Una noche, algunos días después, el ajetreo en Big Root había bajado levemente. Aun así, el cansancio no daba tregua. Tomás había terminado su turno, pero se había quedado ayudando un poco más. Alelí había salido temprano por un dolor de cabeza, y Don Giorgio —aunque orgulloso— había tenido que sentarse un rato. Tomás había visto el temblor leve en sus manos al sujetar la espátula, y aunque el viejo no dijo nada, le pidió que tomara la plancha durante la última hora. Fue la primera vez que lo dejaba al frente de todo.
Eran cerca de las once cuando el local cerró. Laura estaba en la oficina como siempre, pero no había salido ni a agradecer el cierre ni a coordinar la limpieza. Algo le decía a Tomás que algo no estaba bien.
Tocó suavemente la puerta.
—¿Laura? ¿Puedo pasar?
No hubo respuesta. Tomás dudó un instante, pero empujó con suavidad la puerta. Estaba entornada. Al asomarse, la vio encorvada sobre el escritorio, no escribiendo, no haciendo cuentas, sino simplemente… quieta. Su rostro estaba apoyado en uno de sus brazos. Con la otra mano, sostenía una hoja suelta que temblaba apenas entre sus dedos. Era un estado de derrota silenciosa.
—Perdón —susurró Tomás, a punto de cerrar la puerta.
Pero Laura levantó la vista con lentitud. Sus ojos estaban vidriosos, y aunque no lloraba, parecía como si lo hubiera hecho hace poco. Sus mejillas no estaban húmedas, pero había esa hinchazón leve que deja el llanto contenido.
—No te preocupes… ya me voy —dijo, con una voz apagada.
Tomás no se movió.
—¿Estás bien?
Laura soltó una risa breve, sin humor.
—¿Qué clase de pregunta es esa? Claro que no… ¿tú lo estarías?
Tomás no supo qué responder. Ella dejó caer el papel sobre el escritorio. Era una hoja de cálculo impresa, con anotaciones en rojo.
—¿El negocio… va mal? —preguntó con cuidado.
—No tan mal… pero mal como para que no pueda dormir tranquila —Laura se frotó los ojos con el dorso de la mano—. Y lo peor es que no puedo decirle nada a mi papá… él confía tanto en mí… y ya está tan cansado.
Hizo una pausa y, por un momento, pareció más joven. Como si la armadura de la administradora se hubiera caído y debajo estuviera solo una hija que no quiere fallarle a su padre.
—Él solo quiere tener un restaurante pequeño, tranquilo. Lo hace porque ama cocinar, no por dinero… pero yo… yo lo metí en esto. Me empeñé en hacer crecer todo, en convertirlo en algo más grande. Creí que podía con todo. Que era fuerte. Pero no lo soy tanto —admitió, con voz quebrada.
Tomás dio un paso dentro de la oficina.
—Laura…
Ella alzó una mano, como si no quisiera compasión, pero bajó la guardia al instante.
—Y no es solo eso… mi hermano quiere dejar el reparto. Dice que está harto, que quiere tener vida. Alelí está pensando en buscar otro trabajo. Y yo… yo no puedo con todo. Hay días en que me acuesto y no sé si estoy haciendo esto por mi familia… o por mí.
Tomás no dijo nada al principio. Caminó hacia el escritorio y se sentó frente a ella, en silencio. Durante un buen rato, solo se escuchó el zumbido del refrigerador al fondo y la vibración leve de un neón parpadeando en el pasillo.
—¿Puedo decir algo? —preguntó al fin.
Laura asintió, sin mirarlo.
—No sé mucho de restaurantes, ni de deudas, ni de todo eso. Pero sé lo que es vivir con la sensación de que si tú te caes, todo lo demás se viene abajo. Y eso agota. Agota como nada en este mundo.
Ella lo miró entonces. Sus ojos buscaban algo en los de Tomás. Quizá comprensión. Quizá un poco de paz.
—Pero sabes —continuó él—, a veces uno también necesita dejar que otros lleven un poco de ese peso. Aunque sea por un rato. Si no… uno se rompe.
Laura apretó los labios, conteniendo algo.
—¿Y tú, Tomás? ¿Te sientes roto?
—A veces sí… pero cuando estoy aquí, aunque sea lavando platos hasta la medianoche, me siento útil. Y eso ayuda más de lo que creerías.
Una pausa larga. Luego, Laura se inclinó hacia atrás en su silla, respiró hondo y dijo:
—Tienes algo raro, ¿lo sabías?
—¿Raro cómo?
—No sé. Como si tuvieras el alma demasiado vieja para tu edad… o quizá es que eres demasiado honesto —sonrió con ternura, una muy leve, pero real—. Gracias por quedarte. No debiste, pero gracias.
Tomás se encogió de hombros.
—¿Sabes? Creo que estás equivocada. Sí debía quedarme.
Laura desvió la mirada, incómoda con la calidez del momento, como si no supiera muy bien qué hacer con ella.
—Bueno… ya es tarde. Anda, vete a descansar. Yo termino aquí.
—¿Estás segura?
—Sí. Estoy mejor —dijo, y aunque su voz no lo mostraba del todo, sus ojos sí. Brillaban más vivos que hace unos minutos.
Tomás se levantó, pero justo antes de salir, se giró hacia la puerta.
—Mañana puedo venir más temprano, si necesitas ayuda.
Laura levantó una ceja, divertida.
—¿Estás seguro de que no te arrepentirás?
—Eso lo sabré cuando llegue la noche —respondió con una media sonrisa.
Ella rio apenas.
—Hasta mañana, Tomás.
—Hasta mañana, Laura.
Salió de la oficina con paso tranquilo, pero con el corazón latiéndole más rápido de lo normal. No por lo que había pasado… sino por lo que había sentido.
Y en la oficina, cuando Laura se quedó sola, por primera vez en muchos días, pensó que quizás no estaba tan sola como creía.