Aquella mañana de sábado amaneció más fría de lo habitual. Antes de que los primeros rayos de sol se asomaran por las tejas húmedas del vecindario, Tomás había terminado de vestirse, con movimientos pausados, casi ceremoniosos. En su bolsillo llevaba la hoja con la dirección que Eleonor le había dado días atrás. La había doblado con cuidado, aunque al hacerlo, algo dentro de él también se había doblegado. Le parecía estar llevando una especie de bomba silenciosa a una familia que no lo conocía, y a una mujer que seguramente no quería saber nada de aquel pasado que ahora él venía a remover.
Antes de salir, escribió un mensaje corto a Soledad:
"Te espero en la estación de trenes, nos vemos"
No agregó más. Una parte de él temía que añadir otra palabra revelara cuánto significaba para él su presencia. Miró el mensaje una última vez antes de enviarlo, como si pudiera contener su respiración en esas letras. Luego salió, cerrando la puerta de su casa con un leve chasquido, como quien no quiere despertar a nadie.
La estación todavía se desperezaba. El cielo, teñido de azul y gris, parecía una promesa incumplida de sol. Compró los dos boletos para el expreso que cruzaba la costa hacia la capital, con parada en San Sebastián. El papel de los tickets crujió cuando los guardó en el bolsillo interior de su chaqueta. Se sentó en una de las bancas de concreto del andén diez, con el frío pegado a la espalda y la esperanza suspendida en el aire.
A pesar de la certeza que intentaba fingir, no dejaba de mirar hacia la entrada de la estación. No había recibido respuesta a su mensaje. Aun así, se obligaba a esperar. A creer.
Miraba su celular cada tanto, no por impaciencia, sino por miedo. Un miedo callado, persistente, de esos que no necesitan voz para hacerse notar. De los que corroen despacio.
El altavoz de la estación se encendió con su habitual chirrido:
—"Expreso a Calabria, andén diez; repito: expreso a Calabria en el andén diez, salida en diez minutos."
Tomás alzó la mirada. El número diez parpadeaba en rojo sobre su cabeza. Miró su teléfono otra vez, solo para ver la hora. Solo para...
Un mensaje apareció de pronto, flotando sobre la pantalla como una sentencia:
"Lo siento, no podré ir hoy, surgió algo importante. Suerte en lo tuyo."
No había disculpa real, ni explicación. Solo una evasiva suave, envuelta en una cortesía seca. Tomás sintió una punzada atravesándole el corazón, sin estruendo, como una tela que se rasga en la oscuridad.
Mantuvo el rostro inexpresivo, conteniendo las emociones que le atenazaban. Guardó el teléfono sin apuro. Sacó los dos tickets y, con calma vacía, dejó uno sobre el banco de cemento, como si abandonara ahí no solo un asiento, sino la imagen que había construido de su compañía. La imagen de Soledad, su cabello anaranjado, sus ojos siempre llenos de vida y su sonrisa amable, le asestaron una estocada silenciosa, pero visceral.
Subió al tren sin mirar atrás.
El vagón estaba a medio llenar. Se sentó junto a la ventana, dejando el otro asiento vacío, como un testigo mudo de lo que no fue. A su lado, la ausencia de Soledad se convirtió en una presencia opresiva, ocupando más espacio del que cualquier cuerpo podría haber llenado, como un fantasma que recorría el camino apoyado sobre sus hombros.
Afuera, el mar golpeaba con fuerza los roquedales. Las olas reventaban con una belleza salvaje, lanzando espuma al viento como si quisieran tocar el cielo. El tren serpenteaba junto a la costa, y por un momento, Tomás se aferró al vaivén de los rieles, como si ese movimiento pudiera arrullarlo lejos de la tristeza.
"Qué terrible puede ser la esperanza cuando se funda en la nada", pensó, y apoyó la frente contra el vidrio. El frío le atravesó la piel.
A medida que el tren se alejaba del litoral y se internaba en los campos, los prados verdes, difuminados por la niebla, parecían sueños que nunca se cumplen del todo. San Sebastián apareció a lo lejos como una ciudad sin urgencia, adormecida por la bruma invernal.
