El día esperado llegó.
Una niebla espesa había descendido durante la noche, cubriendo la ciudad como un sudario. De esas que no solo nublan la vista, sino que mojan la piel con su aliento húmedo y helado, volviendo todo lúgubre, gris, casi mortecino.
Tomás se levantó antes que el sol. Caminó por la casa en penumbras, procurando no hacer ruido. Preparó la comida para su madre y Daniela, que aún dormían profundamente. Lavó los platos de la cena anterior y barrió el pasillo como si al limpiar pudiera también barrer las voces del recuerdo que, desde la madrugada, lo asediaban. Sobre la mesa dejó una nota sencilla, escrita con su caligrafía precisa: "Puede que llegue tarde hoy. Dejé comida en el microondas. Espero que te guste. Nos vemos."
Se abrigó con cuidado. Bufanda, abrigo grueso, guantes en los bolsillos. Afuera, la ciudad era un reflejo roto de sí misma, cubierta por la niebla como si el mundo hubiera sido sumergido en leche. Las calles conocidas parecían haber desaparecido. Todo lo que alguna vez fue nítido ahora estaba velado, escondido detrás de ese manto blanco que lo separaba del resto del mundo.
Tomó un taxi. Cuando le dio la dirección al conductor, su voz salió más grave, raspada, como si le costara usarla. Había pasado parte de la noche hablando en voz baja frente a su pequeño cofre, aquel que escondía los únicos restos tangibles de su madre: una fotografía mordida por el tiempo y un lazo azul para el cabello.
"Solo eso me queda de ti." Había querido repetirle mil cosas. Congelar su rostro en su memoria una vez más. La foto ya no le bastaba. Le dolía no recordar bien el timbre de su voz. Eso era lo más terrible: cómo la muerte desdibujaba incluso los sonidos.
—Llegamos, joven —dijo el taxista.
Tomás parpadeó. Pese a la niebla, el letrero de hierro oxidado no dejaba lugar a dudas: Cementerio General N.º 3.
Bajó del taxi y avanzó por el sendero húmedo. A ambos lados de la entrada, los puestos de flores ofrecían un último respiro de belleza antes del silencio de los muertos. Escogió un ramo de claveles blancos y gerberas rosadas, casi sin pensarlo. Siempre elegía los mismos. No sabía por qué. Quizá porque una vez creyó que su madre los habría amado.
Las pesadas puertas de hierro estaban abiertas de par en par. Al cruzarlas, el mundo cambió otra vez. Los edificios de nichos se alzaban como colmenas grises a cada lado, con sus lápidas de mármol sucias, vencidas por el musgo y la humedad. Las callejuelas angostas estaban flanqueadas por floreros oxidados y velas consumidas. El olor de las flores muertas, del agua estancada, de la tierra mojada… todo hablaba de abandono.
Tomó un balde de agua y un paño. Caminó en silencio por los pasillos hasta llegar al campo abierto, donde las lápidas se desparramaban como un lenguaje olvidado. Algunas eran monumentales, otras humildes. Unas llenas de flores, otras apenas con un nombre. La mayoría olvidadas.
Se detuvo frente a una lápida modesta, sencilla, sin adornos. Como cada vez que llegaba a ella, la espina de la injusticia se le clavó en el pecho.
"Aquí yace: Catrina S. Madre y esposa..."
El mármol era frío, ajado. Tomás se agachó, limpió con cuidado la piedra. Tiró las flores marchitas que él mismo había dejado meses atrás. Lavó la lápida hasta que el gris se tornó blanco, hasta que el nombre volvió a brillar bajo la escasa luz que se filtraba entre las nubes.
Colocó el ramo con cuidado y se sentó en el suelo húmedo, sin importarle la incomodidad. Miró la lápida largamente. Había algo humillante en ese lugar, algo que lo golpeaba como un puño cerrado: su madre merecía más. No esa lápida sin historia, no ese rincón olvidado.
La memoria lo arrastró, sin pedirle permiso, hacia el entierro.
Un día frío. La tierra endurecida. El sacerdote recitando palabras vacías que se perdían en el viento. Su tía lo sostenía por los hombros; él tenía el brazo izquierdo en cabestrillo y la cara marcada por los cristales del accidente. Buscó a su padre entre la gente, pero no estaba. Nunca estuvo. Solo algunas amigas de su madre, un par de vecinos, y los sepultureros que ni siquiera intentaban parecer dolidos.
Y luego, ese sonido.
Las paladas de tierra golpeando la madera del ataúd.
Lo escuchaba todavía. No importaban los años.
—¿Por qué… por qué te fuiste así? —susurró Tomás frente a la lápida—. ¿Por qué, si me haces tanta falta?
Se le quebró la voz. Lo dijo como siempre lo hacía en cada aniversario. Al principio, creyó que con los años dejaría de necesitarlo, que la costumbre lo curaría. Pero no. El dolor no disminuía. Solo aprendía a disimularlo.
Le habló durante horas. A veces con lágrimas, a veces en silencio. Le contó de su trabajo, de su manuscrito, del profesor Krikket, de sus noches de insomnio. Le habló de Soledad y de Laura, de Sofía. Le habló de los errores que no sabía si había cometido. Le habló como quien lanza piedras al mar, sabiendo que no habrá respuesta, pero incapaz de dejar de hacerlo.
Cuando por fin se levantó, sus piernas estaban entumecidas, sus manos frías, y el día ya se apagaba. Se quedó de pie un momento, mirando la lápida una última vez.
