Este es mi dolor (parte 11)

El mensaje de Soledad llegó dos días después de aquel sábado. "¿Puedes tomar un café esta semana? Tengo que pedirte disculpas." No hubo explicaciones, ni excusas. Solo esa frase, breve y contenida, como si con eso bastara para abrir una herida con suavidad. Tomás leyó el mensaje en silencio. Pensó en ignorarlo, en dejarlo deslizarse hacia el olvido como tantas cosas… pero no pudo.

Acordaron verse el miércoles. Era el único día en que él no tenía turno en el Big Root. El clima parecía acompañar su ánimo: el cielo encapotado, el aire húmedo, una llovizna que iba y venía con caprichosa constancia.

Tomás llegó al café de siempre un poco antes de la hora acordada. Pidió un café americano y eligió la mesa junto a la ventana, la misma donde habían compartido otras conversaciones. Apoyó los codos sobre la mesa y observó cómo la ciudad se desdibujaba tras el cristal empañado.

El recuerdo del andén vacío, de los dos boletos en su mano y de aquel mensaje que cerraba la esperanza con un cerrojo frío, todavía estaba demasiado fresco. No le había dolido el mensaje en sí, sino el silencio anterior, la falta de explicaciones, la tibieza con la que había sido descartado. Y sin embargo, estaba allí.

Soledad llegó puntual. Su cabello anaranjado contrastaba con el gris de la calle como un incendio que se negaba a apagarse. Vestía con sencillez, pero había en su manera de caminar algo que Tomás no pudo dejar de mirar: la familiaridad, el gesto fácil, la sonrisa casi culpable. Lo saludó con la mano antes de sentarse frente a él.

—Hola —dijo, con un tono que pretendía alegría, pero en su mirada se adivinaba cierta incomodidad.

—Hola —respondió Tomás, intentando no parecer frío, aunque no supo si lo logró.

Ella pidió un chocolate caliente. Mientras esperaban, el silencio entre ellos se estiró como un hilo fino que amenazaba con romperse.

—Sobre el sábado… —empezó ella, removiendo la servilleta entre los dedos—. Me salió algo a última hora. Algo importante, y no pude ir. Lo siento mucho, de verdad.

Tomás asintió levemente, sin mirarla del todo.

—Está bien. A veces pasa —respondió, con una neutralidad ensayada—. No era una obligación.

—No —replicó ella, rápida—, pero igual… yo quería ir. De verdad. Y me sentí terrible después.

Tomás no respondió. Sus ojos estaban fijos en su taza, pero su mente volvía a ese banco de la estación, al tren que partió con un asiento vacío a su lado. No dijo que había comprado los boletos con antelación, ni que la había esperado hasta el último segundo. ¿Para qué? Ella no se lo había pedido. Él era quien se había ilusionado.

Soledad pareció notarlo, y como tantas veces, optó por la salida que mejor conocía: una sonrisa traviesa y algo de ternura.

—Me debes otro viaje. Prometo que al próximo sí voy. Lo juro por mis rizos —dijo, tirándose del cabello como si eso fuera garantía.

Tomás dejó escapar una risa breve, seca, pero sincera.

—Eso sí sería grave.

—¿Qué, que no fuera o que pierda los rizos?

—Ambas.

Soledad se relajó un poco. Dio un sorbo a su chocolate y lo observó por encima del borde de la taza.

—¿Cómo fue todo? ¿Encontraste a la persona que buscabas?

Tomás asintió.

—Sí. Fue difícil… pero valió la pena.

—¿Y estabas solo? —preguntó con falsa inocencia.

Él la miró, no con reproche, sino con una calma que venía de la resignación.

—Sí. Al final, siempre lo estoy.

Soledad bajó la mirada. Por un segundo, sus dedos buscaron los de él sobre la mesa, apenas se rozaron, pero esta vez no se atrevió a tomar su mano, volviendo a su taza como si nada hubiera pasado.

—Sabes… a veces uno no elige estar lejos. Solo… no sabe cómo estar cerca.

—Supongo que es más fácil cuando no hay nada en juego —dijo Tomás, casi en un susurro.

—¿Y si sí hay algo? —preguntó ella, casi sin querer.

Sus miradas se cruzaron entonces. Fue apenas un segundo, pero cargado de todo aquello que ninguno de los dos estaba dispuesto a decir.

Siguieron conversando un rato más. Trivialidades, chistes, anécdotas sueltas. El tipo de conversación que se tiene cuando se quiere evitar una despedida definitiva. Cuando salieron del café, la llovizna había cesado y el cielo mostraba apenas una rendija de luz.

—Gracias por venir —dijo ella.

—Gracias por invitarme —respondió él.

Caminaron unos pasos juntos. Luego se despidieron, sin abrazos, sin promesas. Solo un gesto con la mano y esa mirada a medias que decía "nos vemos pronto" sin saber si sería verdad.

Y mientras Tomás se alejaba, pensó que a veces el cariño era eso: un lugar al que uno vuelve, incluso sabiendo que no lo van a esperar.