Tomó un taxi desde la estación. El conductor no era muy conversador, lo que agradeció. Siguió el camino en silencio, mirando las casas pasar, todas tan parecidas y, sin embargo, cada una contenía un mundo que él desconocía por completo.
Encontrar la dirección fue una tarea más ardua de lo esperado. Muchas casas carecían de número, otras parecían abandonadas. Algunas estaban separadas por muros irregulares y jardines enmarañados. Caminó hasta que las piernas le pesaron. Se sentó en una pequeña plaza a recuperar el aliento y la paciencia.
Los niños jugaban a la pelota, una mujer mecía a su bebé en un coche. Todo era normal, sereno. Y él, con su encargo entre los dedos, se sentía como una anomalía, como una grieta en el día perfecto de alguien más.
Finalmente, una anciana que paseaba con una bolsa de mandados le indicó la dirección. "Es maestra de mi nieta", dijo con una sonrisa, "una mujer muy dulce". Él solo asintió, sin poder responder.
La casa estaba en una calle tranquila, bordeada de álamos. Se detuvo frente al portón. No se atrevió a tocar.
Allí, en el patio trasero, vio a una mujer joven. Su cabello castaño estaba recogido en una trenza sencilla, y en su rostro se dibujaba una sonrisa natural, luminosa. Jugaba con una niña pequeña, que corría a su alrededor riendo. Tomás sintió cómo una punzada le atravesaba el pecho. Aquella escena parecía robada de una postal de vida perfecta.
Entonces apareció un hombre, alto, de manos grandes, que se acercó a ambas. La niña corrió a sus brazos. Él besó a la mujer en la frente. El cuadro era tan completo que dolía.
Tomás apretó los labios.
No era el momento. No era el lugar. No era él.
Sin embargo, era su responsabilidad. Alguien debía llevar esa herida. Y si alguien debía mancharse las manos con el barro del pasado, él, que ya había tocado fondo tantas veces, podía hacerlo.
Respiró hondo. Dio dos pasos hacia el portón. Su mano se alzó hacia el timbre, pero temblaba.
Y aún así, tocó.
El timbre sonó apenas una vez antes de que Tomás quisiera arrepentirse. Su mano todavía temblaba junto al botón, y una náusea sorda le trepaba por el pecho como una sombra hecha de culpa. Esperó. No pasó mucho antes de que el portón se abriera.
Del otro lado, de pie en la entrada de la casa, estaba la mujer que había visto reír unos minutos antes. Tenía todavía el cabello recogido, pero ahora su expresión era de ligera sorpresa. Su rostro era más joven de lo que había imaginado para alguien que debía cargar con la historia que traía. Llevaba unos jeans gastados y un polerón sencillo. Un delantal con dibujos de flores seguía atado a su cintura. La niña que había estado jugando con ella ahora observaba desde el umbral, abrazada a una muñeca.
—¿Sí? —preguntó Delia, amable, aunque con una tensión involuntaria en el entrecejo.
Tomás tragó saliva.
—¿Señorita Delia Krikket?
Ella dudó un segundo, luego asintió con cautela. El apellido en sus labios le había quitado color al rostro.
—¿Quién pregunta?
—Mi nombre es Tomás... soy alumno del profesor Emanuel Krikket. Su padre.
La mención directa, sin rodeos, cayó como un mazo entre ambos. Delia parpadeó, atónita. La mano con que sostenía la baranda del portón se crispó.
—¿Mi padre? —repitió en voz baja, con una mezcla de sorpresa, alarma y desconfianza—. ¿Está... está bien?
Tomás vaciló solo un instante. No encontró forma amable, ni quería encontrarla. No había ternura en lo que debía decir.
—Está muriéndose. Está solo. No tiene a nadie.
La expresión de Delia se desfiguró en un segundo. Sus ojos se abrieron de par en par, y sus labios se separaron, buscando una respuesta que no llegaba. Se aferró a la baranda como si necesitara anclarse a algo sólido.
