Esa noche, al volver a casa, su cuerpo parecía haber duplicado su peso. Las piernas le dolían, los músculos de la espalda se quejaban, y cada paso era un arrastre silencioso. En el Santa Gracia el trabajo había sido agotador, sí, pero nunca tan frenético como lo era en Big Root. Allí no se cocinaba como en un restaurante; allí se sobrevivía, como si cada jornada fuera una batalla campal contra el tiempo, el fuego y el cansancio.
Cruzó la puerta de entrada y dejó el abrigo empapado sobre el perchero. La casa estaba en silencio. Daniela no estaba y su madre, probablemente, ya en su habitación. Se dirigió directo a la cocina.
Lavó los trastes acumulados en el lavaplatos, sin pensar mucho en ello. El aroma que flotaba en el ambiente le hizo sospechar que Amelie había comido todo otra vez. O tal vez Daniela. Era imposible saberlo con certeza. Pero prefirió creer que había sido su madre. No por ingenuidad, sino por necesidad. Porque había algo profundamente triste en imaginar que ella comía lo que él preparaba sin decir palabra, sin agradecer, sin siquiera mirarlo, y sin embargo, seguía comiéndolo cada noche.
Cocinó rápidamente y dejó todo listo, como cada día. Cuando subió al segundo piso en dirección a su habitación, la puerta de la habitación de su madre se abrió, ella se asomó apenas.
La voz de su madre lo detuvo.
—¿Dónde estabas hasta esta hora?
Él se giró, agotado hasta los huesos, pero sereno.
—Lo siento… olvidé avisar que hoy empezaba en mi nuevo trabajo.
Amelie frunció el ceño. Nunca le había gustado que Tomás trabajara. Para ella, era innecesario. Un orgullo tonto quizás, o una idea que no podía abandonar: la de que su hijo no debía cargar con responsabilidades que no le correspondían.
—No lo olvides… otra vez.
Estaba a punto de cerrar la puerta cuando Tomás la detuvo, con un tono más suave.
—Mañana también tengo turno.
El rostro de su madre, en la penumbra, apenas iluminado por la luz del pasillo, era una máscara rígida, sin expresión. Fría.
—Está bien… pero no descuides los estudios. Y no tomes tantos turnos. Deberías estar en casa.
—No tomaré tantos, lo intentaré —respondió él, justo antes de que la puerta se cerrara con un clic sordo.
Entró a su habitación. El escritorio estaba hecho un caos de papeles, libros abiertos y hojas tachadas con tinta roja. Se quedó de pie un instante, contemplando el desorden, preguntándose si realmente tenía fuerzas para sentarse. Pero lo hizo. Se obligó a hacerlo.
Encendió la lámpara del escritorio. El manuscrito yacía abierto, rayado, corregido, marcado por dedos que habían escrito con desesperación. Con rabia. Con dolor. Era como un espejo de su interior.
Se quedó así, en silencio, y luego empezó a escribir. Eliminó el capítulo final sin contemplaciones. Lo había escrito en un arranque emocional, pero ahora ya no le pertenecía. Lo reescribió todo. Esta vez, sus personajes no morían, ni se destruían, simplemente… se perdían. Como él. Se extraviaban lentamente, hasta quedar despojados de alegría. No por un gran drama, sino por la vida misma. Así, sin más.
Cuando terminó, eran casi las dos de la madrugada. Se frotó los ojos con los nudillos. Estaba exhausto. El cuerpo le pedía descanso a gritos. Pero había algo más que necesitaba hacer. Un ritual, uno que cumplía cada noche en soledad.
Apagó la lámpara del escritorio. Cerró con cuidado el computador. Caminó hasta la cama y se agachó junto a ella. Palpó con la mano hasta encontrar, bajo el marco, su pequeño cofre. Lo sacó con lentitud, como si en su interior descansara algo sagrado.
Se sentó en el suelo, cruzó las piernas, y colocó el cofre sobre la cama.
Lo abrió. Dentro, dos únicos objetos. Una fotografía y un lazo para el cabello, de un azul desteñido por el tiempo.
La imagen mostraba a una mujer joven, de unos veinte años, sosteniendo a un niño en brazos. Ella reía, despreocupada. Su belleza era serena, como si el mundo le perteneciera por completo en ese instante. El niño —él mismo, de apenas dos o tres años— no miraba a la cámara. Estaba acurrucado contra el pecho de su madre. Faltaba una esquina de la fotografía, una arrancada tosca, como si alguien hubiera querido borrar a propósito a quien alguna vez estuvo allí.
El moño, sencillo y sin brillo, aún conservaba un poco del perfume que Tomás creía recordar. Tal vez era solo su mente, aferrándose a un recuerdo imposible.
Sin sacar las cosas del cofre, comenzó a hablar en voz baja.
—Hoy comencé en mi nuevo trabajo mamá… parecen buenas personas, pero el trabajo es bastante duro… me gustaría que estuvieras aquí, seguramente te habrías reído… estoy cansado mamá, a veces me siento cansado de todo… ¿Qué no me rinda? No te preocupas, solamente es un decir… Te amo, siempre.
Se quedó en silencio unos segundos. Luego, añadió con un susurro:
—Te amo. Siempre.
Cerró el cofre con suavidad, como quien devuelve un secreto a su lugar. Lo deslizó de nuevo bajo la cama y se incorporó lentamente. Miró el calendario colgado en la pared. No había ningún día marcado. Ninguna fecha escrita. Pero él sabía.
Ya faltaba muy poco.