El día siguiente amaneció con un gris difuso en el cielo, como si el sol se hubiera quedado dormido tras las nubes. Tomás llevaba el manuscrito bajo el brazo y, en el bolsillo interior de su abrigo, la hoja con anotaciones de Eleonor García ya arrugada, pero valiosa. Mientras subía al bus rumbo al hospital, se preguntó si Delia lo pensaría, si acaso esa noche habría hablado con su esposo sobre la visita de un desconocido que hablaba con honestidad brutal de un pasado enterrado. Tal vez no. Tal vez sí. Pero eso, al menos, ya no estaba en sus manos.
Cuando llegó al hospital, el mismo hedor a desinfectante y comida recalentada lo recibió en la entrada. Caminó los pasillos con paso firme hasta llegar a la habitación del profesor Krikket. Al abrir la puerta, lo vio sentado con la cabeza un poco más erguida que de costumbre, los ojos hundidos, pero abiertos con más lucidez que las veces anteriores.
—Viniste —murmuró el profesor, su voz apenas un hilo áspero—. Me preguntaba si lo harías.
Tomás asintió, dejando el manuscrito sobre la mesa auxiliar. No quiso demorarse.
—Hablé con su hija —dijo con franqueza, y la mención pareció recorrerle el cuerpo como un relámpago.
Krikket lo miró fijamente. Las ojeras se oscurecían bajo sus ojos, y su piel, aunque pegada a los huesos, parecía menos gris que antes.
—¿Te escuchó?
—Sí. Me escuchó. No me prometió nada… pero no lo negó —Tomás bajó la mirada unos segundos—. Al menos sabe que usted sigue aquí, que aún quiere verla.
El profesor cerró los ojos, y un temblor le recorrió los labios.
—Eso… eso ya es más de lo que pensé tener alguna vez —musitó con una emoción que le quebró la voz.
Tomás sintió que un nudo le subía por la garganta. El viejo parecía más humano, más frágil, más real. Como si toda su arrogancia, su soberbia y sus errores hubieran sido arrasados por la culpa… y ahora, por una tenue esperanza.
—Gracias, Tomás —dijo con lentitud—. Gracias por… por permitirme al menos desear el perdón. Si ella me da eso… no pediré más.
No supo qué responder. Solo asintió, sintiendo que cualquier palabra sería insuficiente.
—Voy a buscar un café —dijo finalmente, con una excusa que necesitaba—. ¿Quiere uno?
Krikket sonrió con suavidad, apenas un gesto leve en su rostro huesudo.
—Solo si es de esa máquina espantosa.
Aunque ambos sabían que ese café no llegaría, su enfermedad le impedía beber algo así.
—Ya vuelvo.
Salió del cuarto. Respiró profundo en el pasillo y caminó hacia la máquina dispensadora. Pidió el café más fuerte, con la esperanza de que le despejara no solo el sueño, sino también la niebla que comenzaba a asentarse en su pecho.
Fue en ese momento que la vio: Sofía, caminando hacia la habitación del profesor, abrigada, con su cabello atado en un moño apurado y la mirada cansada, como si hubiera dormido apenas un par de horas. Ella lo vio también, pero su expresión se tensó en cuanto él se acercó. Extendió una mano con discreción, tocando su pecho con las yemas de los dedos, deteniéndolo.
—Uno nunca sabe dónde hay miradas curiosas —susurró, con los ojos recorriendo el pasillo como un radar.
Tomás se detuvo, comprendiendo al instante. No respondió. Solamente bajó la vista y dio un paso atrás.
—Está en mejor estado hoy —le dijo, en voz baja—. Hablamos de su hija. Quizá venga.
Sofía le dio una leve sonrisa, pero sin perder la tensión en la mirada.
—Gracias por decírmelo. Anda por tu café. Yo hablaré con él un momento.
Tomás obedeció, y mientras el pitido de la máquina anunciaba su bebida, la vio entrar en la habitación sin mirar atrás. Apretó el vaso de cartón con las dos manos, no por frío, sino por contener algo más.
Cuando Sofía salió al cabo de unos quince minutos, ya iba con pasos más apresurados. Él se acercó para entregarle el manuscrito, que había dejado en un banco del pasillo envuelto en su funda. Ella lo cogió con ambas manos y lo sostuvo contra su pecho.
Sofía miró a ambos lados del pasillo. Luego, en voz baja:
—Ven conmigo. Vamos a mi casa. Allí podemos hablar… sin miradas curiosas.
Tomás la miró un segundo. Quiso decir algo, pero no lo hizo. Asintió.
Caminaron hasta el estacionamiento, y mientras ella abría el auto, él sostenía el paraguas sobre ambos para evitar una llovizna ligera que había comenzado a caer. Subieron sin decir nada más.
El auto olía a lavanda y papel. Sofía tenía los labios apretados y los dedos tensos sobre el volante, aunque todavía no encendía el motor. Miraba de reojo el manuscrito que había dejado en el asiento trasero.
—¿Cambiaron muchas cosas? —preguntó finalmente.
Tomás giró un poco el rostro hacia ella.
—Solo el final… quería dejarlo sin redención. Pero ya no estoy tan seguro.
Sofía encendió el motor sin mirarlo.
—Tú también estás buscando el perdón, ¿cierto?
Tomás no respondió. A través de la ventana, la ciudad comenzaba a agitarse con su propio ruido. La jornada recién empezaba, pero él ya sentía el peso de todas las preguntas que no sabría contestar.
Y aún así, se sintió un poco más ligero al alejarse del hospital.