—¿Qué...? ¿Qué estás diciendo?
—Lo que escuchaste —insistió Tomás, con voz seca—. Está enfermo. No tiene familia, ni amigos, ni esperanza. Y no pasa un solo día sin que repita su nombre.
Delia apretó los dientes. En sus ojos no había solo sorpresa, sino también un dolor antiguo, reprimido, endurecido por los años. Y ahora ese dolor volvía a brotar, arrancado de golpe como una costra mal cicatrizada.
—Se fue —murmuró, más para sí misma—. Se fue sin decir nada. Un día no volvió. Me dejó con una madre quebrada y una vida en ruinas.
Tomás no respondió. No había palabras que pudieran contrarrestar eso. Y aun así, su silencio pesaba tanto como su confesión.
Delia dio un paso atrás, como si sus piernas hubieran decidido retroceder por instinto. Miró hacia la puerta, hacia su hija.
—¿Y tú vienes ahora a traerme esto?
—Vengo porque nadie más lo hará —respondió Tomás, bajando la voz, finalmente consciente del abismo en que se hallaban—. Porque él no se atreve a buscarte. Porque no tiene fuerzas ni dignidad. Y porque, si no lo haces tú, nadie lo hará por él.
Delia cruzó los brazos. La contención la hacía temblar.
—¿Y qué esperas? ¿Que vaya a abrazarlo? ¿A llorar junto a su cama?
—No espero nada —admitió Tomás—. Solo te lo estoy diciendo. Lo que hagas con eso es asunto tuyo.
Durante unos segundos, ninguno de los dos se movió. El viento invernal sopló suave, frío, arrastrando una hoja que pasó entre ellos, como una tregua fallida.
—¿Dónde está? —preguntó ella con voz baja, como si esa pregunta se le hubiera escapado.
Tomás sacó de su chaqueta un papel doblado. Se lo extendió. Delia lo miró sin tomarlo al principio, pero finalmente alargó la mano.
—Está en el hospital central, ala sur, habitación 512. No sé cuánto tiempo le queda.
Ella sostuvo el papel entre los dedos, como si quemara. Volvió la mirada hacia su casa. La niña seguía observando desde la puerta, curiosa.
—No puedo prometerte nada —dijo Delia.
—No te estoy pidiendo promesas.
Ella se quedó en silencio, luego cerró los ojos y respiró hondo. Cuando los abrió, la voz de Tomás volvió, más suave:
—Hay algo más... No quiero parecer atrevido, pero… ¿sería posible que también contactaras a su exesposa?
Delia alzó una ceja con escepticismo. El papel temblaba en su mano.
—¿Mi madre?
—Sí. Él no lo diría en voz alta, pero... creo que ella también está en su cabeza. No para reconciliarse, ni para hablar de amor. Sino para cerrar el círculo. Como si... como si necesitara ver con sus propios ojos que los daños son irreparables.
Delia lo miró largo rato. Luego asintió, apenas, casi imperceptible.
—Lo pensaré.
—Eso basta.
Tomás dio un paso atrás. Por primera vez desde que llegó, sintió que respiraba. Quiso disculparse, decirle que lamentaba haber traído esa verdad como si fuera un cuchillo, pero cualquier palabra sonaría falsa.
—Gracias —susurró, antes de girarse.
Cuando se marchaba, escuchó el leve chirrido del portón cerrándose tras él.
El regreso fue en silencio. No quiso esperar el tren, no después de lo ocurrido, no después de la conversación con Delia. Tomó el primer autobús que partía desde San Sebastián y, aunque más rápido, el viaje se le hizo eterno. A través del vidrio empañado por la humedad, los campos y los tejados pasaban como sombras sin rostro. Se apoyó en la ventana, intentando cerrar los ojos, pero el remolino en su pecho no le dio tregua.
