Este es mi dolor (parte 6)

Cuando llegó a Big Root al día siguiente, lo primero que notó fueron las luces encendidas en cada rincón del local. A través de los ventanales, la imagen era clara: el restaurante estaba repleto. Familias, parejas, gente comiendo de pie en la barra; el bullicio era constante, mezclado con el chisporroteo de la plancha y las voces cruzadas de la cocina.

No se detuvo a observar demasiado. Entró por la puerta trasera, cruzando el estrecho pasillo que daba al vestidor, se cambió con rapidez y marcó su ingreso. Mientras se ajustaba el delantal, echó un vistazo hacia la oficina de Laura. La puerta estaba abierta, pero vacía. No la encontró allí. En cambio, al pasar por la cocina y asomarse al salón, la vio recorriendo las mesas con una bandeja, atendiendo clientes junto a su prima. Movía con rapidez y precisión, pero el cansancio comenzaba a filtrarse en sus gestos. El estrés, sin embargo, no la hacía menos firme: más bien le daba un aire de obstinada resistencia.

Tomás inspiró hondo. Sabía que estaba por entrar otra vez a la trinchera.

—¡Qué bueno que llegaste, muchacho! —le rugió la voz cavernosa de don Giorgio apenas cruzó la cocina. Su presencia era tan imponente como siempre, un bastión frente a la plancha, con su delantal salpicado y la frente perlada de sudor.

Con un gesto de la espátula, señaló el fregadero, que rebosaba de loza hasta el borde.

—Empieza por eso. Luego pelas las papas. Recuerda que una hamburguesa sin papas fritas es como un chef sin cocina.

Tomás se puso manos a la obra sin rechistar. La jornada fue, contra toda expectativa, aún más caótica que la anterior. Don Giorgio dirigía la orquesta como un general veterano: rápido, directo, preciso. Las comandas no cesaban. Entre pelar papas, cortar cebollas, freír, lavar lechugas y tener siempre el oído atento a la próxima orden, Tomás apenas tuvo tiempo de respirar. Pero dentro de todo ese caos, una parte de él —una que hacía mucho no sentía— estaba viva.

Cuando al fin Laura bajó la cortina del local, señal de que el servicio había terminado, Tomás notó cómo sus manos le temblaban por el esfuerzo. A su lado, don Giorgio seguía limpiando la plancha con la misma energía de la primera hora.

—¿Qué pasa, muchacho? —le preguntó con una ceja levantada— ¿Ya quieres renunciar?

Tomás sonrió, con el rostro cubierto de sudor.

—No, para nada.

—Tranquilo, sólo bromeaba —le lanzó un juego de llaves con naturalidad—. Ve atrás, el camión está estacionado. Descárgalo. Yo termino aquí.

Tomás asintió, se secó las manos y salió hacia el salón. Pasó junto a la prima de Laura, Alelí, que trapeaba con lentitud, su cuerpo inclinándose cada vez más como si el trapeador la arrastrara con él. Le devolvió una sonrisa breve. En el pasillo de servicio, justo cuando se disponía a salir por la puerta trasera, se encontró de frente con Laura, que venía cargando una caja.

—¿Tomás? Justo a tiempo —dijo, un poco agitada.

Él le extendió las manos para tomarle la carga.

—Puedo con eso. Déjame.

—Déjala en mi oficina —respondió ella, cediendo sin oponer resistencia.

Tomás obedeció. Al dejar la caja, notó que sobre el escritorio había una taza de café completamente fría y un papel con anotaciones de gastos tachados una y otra vez. Volvió al pasillo, y justo en el exterior, Laura ya había abierto el camión y comenzaba a descargar sola.

—Deja eso —dijo Tomás, acercándose—. Yo lo haré.

Laura, con gotas de sudor resbalándole por la sien, intentó protestar.

—Te ayudo, no puedo dejarte hacer todo…

—Es mi trabajo. Además, tú has estado de pie todo el día. Ve a descansar, por favor —dijo, con una firmeza serena.

Por un momento, los ojos de Laura se detuvieron en los de él. Había en su expresión una mezcla de agotamiento y algo más, algo más difícil de nombrar. No era agradecimiento. Era más bien una leve sorpresa. Como si nadie le dijera eso. Como si no recordara la última vez que alguien la cuidó, siquiera un poco.

Al final asintió.

—Te lo encargo entonces.

Descargar el pequeño camión no fue difícil para alguien con experiencia como Tomás. Y mientras lo hacía, pensaba en lo peculiar del Big Root: era un lugar donde todos parecían estar al borde de sí mismos. Un lugar nacido del esfuerzo familiar, de esas herencias que se reciben con más peso que alegría. Don Giorgio parecía un pilar cansado, pero inmóvil. Alelí era un torbellino de energía quebradiza. Y Laura… Laura era como un cordel tenso que no se permitía aflojar ni un solo nudo.

Volvió a la cocina cuando terminó, ayudó con los restos de la limpieza y, cuando el reloj marcó las diez en punto, fue al vestidor a cambiarse. Al salir, justo cuando pasaba frente a la oficina de Laura, notó que la puerta estaba entornada. Ella estaba dentro, sentada frente al escritorio con la calculadora en una mano y la otra entre su cabello suelto, los ojos fijos en la planilla de cuentas como si fuera un laberinto sin salida.

Golpeó con suavidad.

—Me voy.

Laura alzó la mirada. Se notaba extenuada, pero sonrió, nerviosa.

—Ah… sí, claro. Tomás… sé que quizá es mucho pedir, pero ¿podrías venir mañana también?

—Claro, no hay problema. Pero el sábado tengo que salir de la ciudad, no podré venir ese día.

—Está bien… ya veré cómo me las arreglo —dijo con una sonrisa débil. Sus ojos, vidriosos, se cerraban por momentos.

—Gracias… y… descansa, por favor.

—Eso intentaré. Hasta mañana, Tomás.

Cuando él se dio media vuelta para marcharse, Laura lo observó desde la penumbra de la oficina. Su figura delgada se desdibujaba con el ruido de la puerta trasera cerrándose. Por un segundo, se quedó mirando la puerta vacía. Luego bajó la mirada y, sin saber por qué, esbozó una sonrisa cansada.

Afuera, el viento le azotó el rostro con la crudeza del invierno. Pero Tomás caminó con calma. Por alguna razón, el calor de la cocina seguía acompañándolo.