El departamento de Sofía permanecía en su inmutable estado de desamparo. Como si el tiempo allí hubiera decidido detenerse, no por quietud, sino por resignación. Había algo en esas paredes desnudas, en los muebles escasos, en el silencio que se extendía como una sombra —algo que gritaba, a su modo sutil, que ella no quería alterar ese abandono. Entraron ambos, ella con la familiaridad de quien se hunde en un lago helado que conoce, y él con la torpeza de quien se deja arrastrar por las tinieblas de otro, aún sabiendo que también tiene las suyas.
Colgaron sus abrigos en la entrada sin decir palabra. El eco de la puerta al cerrarse sonó más fuerte de lo habitual.
—Voy a cambiarme. Ponte cómodo —dijo Sofía con voz neutra, casi ausente.
Tomás asintió y caminó hacia la cocina. Sobre el mesón había una botella de vino vacía, un sacacorchos sin guardar, y una copa con los restos secos del fondo. En el lavaplatos se apilaban un par de platos sucios y otras copas con marcas de dedos y de labios pintados. El agua fría le dolió en las manos cuando empezó a lavar la loza, pero no se detuvo. Era su manera de sentir que podía hacer algo útil en ese lugar tan lleno de derrotas.
Luego abrió el refrigerador. Botellas de vino, un paquete de pollo deshuesado y algunas aguas minerales. Suspiró al ver el contenido. Revisó la alacena. Quedaban apenas un par de paquetes de arroz, dos cebollas y unas papas que ya empezaban a brotar. Todo le parecía una metáfora siniestra de Sofía: sobreviviente, pero a duras penas.
—¿Piensas alimentarme cada vez que vengas? —dijo la voz de Sofía desde la sala.
Tomás se volteó. Ella había salido de su habitación con ropa cómoda: una sudadera gris clara, un pantalón de buzo algo suelto, el cabello suelto aún algo húmedo, y el manuscrito bajo el brazo. Se veía agotada, pero en esa quietud, también extrañamente joven.
—¿Piensas invitarme otra vez? —respondió él, sin dejar de pelar una papa.
—Si sigues portándote como mi padre, comenzaré a pensármelo —dijo, sentándose al otro lado del mesón y dejando el manuscrito frente a sí.
—No era mi intención, pero si el vino es tu única comida… no puedo quedarme quieto.
Sofía chasqueó la lengua y estiró una mano hacia una de las copas recién lavadas.
—No me des lecciones, Tomás. Cuando crezcas lo comprenderás. —Levantó la copa con un gesto irónico—. ¿Me pasas una botella, o piensas prohibirme beber también?
Él sacó el pollo del refrigerador.
—No pienso prohibírtelo. ¿Me harías caso si lo hiciera?
—Obviamente no —abrió el manuscrito, hojeando hasta el final—. Pero es lindo que lo intentes.
—Me preocupo, nada más. No pretendo cambiarte.
—Entonces haz lo que viniste a hacer. Cocina, poeta.
Mientras ella se sumergía en las páginas del manuscrito, Tomás trabajaba en silencio. Puso el arroz a cocer, peló las papas, las cortó en rodajas finas. Después vino la cebolla, que salteó con cuidado hasta que el aroma dulce llenó la sala, desplazando —al menos por un rato— el olor a vino y encierro. Sofía leía lentamente, bebiendo sin apuro, como si se alimentara de las palabras. Y en cierto modo, lo hacía.
Doró las papas, cocinó el pollo con lo poco que tenía a mano. Sirvió los platos sin decir nada. El vino iba por media botella ya.
—Tu comida huele mejor que la de la mayoría de los restaurantes a los que he ido —comentó ella, sin ironía, mientras se acercaba a la mesa.
—¿Eso es un halago o un insulto encubierto?
—Hoy, es un halago —bebió un sorbo más, observándolo por sobre el borde de la copa.
Comieron en silencio algunos minutos. El aroma cálido del arroz y la cebolla los envolvía como un refugio, una tregua. Pero la conversación inevitable llegó.
—Así que cambiaste el final —dijo ella, después de tragar el último bocado.
Tomás asintió sin levantar la vista.
—Sí. Decidí que… que el amor no siempre salva. Pero tampoco tiene que destruir.
—¿Y qué queda entonces? ¿Personajes rotos y confundidos caminando hacia la nada?
—Queda lo humano —respondió Tomás—. Lo verdadero.
Ella se recostó en la silla, mirándolo con una ceja alzada.
—Tienes una fascinación peligrosa por las mujeres destrozadas, Tomás. ¿Lo sabes?
El comentario cayó como un balde de agua helada. Tomás dejó los cubiertos sobre el plato y clavó la mirada en ella. Su expresión era inescrutable, pero su tono no.
—¿Te hace sentir mejor herirme? —preguntó, con calma. Una calma densa, defensiva.
—No —dijo Sofía, poniéndose de pie—. Me hace sentir precavida. Y, por el bien de los dos, más vale que no me hagas entrar en terrenos donde no quiero volver.
Tomás recogió los platos sin responder. Caminó hacia la cocina y empezó a lavar. El sonido del agua corriendo reemplazó las palabras. Sofía volvió con otra botella de vino, la descorchó sin cuidado y sirvió más en su copa.