Había hecho lo correcto, o eso quería creer. Lo había hecho por el profesor, por su historia, por el derecho de mirar hacia el final sin estar completamente solo. Pero entonces, ¿por qué sentía que había violado algo sagrado? ¿Por qué el rostro de Delia, descompuesto por el recuerdo, le seguía apareciendo cada vez que cerraba los ojos?
Y, por si fuera poco, el asiento vacío del tren todavía lo seguía a donde iba. No respondía al nombre de Soledad, pero ocupaba un espacio en él más grande del que se atrevía a admitir.
Cuando llegó a la ciudad, todavía era temprano. El cielo estaba cubierto de nubes, pero no llovía. El frío parecía haberse acomodado como un huésped silencioso en sus huesos. Caminó sin pensarlo demasiado, y sin pasar por su casa, se dirigió directo al Big Root. Sentía que si no hacía algo con las manos, si no se perdía en la vorágine de las comandas y el aceite hirviendo, no sería capaz de soportar el peso del día.
Al llegar, entró por la puerta trasera. Apenas cruzó el umbral, el calor de la cocina lo golpeó con fuerza y lo sacó de su letargo. El bullicio era el de siempre, como si el mundo allá fuera no existiera.
Laura, que organizaba cajas junto al refrigerador, alzó la vista y su expresión cambió al verlo.
—¿Tomás? No esperaba verte hoy.
—Terminó antes de lo que pensaba —respondió sin demasiada energía—. Y pensé que quizá les venía bien una mano extra.
Laura se secó las manos en su delantal y le sonrió.
—Sí… la verdad es que hoy estamos desbordados. Gracias por venir. Pasa a cambiarte, por favor.
Mientras se dirigía a los vestidores, escuchó al fondo la voz firme de don Giorgio dando órdenes desde la plancha, como un general dirigiendo una escuadra en plena batalla. Esa rutina, esa energía concreta, lo anclaba a tierra. Era justo lo que necesitaba.
La jornada avanzó con el frenesí habitual. Peló papas, picó cebollas, limpió vegetales y sirvió platos sin pensar. Todo parecía fluir con una cadencia monótona, pero tranquilizadora.
Ya caída la tarde, Laura le pidió que sacara una de las bolsas grandes de basura. Asintió sin decir nada, se quitó los guantes y cargó la pesada bolsa hasta la parte trasera. El frío del exterior le golpeó el rostro en cuanto empujó la puerta.
Al dejar la bolsa en el contenedor, se giró con intención de volver, pero algo al otro lado de la calle llamó su atención.
Una figura.
Una mujer de cabello anaranjado, como un faro encendido bajo la luz gris del atardecer. Caminaba del brazo de un hombre alto, de contextura fuerte. Reían. No se besaban ni se tocaban con intimidad evidente, pero su cercanía hablaba de algo más.
Tomás sintió que la sangre le bajaba de golpe al estómago.
El corazón le dio un salto traicionero.
Soledad.
O alguien extraordinariamente parecida a ella.
Contuvo el aliento, sus ojos clavados en la figura. Quiso convencerse de que era una coincidencia, de que no era ella, de que su mente le jugaba una mala pasada. Pero había algo en su andar, en la forma en que se peinaba el cabello, en la risa apenas perceptible a esa distancia, que hacía que todo encajara. Demasiado.
Ella no lo había mencionado nunca. Nada sobre un novio. Nada sobre alguien más. Siempre decía que todo entre ellos era un juego, una práctica… ¿No habría bastado con ser honesta?
Cerró los ojos por un segundo.
"Es solo mi imaginación", se dijo. "Ella lo habría dicho. No tiene por qué ocultarlo. Ella nunca juega con eso."
Pero cuando abrió los ojos, ya no estaban. Las figuras habían doblado la esquina y desaparecido como si nunca hubieran estado ahí.
Quedó solo frente a la calle vacía. La brisa le removía el delantal, y la puerta trasera del Big Root se cerró tras él con un golpe suave.
Caminó de regreso a la cocina como si no hubiera pasado nada. Pero en el fondo, esa sensación no lo iba a abandonar, como un vidrio que todavía no se rompe, pero ya no está entero.