Este es mi dolor (parte 3)

En cuanto sonó la campana de salida del colegio al día siguiente, Tomás recogió sus cosas y partió con paso firme rumbo a su nuevo trabajo: Big Root. No recordaba con exactitud el día en que había dejado su currículum en ese lugar —posiblemente un martes nublado, o tal vez uno de esos viernes en que caminaba por la ciudad sin dirección precisa, con los bolsillos vacíos de esperanza y el estómago lleno de dudas—, pero poco importaba. Lo cierto es que no había pensado volver tan pronto a una cocina. No después de todo lo que había ocurrido en el Santa Gracia.

Más de una vez, desde que dejó ese restaurante, se repitió que buscar otro tipo de trabajo sería lo mejor. Algo en una fábrica, quizás. Cualquier cosa que no implicara ollas, sartenes, cortes perfectos y el chisporroteo constante del aceite caliente. No porque no le gustara cocinar —de hecho, le gustaba más de lo que admitía en voz alta—, sino porque en cada cocina donde entraba se colaban también los recuerdos de Bella: su voz alegre, el modo en que lo llamaba de improviso entre la faena, su risa exagerada, ese abrazo tembloroso del último día. Había algo de ella que todavía seguía ocupando espacio dentro de él, como una melodía que no se va por más que se repita otra canción encima.

A veces, contra todo buen juicio, se sorprendía esperando un mensaje. No una declaración, ni una disculpa. Solo una línea, una pregunta simple: "¿Cómo estás?". Pero el tiempo pasó. Las semanas se fueron acumulando como polvo sobre la esperanza. Y Bella no escribió. No llamó.

Así llegó a la pequeña esquina donde se alzaba el local. Big Root tenía algo de nostálgico, de rústico y entrañable. El cartel con letras rojas sobre fondo blanco era sencillo, pero el olor que escapaba por la puerta era contundente: carne recién asada, cebolla caramelizada, pan recién horneado.

Entró. Una mesera de su edad, de cabello castaño recogido en una coleta baja, se le acercó con una sonrisa de rutina, confundiéndolo con un cliente.

—¿Para comer acá o para llevar?

—Eh… en realidad, vengo por el trabajo —respondió con torpeza.

La mesera parpadeó, como si volviera en sí.

—¡Ah, cierto! Espera un momento.

Tomás permaneció de pie junto al acceso, observando los detalles del local: las mesas de madera algo gastadas, la barra con dispensadores de salsas en un extremo, un par de familias comiendo en silencio. Era temprano aún, pero el ir y venir en la cocina delataba el ritmo acelerado que se avecinaba para la noche.

Pasaron apenas unos minutos antes de que una mujer, probablemente de unos treinta años, de figura delgada, pasos decididos y rostro serio, saliera por la puerta de la cocina. Vestía una camisa negra con el logo del restaurante bordado al pecho.

—¿Tomás, cierto?

—Sí —respondió, poniéndose de pie al instante.

—Perfecto, ven conmigo.

La siguió a través del salón, y cruzaron frente a la cocina. Detrás del mesón de acero, un hombre de complexión robusta, entradas marcadas y cejas tupidas trabajaba con una concentración casi reverencial. Cortaba cebolla como quien compone una partitura.

—Ese de ahí es mi padre —comentó la mujer mientras caminaban—. Don Giorgio. Él empezó este restaurante cuando yo era una niña, con un carrito en el terminal de trenes. Todo lo que sé, lo aprendí de él. Pero ahora quiere descansar un poco. Por eso estoy aquí, intentando que esto funcione… y que no se venga abajo en el proceso.

Entraron a una pequeña oficina justo frente a los vestidores. Un escritorio lleno de papeles, cajas apiladas, una pequeña pizarra con anotaciones a medio borrar. La mujer le hizo un gesto para que se sentara.

—Yo soy Laura —dijo mientras sacaba unos documentos de un cajón—. Soy la administradora, hija del maestro, hermana del repartidor y prima de la mesera. En resumen, si no nos vemos como familia, esto no avanza.

—Ya veo… —murmuró Tomás, hojeando el contrato que ella le puso delante.

—No es un contrato de jornada completa, por ahora. Apenas estamos despegando con el reparto a domicilio y no podemos pagar más. Pero si esto sigue creciendo… habrá espacio para todos —lo dijo con una mezcla de cansancio y orgullo que no pasó desapercibida.

Tomás asintió con un gesto leve. Ya había leído el contrato entero.

—Está bien para mí. Estoy listo para empezar cuando quieran.

Los ojos de Laura se iluminaron por un instante. Asintió con la cabeza, satisfecha.

—Bien. Tu uniforme está en el casillero abierto, puedes cambiarte. Hoy será solo una jornada de adaptación, nada demasiado exigente.

Tomás se levantó, dispuesto a comenzar, mientras ella regresaba a la cocina con un paso rápido.

El casillero abierto contenía una camiseta negra con el logo de Big Root, un delantal, y una gorra bordada. Al ponérselos, se sintió diferente. No mejor, no peor. Solo distinto. Como si se estuviera vistiendo con una piel nueva, aún sabiendo que no había terminado de curar la anterior.

Cuando entró a la cocina, Don Giorgio se volvió hacia él un segundo y le dedicó una leve inclinación de cabeza.

—¿Listo para ensuciarte las manos, muchacho?

Tomás asintió.

—Siempre.

