Este es mi dolor (parte 6.5)

 El viento de la noche se colaba por el cuello del abrigo, pero Tomás no se molestó en ajustarlo. Caminaba sin prisa por las calles húmedas, con las manos en los bolsillos y la mente todavía bombeándole por el ajetreo en Big Root. El aroma persistente de la plancha caliente se le había quedado en la ropa, mezclado con el sonido de las risas de Alelí, los gruñidos de Don Giorgio, y la voz algo ronca de Laura, que seguía resonando en su memoria más de lo que le gustaría admitir.

Iba pensando en todo eso cuando el zumbido del celular lo sacó de su ensimismamiento. Lo miró sin apurarse. El nombre de Sofía iluminaba la pantalla.

Le extrañó. Era tarde. No era su horario. Dudó un segundo antes de contestar.

—¿Sí? —dijo, con voz algo más grave de lo habitual, por el frío.

—Hola —respondió ella del otro lado, con ese tono suyo que parecía medir cada palabra, aunque esta vez se notaba más suave, menos controlado—. ¿Te interrumpo algo?

—No, nada en absoluto. Voy camino a casa.

—¿Caminando?

—Sí.

—¿Y si desapareces y nunca llegas?

Tomás sonrió.

—Entonces te deberás quedar con las correcciones incompletas del manuscrito.

Sofía rio suavemente al otro lado del teléfono, como si no esperara que la conversación fluyera así de fácil.

—Has estado cumpliendo bien tu palabra, Tomás —dijo entonces, más seria—. En el colegio, me refiero. Supongo que debo reconocerlo.

—No me estás llamando solo para felicitarme, ¿verdad?

Hubo un silencio breve.

—No. Supongo que no. No sería como… nosotros, si fuera así de simple.

Tomás siguió caminando, escuchando el sonido leve de la respiración de Sofía en la línea, un par de murmullos lejanos, quizás de la calle donde ella vivía, y luego el suave tintinear de una copa de vidrio. A esas horas, pensó, probablemente estuviera con una copa de vino en la mano. Se imaginó su departamento casi vacío, iluminado por una lámpara tenue, igual que la noche en que él se fue sin hacer ruido.

—Quería escucharte —admitió Sofía finalmente, con un tono que rozaba el umbral entre la sinceridad y el pudor—. No me lo preguntes, pero lo necesitaba.

Tomás tragó saliva con suavidad.

—Gracias por llamarme, entonces.

—¿Has seguido escribiendo?

—Sí —respondió él con un suspiro—. De hecho, reescribí el capítulo final del manuscrito.

—¿Sí? ¿Qué hiciste?

—Antes era… más oscuro. Muy definitivo. Ahora es diferente, más incierto. Como si las cosas no tuvieran que acabar siempre con una tragedia para doler.

Sofía guardó silencio un instante, como si masticara esas palabras.

—¿Me lo dejarás leer?

—Claro. Si quieres, puedo pasarlo el domingo temprano. Pensaba pasar al hospital a ver al profesor.

—Estaré ahí —respondió ella sin dudar—. Puedes dejarlo conmigo. Pero… prométeme que no cambiaste el final solo para complacerme.

—No lo hice. Pero probablemente tú influiste más de lo que estás dispuesta a aceptar —dijo él, con una sonrisa leve que Sofía no pudo ver, pero sintió.

—Tonto —murmuró ella. Luego rió, y su risa era un poco más cálida, menos cargada de ese cansancio melancólico con el que solía hablar.

Tomás no dijo nada más. Esperó. No quería colgar aún.

—Tomás… —dijo ella entonces—. Sé que a veces parece que no sé lo que estoy haciendo contigo. Y es porque no lo sé. Pero aún así… no dejes de escribir. Pase lo que pase.

—Lo haré.

—Y compórtate —añadió ella, con una fingida severidad.

Tomás rio.

—Estoy en ello.

—Eres mi alumno, ¿recuerdas?

—Solo cuando estamos en el colegio.

—Ah, pero qué rebelde —bromeó Sofía.

—Buenas noches, profesora.

—Buenas noches, Tomás. Cuídate… y deja de mirarme tanto en clase —agregó justo antes de colgar.

Él se detuvo bajo un poste de luz, mirando el cielo encapotado. Guardó el celular en el bolsillo con una sonrisa apenas dibujada. Aunque no lo supiera, esas palabras le aliviaban más de lo que podía expresar, su voz le había traído algo de calor, en esa fría noche de invierno.