Este es mi dolor (parte 8)

Esa noche, el Big Root fue cerrando sus puertas con lentitud, como si el cansancio del día impregnara incluso las bisagras y los cerrojos. El aroma persistente del aceite, de la carne dorada y de las especias seguía flotando en el aire, como una niebla densa que ya no pertenecía al mundo exterior.

Tomás limpió por última vez el mesón de acero, se quitó el delantal y lo colgó en el gancho de siempre. Don Giorgio se había marchado antes de lo habitual, con una mano apretándose la espalda baja y una mueca de fatiga resignada. Alelí, la prima de Laura, se despidió con un beso en la mejilla rápida y liviana como una mariposa, y salió al paso de su hermano que la esperaba con el motor encendido.

Tomás se quedó solo en la cocina, aún con las luces altas y los ecos de los últimos pasos retumbando por el pasillo. Se dirigía ya al vestidor cuando notó la luz encendida en la oficina de Laura. La puerta estaba entreabierta, y al acercarse, la escuchó suspirar.

—¿Puedo pasar?

Laura levantó la vista. Tenía los anteojos caídos casi al borde de la nariz y la expresión cansada. El cabello suelto, algo desordenado por el trajín, le enmarcaba el rostro de forma más suave.

—Claro —dijo, y con un gesto le indicó la silla frente a su escritorio.

Tomás se sentó con cautela. Por un instante ninguno de los dos dijo nada.

—¿Todo bien? —preguntó él, mirando los papeles desperdigados por la mesa.

—Sí… no —respondió ella con una sonrisa cansada—. Hoy fue un día bueno, en términos de ventas. Pero todo lo demás… —hizo un ademán con la mano, como si abarcara cosas que no podían nombrarse con facilidad—. ¿Tú cómo estás?

—Mejor aquí que en otro lado —respondió con una sinceridad que lo tomó por sorpresa incluso a él.

Laura lo observó con atención, como si esa respuesta le hiciera más preguntas de las que podía contestar.

—¿Es por eso que viniste, aunque no te correspondía trabajar hoy?

Tomás dudó. Se encogió de hombros.

—Supongo que sí. Hay días en los que no quieres pensar demasiado… y aquí, entre el humo y las papas fritas, uno no tiene tiempo para pensar en nada más que no sea sobrevivir.

Ella soltó una risa breve, seca, pero no sin ternura.

—Sí… eso es exactamente lo que siento todos los días.

Pasó una mano por su frente y dejó los anteojos sobre el escritorio.

—La gente piensa que tener un negocio familiar es como vivir en una postal antigua. Una abuela haciendo pasteles, niños corriendo por la cocina, todo huele a pan caliente. Pero no. Es correr detrás de cuentas, de pedidos, de proveedores que te fallan, de hornos que no calientan y meseras que renuncian sin previo aviso.

Tomás asintió. La voz de ella se tornaba más honesta conforme hablaba, como si se permitiera mostrar algo más que la administradora cansada que todos veían.

—¿Y no has pensado en parar? —preguntó él, sin malicia, casi como un susurro.

Laura se quedó en silencio. Luego se reclinó un poco hacia atrás.

—Lo he pensado. Pero ¿sabes qué es lo peor? Que cuando uno hereda algo que ama, a veces se olvida de preguntarse si uno también lo ama. Mi papá comenzó vendiendo hamburguesas en un carrito oxidado, frente al terminal de trenes. Llovía y él estaba ahí, con una lona encima y un par de tablas como piso. Después de treinta años, levantó esto. ¿Cómo podría decirle que quiero parar? ¿Cómo podría decirle que no quiero ser la heredera del sueño que lo desgastó?

Tomás bajó la mirada. Ese tipo de lealtad —la que nace de la gratitud y también de la culpa— le resultaba demasiado familiar.

—A veces seguir adelante también es una forma de amar —dijo finalmente, sin atreverse a mirarla directamente.

Laura lo observó por un segundo más largo que cualquier conversación.

—Eres más maduro de lo que pareces —dijo con una media sonrisa.

—A veces… demasiado —respondió él.

Un silencio confortable se instaló entre ambos.

Laura apoyó los codos sobre el escritorio y se frotó las sienes.

—Me vendría bien una copa de vino —murmuró, más para sí misma.

—Yo paso, gracias —dijo Tomás con una sonrisa ligera.

—Lo sé —asintió ella—. Tienes cara de que prefieres el café amargo.

Tomás rió, bajando la cabeza.

—Puede ser. Aunque últimamente… ni el café ayuda.

Laura se quedó mirándolo, ladeando un poco el rostro.

—¿Tienes alguien con quien hablar? —preguntó de pronto, sin rodeos.

Tomás la miró, sorprendido por la pregunta.

—Depende del día.

Ella asintió, y por un momento pareció querer decir algo más, pero se contuvo. Se inclinó hacia el escritorio y comenzó a ordenar algunos papeles.

—Puedes quedarte el tiempo que necesites. No es fácil encontrar a alguien que trabaje duro y no se queje. Eres como una rareza.

—Gracias… aunque no sé si eso es un elogio o una advertencia.

—Un poco de ambos —respondió ella con una risa genuina.

Tomás se levantó. Ya había comenzado a sentir el peso en los hombros, no tanto por el cansancio, sino por todo lo que arrastraba el día.

—Nos vemos mañana entonces —dijo, camino a la puerta.

—Tomás —lo llamó antes de que saliera.

Él se giró.

Laura lo miró sin sonreír esta vez, con la expresión un poco más seria, un poco más sincera.

—Gracias por volver hoy.

—Gracias por dejarme quedarme.

Y se marchó.

Afuera, la noche era más clara que de costumbre. El frío se metía en los huesos, pero no dolía tanto.

Porque volvía a sentirse útil. Y quizá, un poco menos solo.