Y aunque las brasas del pasado aún ardían bajo su piel, supo que aquel lugar —por ahora— le ofrecería algo parecido a un nuevo comienzo

La cocina del Big Root era más pequeña de lo que Tomás esperaba, pero no por eso menos intensa. Apenas se puso el delantal y se ajustó la gorra, Laura lo guió al fregadero y le señaló con un gesto seco la pila de loza que rebosaba de grasa y restos de pan y carne. No había espacio para explicaciones; en esa cocina el lenguaje era de gestos, fuego y acero.

Don Giorgio lo saludó nuevamente con un leve movimiento de cabeza y volvió a girarse hacia la plancha humeante, donde una fila de hamburguesas chisporroteaba sin descanso. El calor era abrumador, la grasa salpicaba, y el hombre, a pesar de su evidente edad, se mantenía firme, como un faro en medio de una tormenta. Su delantal estaba manchado, sus brazos cubiertos de pequeñas quemaduras antiguas, pero su gesto era exacto, constante, como si cada movimiento lo hubiera hecho mil veces.

Tomás comenzó lavando platos, luego bandejas, luego cuchillos. El agua caliente y el olor a detergente le llenaron los sentidos, y por primera vez en días, su cabeza se mantuvo en blanco. Era extraño, pero lo agradeció. El bullicio de la cocina era como una sinfonía de caos controlado, con Laura entrando y saliendo de la cocina con su libreta, entregando comandas a la carrera, y gritando indicaciones al mesero y al repartidor, su hermano, que corría con una mochila térmica pegada a la espalda.

Don Giorgio no decía mucho, pero de vez en cuando soltaba frases breves:

—Más rápido con esas papas, muchacho.

—Cuidado con las cebollas, no queremos lágrimas antes de tiempo.

—El cuchillo se limpia así, no así.

Tomás lo observaba con atención. No porque le gustara que le ordenaran, sino porque había en ese hombre una disciplina nacida de la necesidad, no del orgullo. Cada acción tenía una razón: girar la carne justo a tiempo, colocar el queso en el instante preciso, tostar el pan solo lo justo. Había poesía en su repetición, una especie de tristeza acumulada entre las llamas y el acero inoxidable.

Cuando acabó con la loza más urgente, Don Giorgio le señaló una bolsa con cebollas.

—A pelarlas, y córtalas en pluma. Y rápido, no estamos haciendo un cuadro.

Tomás obedeció sin chistar. Las lágrimas le ardían en los ojos antes de terminar la segunda, pero siguió. Luego vinieron las papas, luego la freidora. El ritmo era incesante, las comandas no se detenían. Las órdenes llegaban una tras otra: hamburguesas simples, dobles, con tocino, sin pan, con extra de cebolla, para llevar, para la mesa siete, para la moto. Laura no descansaba un segundo, su cabello recogido en una trenza se deshacía con el paso de las horas y su rostro, aunque joven, comenzaba a mostrar ese cansancio hondo de quien está tirando de un barco demasiado grande con una cuerda demasiado fina.

Don Giorgio no le dejó tocar la plancha en todo el turno. Ni siquiera cuando el mesero se retrasó, ni cuando las manos parecían faltar.

—Todavía no —dijo simplemente cuando Tomás se ofreció a ayudar—. Pronto, pero no hoy.

Y Tomás entendió. No lo tomaba como un rechazo. Era más bien respeto por el oficio. Uno que, para Don Giorgio, no podía ser entregado a la ligera.

Cuando la última comanda fue despachada y la cocina comenzó a calmarse, el silencio fue extraño. Como el silencio que queda después de una tormenta. Un suspiro largo se escapó de los labios del viejo cocinero. Se quitó el delantal y lo dejó sobre el mesón.

—Buen trabajo, muchacho. Mañana te dejo acercarte a la plancha… si te lo ganas.

Tomás asintió, satisfecho en silencio. Tenía los brazos entumecidos, los pies adoloridos y el olor a cebolla metido en la ropa, pero algo en ese ajetreo le había devuelto un pedazo de sí que creía haber perdido.

Fue al vestidor, sacó su ropa y se cambió con lentitud. El reloj marcaba más de las once. El local ya estaba cerrado, pero no completamente en silencio. Mientras se abotonaba la camisa, se dio cuenta de que la luz de la oficina seguía encendida. La puerta entreabierta le permitió ver a Laura sentada frente al escritorio, con la cabeza entre las manos. Parecía completamente distinta a la mujer segura y firme que lo había recibido esa tarde.

No entró. No dijo nada. Pero sintió un nudo en el pecho. "Está cargando con más de lo que dice", pensó.

Se dio media vuelta, dispuesto a salir, cuando escuchó su nombre.

—Tomás.

Volvió el rostro. Laura estaba de pie en la puerta, la expresión algo descompuesta, como si acabara de discutir con el mundo entero.

—¿Puedes venir mañana también?

Él no tardó en responder.

—Claro.

Ella asintió, cruzando los brazos con fuerza sobre el pecho. Parecía a punto de decir algo más, pero se lo tragó.

—Gracias.

—Nos vemos mañana —dijo Tomás, y se marchó.

Caminó por la vereda desierta, con el aire fresco golpeándole el rostro, y por primera vez en mucho tiempo, no pensaba en los rumores, ni en Bella, ni en Sofía. Solo sentía el leve cansancio en los músculos y el calor de la cocina todavía pegado a su ropa.

No era un lugar perfecto, ni un trabajo brillante. Pero era un lugar. Y en su vida, eso ya era bastante.