolor (parte 2)

Cuando se levantó, el sol aún no había despuntado en el horizonte. Ni siquiera había sonado su alarma. Encendió la lámpara de su escritorio, y una luz cálida se desplegó sobre su cuaderno de manuscrito, aún abierto, cubierto de correcciones en tinta, subrayados en distintos colores y pequeños marcapáginas que asomaban entre las hojas como heridas abiertas. Cerró los ojos por un instante, intentando reunir pensamientos, ordenar las tareas del día y contener la ansiedad que le anudaba el pecho.

Afuera, el cielo comenzaba a clarear. Estaba cubierto por una capa difusa de nubes finas, esparcidas como si un dedo invisible las hubiera arrastrado sobre un lienzo húmedo. El aire aún guardaba el eco de la lluvia de la noche anterior, fresco, con olor a tierra mojada. Al menos no tendría que cargar con el paraguas, pensó. Parecía que la tormenta, por hoy, se había replegado.

Cuando estuvo listo, revisó su celular por última vez para confirmar la hora y salió sin hacer ruido.

Caminó en silencio, como lo había hecho tantas veces antes, con ese paso tranquilo pero firme de quien prefiere no apurarse para no pensar demasiado. Esperaba, con una fe frágil pero persistente, que los rumores comenzaran, por fin, a desvanecerse. En realidad, los rogaba. Había sido una temporada dura, y por semanas había tenido que fingir una calma que no sentía. Había soportado miradas torcidas, palabras veladas, silencios cargados. Había actuado como un monje, como un mártir, como alguien que se había resignado a caminar sobre brasas con la esperanza de que en algún momento dejaran de arder.

La imaginación adolescente, se decía, es una bestia incontrolable. La capacidad para deformar la realidad con base en una sola imagen, una escena robada, una media verdad, era asombrosa. La falta de límites, el hambre de escándalo, el placer de tener algo de qué hablar... todo ello se conjuraba para convertir cualquier historia en una fábula venenosa. Y él, sin saber cómo, había terminado en el centro de una de ellas.

El camino hacia el colegio tenía una pendiente tan suave que costaba notar en qué momento exacto comenzaba a inclinarse. Era el tipo de cuesta que uno no percibe hasta que empieza a dolerle el cuerpo. A mitad de camino, Tomás se detuvo. No por cansancio, sino por costumbre. Miró hacia atrás. Los charcos del aguacero reciente aún reflejaban parte del cielo, y las primeras luces del amanecer pintaban un rubor anaranjado sobre las nubes, como un rostro que se despereza tras una noche inquieta.

Inspiró hondo. El aire era limpio y frío. Y, por un momento, le pareció que no todo estaba mal. Solo por un momento.

Reanudó la marcha. Cuando alcanzó la cima de la colina que daba al acceso principal del colegio, lo primero que distinguió fue la silueta de Anaís entrando al edificio. Su andar era elegante, seguro, como siempre. Un paso detrás de ella, Samuel la seguía como una sombra satisfecha de sí misma. Los dos llevaban una carpeta bajo el brazo, señal inequívoca de que ahora colaboraban como encargados de curso. Aquello no le sorprendió. Cuando el poder se reparte, rara vez lo reciben quienes lo merecen.

Tomás aminoró el paso, instintivamente. Algo en su interior se resistía a entrar. Sus pasos se detuvieron frente a la puerta apenas entreabierta del aula. No había nadie más en el pasillo. Solo ellos dos, adentro, acomodando papeles, creyéndose a salvo del mundo. De su mundo. Y justo por eso, comenzaron a hablar.

La voz de Samuel se impuso primero, esa voz algo forzada que usaba cuando quería sonar confiado.

—Ya está, ¿ves? Nadie hizo nada. Incluso si se enteran de cómo empezó todo, ya da igual. El daño está hecho.

Anaís no respondió de inmediato. Hubo un silencio interrumpido apenas por el sonido del papel al ser depositado sobre un escritorio.

