Aquella noche, quizá por el peso de los días recientes, quizá porque se acercaba esa fecha—la que nunca necesitaba mirar en el calendario para saber que estaba ahí—Tomás volvió a soñar con ese momento. Un fragmento perdido de su infancia que regresaba siempre con la fuerza de una ola helada, desgarrando la orilla de su tranquilidad.
El sueño comenzaba con una luz cálida, tamizada por el parabrisas sucio de un viejo automóvil. Se veía a sí mismo, un niño de cinco años, atrapado en su pequeño asiento de seguridad en la parte trasera. Llevaba una camiseta a rayas y zapatillas con velcro, su expresión de inocencia absoluta, sin sospecha alguna de lo que estaba por venir. Fuera del coche, la tarde tenía un tono dorado, de esos que anuncian el final de algo, aunque uno no sepa qué.
Su madre conducía. Su rostro se reflejaba con nitidez en el espejo retrovisor. Llevaba el cabello atado en una coleta suelta, como solía hacerlo cuando estaba apurada, pero aún así se las arreglaba para sonreírle.
—Vamos a darle una sorpresa a papá —le decía con dulzura, como si el mundo entero fuera un juego emocionante y seguro.
—¿Sí? —preguntó el pequeño Tomás con su vocecita titubeante.
—Sí, seguro ya está saliendo del trabajo… vamos a alcanzarlo —añadió con una mezcla extraña de emoción y nerviosismo.
El niño no comprendía del todo, pero asentía con esa obediencia amorosa que solo se tiene a esa edad.
—Vamos —repitió con una sonrisa, sin saber que lo que venía no era una sorpresa, sino un punto de quiebre.
La escena se desplazó, como siempre lo hacía, sin transiciones claras. Estaban estacionados frente a un edificio gris, con grandes ventanales y escaleras angostas. Su madre mantenía las manos firmes en el volante, pero los nudillos estaban blancos. En sus ojos, a través del espejo, algo había cambiado.
Entonces salió él. El padre de Tomás.
Lo vieron bajar los escalones, conversando con una mujer que apenas debía tener veinte años. Ella reía con exageración y se sostenía de su brazo como si el mundo no existiera. El hombre no se apartó. Se dejó querer. Y en ese momento el corazón de su madre se hizo trizas.
Encendió el motor con un gesto súbito, y el sonido del arranque sacudió al pequeño Tomás.
—¿Mamá? —preguntó él, inquieto por la tensión en el ambiente.
—No pasa nada, cariño. No pasa nada —respondió ella con la voz quebrada, mientras el auto comenzaba a seguir al taxi en el que los otros dos se habían subido.
Aceleraba más de la cuenta.
Se pasaba luces rojas.
Bocinas sonaban, automovilistas gritaban.
Tomás solo alcanzaba a repetir con voz temblorosa:
—¿Mamá, qué pasa? ¿Mamá?
Entonces el giro.
Un auto en el cruce.
El grito de su madre mientras giraba el volante a toda velocidad.
La mano que se soltaba del volante.
El golpe.
Y todo comenzó a girar.
El mundo se volcó. El sueño se volvía vertiginoso. Como siempre. El niño atado a su silla, viendo el mundo de cabeza. El aire lleno de polvo. Cristales flotando en cámara lenta como luciérnagas muertas. Todo era confusión y luz de un momento a otro se volvía gris, roja y nieblas que cruzaban sus ojos.
—¡Tomás! —la voz de su madre le llegaba amortiguada, como bajo el agua.
—¡Tomás! ¿Estás bien? ¡Responde!
Pero él no podía. No veía. No comprendía. Sólo sentía.
Luego, el sonido de las sirenas, como lamentos de metal.
Y la voz de su madre se deshacía entre sollozos y gemidos.
La oscuridad comenzó a cerrar el mundo.
Y lo último que recordaba era el olor a gasolina y sangre.
Tomás despertó de golpe, empapado en sudor. Su respiración era agitada, entrecortada, como si hubiese corrido kilómetros. La luz de la madrugada comenzaba a teñir con un tono azul la habitación. Miró el techo en silencio, su pecho subía y bajaba con violencia.
Pasó una mano temblorosa por su rostro.
Había pasado meses sin soñar con eso.
Pero siempre volvía.
Siempre.
Se sentó al borde de la cama, cubriéndose el rostro con ambas manos. Durante unos minutos no se movió. De niño se decía que era culpa suya por haber ido con ella ese día. De adolescente, había culpado a su padre con una furia silenciosa. Pero ahora… ya no sabía a quién culpar. Y lo que era peor, ya no sabía si perdonar era posible.
Fue al baño y se mojó la cara con agua fría. Se quedó allí, mirándose en el espejo, sintiendo que el niño de cinco años seguía atrapado en algún lugar dentro de él. En ese auto, suspendido entre el vértigo y el dolor, esperando oír a su madre decir que todo estaría bien. Pero ese momento nunca llegaba.
Quizá, pensó, no se trataba de olvidar.
Quizá se trataba de aprender a seguir respirando.
A pesar de todo.
Y mientras se secaba el rostro con una toalla, pensó en el cofre bajo su cama.
En la foto.
En el moño azul.
"Ya falta muy poco", se dijo de nuevo. Pero esta vez, la frase no sonaba como una promesa… sino como una despedida.