—¿Y tú? —preguntó él de repente—. ¿Por qué dejaste de escribir?
Ella se detuvo, copa en mano, y lo miró con dureza.
—No te metas ahí. No quiero tener que alejarte.
La frase lo atravesó. No dijo nada más. Solo continuó lavando los platos, uno a uno. Ella bebía en silencio, mirando la nada. El vino le dibujaba sombras en el rostro, como si cada sorbo le quitara una capa de control.
Esa noche, Tomás no insistió. Solo se quedó allí, hasta que ella, agotada por el alcohol, se recostó en el sofá y dejó caer la copa vacía a un costado. La cubrió con una manta y se sentó en el suelo, junto al sillón. Apoyó la cabeza en el borde mullido, mirando el techo. Se dijo que la acompañaría solo hasta que se quedara dormida. Solo un rato.
Pero se quedó allí más de lo planeado, respirando el silencio compartido, como si en ese desorden emocional hubiera un hueco lo suficientemente amplio para que él también pudiera descansar.
La tarde había traído un silencio espeso al departamento, de esos que parecen asentarse sobre los hombros como un manto húmedo. La botella de vino reposaba vacía sobre la mesa, y Sofía, tendida en el sofá, respiraba con la irregularidad del sueño entrecortado. Tomás seguía en el suelo, con los brazos cruzados sobre sus rodillas, observando la sombra irregular del ventilador girar en el techo como un lento péndulo de un reloj sin tiempo.
De pronto, ella se movió. Un giro perezoso del cuerpo, un suspiro que precedía al retorno de la conciencia. Se incorporó con esfuerzo, empujándose con los codos, y se llevó la mano a la frente.
—Necesito… ir a la cama —murmuró, con la voz pastosa, los ojos entrecerrados.
Intentó ponerse de pie. Pero sus piernas titubearon apenas tocó el suelo, como si no recordaran cómo sostenerla. Dio un paso y perdió el equilibrio. Tomás se alzó enseguida y la sostuvo por los brazos.
—No puedes sola —dijo él, en un susurro.
—Estoy bien… —murmuró, pero no insistió cuando él la rodeó por la cintura.
La ayudó a caminar por el pasillo. El contacto era incómodo, cálido, íntimo y, al mismo tiempo, frágil. Como si caminaran sobre hielo muy delgado, con cada paso a punto de quebrarse.
Entraron en la habitación. Un espacio pequeño, desordenado, cargado de una soledad descuidada. La cama deshecha tenía las sábanas arrugadas, como si alguien hubiese dormido y despertado muchas veces sin reparar en el caos. En el escritorio había ropa doblada a medias, un cuaderno abierto con frases sueltas y tachadas. El velador estaba cubierto de papeles, bolígrafos, una copa vacía. Había botellas de agua, cajas de medicamentos sin abrir, y una bufanda arrugada sobre la silla.
Tomás la ayudó a sentarse en el borde de la cama. Sofía lo miró con los ojos entrecerrados, el cabello suelto cayéndole por los hombros, como un río oscuro y desordenado. Le sostuvo el rostro con ambas manos, como si lo necesitara para no desvanecerse del todo.
—Me haces mal estando tan cerca —le dijo, con esa mezcla de ternura y derrota que solo tienen los ebrios honestos—. Deberíamos mantenernos separados… Pero no quiero.
Sus dedos eran cálidos, suaves, temblorosos. Su cercanía le aceleraba el pulso, y sin embargo, no había nada en ella que fuera deseo. Era dolor. Era una súplica silenciosa de no ser abandonada. De que alguien se quedara.
Tomás no dijo nada. Se inclinó y le ayudó a recostarse, deshaciendo parte del nudo de sábanas en el colchón. Luego comenzó, sin pensarlo demasiado, a ordenar un poco el cuarto: recogió la ropa del suelo, cerró el cuaderno sobre el escritorio y lo puso a un lado, dobló la bufanda y la dejó sobre la silla. Sofía lo observaba desde la cama, los ojos abiertos apenas, hundida entre las sábanas como una náufraga arrastrada a tierra firme.
—¿Por qué haces eso? —preguntó, sin fuerza.
—Porque es más fácil respirar cuando las cosas están en su sitio —respondió Tomás, apenas volviendo la vista hacia ella.
Se acercó, le subió las sábanas hasta el pecho y se quedó unos segundos en silencio, mirándola. Era hermosa, incluso así, vulnerable, vencida por su propio cansancio. Pero esa belleza dolía, porque no era una invitación, era una advertencia. Era como mirar la orilla de un abismo y sentir que algo dentro de ti anhela caer.
—Me voy —dijo Tomás, con suavidad.
Ella asintió con lentitud, sin abrir del todo los ojos.
—Ve con cuidado…
Él la miró por un instante más, y sin saber exactamente por qué, se inclinó sobre ella. Depositó un beso en su frente, breve y silencioso, apenas un roce.
Ella no dijo nada. No se movió. Simplemente cerró los ojos con más firmeza, como si ya estuviera dormida… o como si quisiera fingir que no lo había sentido.
Tomás se incorporó y se quedó un momento más, contemplando su rostro. Después, se alejó en silencio, recogió su abrigo del perchero, y salió del departamento sin hacer ruido, como si nunca hubiera estado allí.