—No sé… —dijo ella finalmente, su voz apenas un murmullo—. No me siento bien con esto, Samuel. La idea fue tuya, pero yo… yo nunca pensé que llegaría tan lejos. Fue solo un impulso. Tú dijiste que sería solo una forma de protegernos, de... equilibrar las cosas.

—Y lo fue —respondió él, rápido, como si tuviera las respuestas ya preparadas—. Mira cómo están las cosas ahora. Nadie se mete con nosotros, y tú por fin tienes lo que mereces.

—¿Y qué se supone que tengo? —replicó ella, y en su tono había un asomo de cansancio—. ¿Una reputación? ¿Una relación que empezó con una mentira? ¿De verdad crees que esto es lo que quiero?

—¿Acaso no estamos bien? —Samuel se acercó, su tono más suave—. Tú y yo, ahora somos algo. ¿No es eso suficiente?

Tomás sintió cómo algo le apretaba el pecho. Quiso entrar, irrumpir en la conversación, dejar caer las palabras como una piedra que rompe un vidrio. Pero algo se lo impidió. No era miedo. Era una especie de comprensión amarga. Ya no importaba. Ya no podía volver atrás y deshacer lo dicho, lo murmurado, lo sembrado. Ya no importaba quién había dicho qué.

Porque la verdad, como un río contaminado, ya había corrido demasiado lejos.

Volvió sobre sus pasos, en silencio, con el paso cansado de quien decide rendirse por un día. El aire matinal todavía estaba tibio del sol que recién comenzaba a asomarse por completo, y aunque no hacía frío, Tomás se arrebujó un poco en su chaqueta, como si algo invisible le arañara la piel.

Cruzó el patio vacío. Las hojas mojadas se pegaban al cemento como recuerdos que no se pueden barrer. Se dirigió a una de las bancas más alejadas, esa que daba al muro lateral del colegio y que rara vez era ocupada por nadie. Allí se sentó, dejó su mochila a un lado y apoyó los codos sobre las rodillas, la mirada perdida en un punto sin forma frente a él.

El rumor del viento entre los árboles, los primeros pasos de otros alumnos que comenzaban a llegar, el murmullo lejano de una campana al fondo... todo parecía fundirse en un mismo ruido blanco, como si la vida quisiera arrullarlo en su resignación.

Y sin embargo, no estaba triste. Al menos no del modo en que uno suele estarlo cuando le rompen el corazón o lo traicionan. Era una tristeza distinta, más serena, más completa. Como si llevara días, semanas, gestándose en su interior. Un tipo de tristeza que ya no dolía, porque se había convertido en parte de su estructura.

"Anaís ya no importa", pensó. "Ni siquiera Samuel. Nada de eso importa ya".

Porque había aprendido que las personas que te hieren rara vez se detienen a mirar lo que dejaron atrás. Había aprendido que los rumores eran como incendios: empezaban con una chispa y nadie los detenía hasta que todo quedaba calcinado. Y también había aprendido, con dolorosa claridad, que en los pasillos de una escuela no siempre se discuten ideas, sino jerarquías, poder, miedo y envidias.

Miró al cielo. El viento deshacía lentamente las nubes, y el día comenzaba a tomar forma. Respiró hondo. Un día más.

El día transcurría con una lentitud fatigosa, como si el mundo girara con cierto peso acumulado, uno que solo Tomás parecía sentir. Caminó hacia su sala con paso contenido, consciente de cada mirada, de cada murmullo que aún flotaba como cenizas de un incendio que nadie se atrevía a apagar del todo. Entró sin saludar, como se había vuelto costumbre, y tomó asiento en su lugar de siempre, aquel junto a la ventana, donde el mundo exterior parecía menos hiriente.

Sofía ya estaba frente a la clase cuando él levantó la vista. Estaba de pie, erguida, elegante en su sobriedad habitual. El cabello recogido, la expresión serena, la voz firme. Podía haberse creído que nada había ocurrido, que la noche anterior no existió, que sus palabras —tan dolidas, tan crudas— nunca se pronunciaron. Parecía haber vuelto a su centro, a esa versión de sí misma que jamás se quiebra. Tomás pensó, por un momento, que la admiraba por eso. Y al mismo tiempo, que era incapaz de comprender cómo podía ser tan eficaz en borrar los rastros de sus emociones.

Él evitó mirarla directamente. No porque no quisiera —en realidad, una parte de él moría por hacerlo— sino porque sabía que eso le haría bien a ella. Eso le había pedido. Que no la mirara. Que escribiera, nada más. Que recordara que ella era su profesora. Que no olvidara su lugar.

Así lo hizo.

Tomó su cuaderno y escribió durante toda la clase, con un fervor silencioso. Anotaba todo, incluso lo que ya sabía, incluso lo que no necesitaba registrar. Su mirada no volvió a encontrarse con la de ella, ni siquiera una vez. Y aunque lo logró, aunque se aferró al autocontrol como un náufrago a una tabla en medio del mar, algo en él se resintió como sumergiéndolo en el fondo de un lago. Como si, al obedecer su petición, también aceptara desaparecer.

Al sonar el timbre que marcaba el horario de almuerzo, Tomás suspiró con alivio. Cerró su cuaderno, lo guardó en la mochila con más fuerza de la necesaria, y salió sin esperar a nadie. Fue Sunny quien lo alcanzó a mitad de pasillo, como de costumbre, con una sonrisa amplia y ese andar que parecía desafiar el caos del mundo.

—¿No vas a almorzar conmigo? —le preguntó, apoyando su brazo en el hombro de él como si fuera un niño al que había que empujar.

Tomás sonrió con cansancio, pero accedió. Estaban por llegar al patio cuando su celular vibró en el bolsillo. Lo sacó de inmediato. Era un número desconocido.

Respondió, dudoso. Sunny se detuvo a su lado, atenta a la reacción de él.

—¿Tomás Lambert? —preguntó una voz cordial, femenina, al otro lado de la línea.

—Sí, con él habla.

—Llamamos del restaurante Big Root, dejaste tus datos hace unas semanas. Queríamos saber si sigues interesado en el puesto de ayudante de cocina. Tenemos una vacante y podrías comenzar esta misma semana, si te parece.

Tomás parpadeó, incrédulo. La voz le pareció más real cuando repitió su nombre una segunda vez. Sunny alzó una ceja, curiosa.

—Sí, claro… sí, me interesa mucho —respondió Tomás, ahora con el corazón palpitando con fuerza.

—Perfecto, ¿puedes venir mañana en la tarde para una entrevista rápida y firmar algunos documentos?

—Por supuesto, ahí estaré.

Se despidieron cortésmente. Tomás bajó el teléfono lentamente, como si aún no supiera bien si la llamada había ocurrido o no. Lo guardó en el bolsillo con un movimiento casi torpe.

—¿Era del restaurante? —preguntó Sunny, con los ojos bien abiertos.

Tomás asintió. La sonrisa que comenzó a formarse en su rostro fue una de las más sinceras que había tenido en semanas.

—¡Te llamaron! ¡Lo sabía! —exclamó ella, dándole un golpe cariñoso en el brazo —¡Te dije que te iban a llamar! Eres demasiado bueno como para que nadie te contratara.

Él se encogió de hombros, aún con la expresión de quien no acaba de creérselo del todo.

—Al menos algo está saliendo bien —murmuró, sin querer dejar entrever demasiado.

—¡Algo no! ¡Esto es gran cosa! ¿Cuándo empiezas?

—Mañana en la tarde tengo que ir a firmar papeles, pero supongo que empiezo de inmediato.

—Lo celebraremos con hamburguesas, entonces. No te puedes negar.

—Si tú invitas...

—¡Qué aprovechado! —rió ella, echándose hacia atrás el cabello —No, invito yo. Te lo mereces.

Caminaron juntos hacia el comedor, y por primera vez en mucho tiempo, Tomás sintió que su cuerpo no pesaba tanto. Como si algo —aunque fuera pequeño— se hubiera alineado a su favor. Y aunque los rumores seguían rondando, y los ojos aún lo seguían desde las esquinas, ese instante de felicidad compartida con Sunny, bastó para darle algo que había comenzado a olvidar: la esperanza de que las cosas podrían cambiar.