—Te amo, mamá —murmuró, con la voz casi rota.
Se giró y comenzó a caminar, encorvado, arrastrando los pies por la grava húmeda. La niebla volvía a levantarse, como si el mundo quisiera tragárselo. Pero no lo hacía. Lo dejaba seguir. Solo, otra vez.
Al volver a casa esa tarde, Tomás sentía que su cuerpo pesaba el doble. Las piernas, entumecidas por la visita al cementerio, apenas respondían. Su abrigo estaba húmedo por la niebla persistente, y el frío parecía habérsele pegado a los huesos.
Cerró la puerta con cuidado, sin hacer ruido, esperando el habitual silencio que envolvía la casa como un eco muerto. Sin embargo, al cruzar el pasillo, se encontró con una imagen inesperada: Amelie, sentada en el sofá del living, envuelta en una manta fina, con un libro abierto entre las manos. Leía en silencio, con la frente levemente fruncida. La lámpara encendida a su lado le daba un aire casi doméstico, como si la casa hubiera vuelto a ser un hogar por un instante.
Tomás se detuvo en seco, sorprendido. Su madre casi nunca estaba en casa los sábados. Era como si evitara a propósito el espacio compartido, buscando excusas laborales para no tener que enfrentar las largas horas de compañía silenciosa.
—¿Ya comiste? —preguntó él con voz suave, sin quitarse aún el abrigo.
Amelie negó con la cabeza sin alzar la vista del libro.
—¿Quieres que te caliente algo?
Entonces ella sí lo miró. Elevó los ojos apenas por encima del borde de las páginas, con ese gesto de quien aún no decide si va a hablar desde la preocupación o desde el reproche.
—¿Dónde estabas?
Tomás no respondió de inmediato. Se quitó el abrigo con lentitud, colgándolo en el perchero de la entrada.
—Fui a visitar a mamá —dijo finalmente, con voz baja.
Amelie cerró el libro con lentitud, marcando la página con un recibo arrugado.
—Estás pasando demasiados días fuera. Si no es el colegio, es ese trabajo. Y ahora… desapareces también en tus días libres.
—Lo siento —respondió él, sin excusas ni evasivas—. En el restaurante necesitan ayuda. No es algo permanente. Solo intento… ayudar.
Amelie se levantó, dejó el libro sobre el sofá y se acercó a él con pasos suaves pero firmes.
—Tú no tienes que ayudar a nadie, Tomás. —Su tono no era hostil, pero sí seco, duro como piedra—. Tú deberías estar estudiando, descansando… no jugando a ser adulto antes de tiempo.
Tomás bajó la mirada. No quería discutir. No hoy.
—Lo sé… —dijo simplemente, y sin más, se dirigió a la cocina.
Calentó la comida que había dejado preparada antes de salir, moviéndose con la rutina ya aprendida de quien conoce cada rincón de la cocina como una coreografía. No preguntó si ella la quería. No hacía falta. A veces, simplemente había que hacer las cosas.
Puso el plato humeante sobre la mesa, y cuando se giró para llamarla, la encontró en el umbral, observándolo.
No dijo nada. Él tampoco.
Y entonces, sin pensarlo demasiado, con el pecho todavía estrujado por el peso del día, se acercó a ella.
Amelie retrocedió un paso, como siempre hacía. La distancia entre ellos había crecido tanto en los últimos años que cualquier gesto de cercanía parecía una ofensa. Pero Tomás no se detuvo. Acortó la distancia y, antes de que ella pudiera esquivarlo, la abrazó con fuerza.
El contacto fue torpe, incómodo. Por un momento, Amelie quedó rígida, sin saber cómo reaccionar. Sus brazos colgaban a los costados, como si no supiera qué hacer con ellos. Pero luego, muy lentamente, uno de sus brazos subió, tembloroso, y le rodeó la espalda con una lentitud casi dolorosa.
Tomás cerró los ojos. No dijo nada. No necesitaba palabras. En ese instante, solo deseaba recordar cómo era abrazarla sin que algo doliera. Recordó aquellos días lejanos en que ella le servía chocolate caliente, cuando aún había risas entre ellos, cuando su mundo se sentía seguro.
Ella fue, durante mucho tiempo, su refugio. Su luz. Y por más que se lo negara, por más que el silencio se hubiera interpuesto entre ambos, seguía siendo su madre.
—Gracias… —susurró él apenas, contra su hombro.
Ella no respondió, pero su brazo se apretó apenas un poco más.
Cuando se separaron, sus miradas no se encontraron del todo. Como si ambos tuvieran miedo de sostener el contacto por demasiado tiempo. Se sentaron a la mesa y comenzaron a comer en silencio.
Pero esta vez, el silencio no era incómodo.
Comieron sin decir mucho, solo los sonidos suaves de los cubiertos y del vapor escapando del arroz llenaban el comedor. No hacía falta hablar. A veces, las heridas no se curan con palabras, sino con gestos.
Y ese, por pequeño que pareciera, fue uno de esos gestos.
Cuando terminaron de comer, Tomás recogió los platos y comenzó a lavarlos. Amelie no lo detuvo.
Ella volvió al sofá, retomó su libro, pero ya no lo abrió. Se quedó sentada, observando el rincón vacío frente a ella, donde antes había una fotografía familiar. No supo cuánto tiempo pasó así, ni si Tomás la vio, pero en el fondo de su pecho, algo que llevaba mucho tiempo dormido, pareció moverse apenas, como un suspiro olvidado.
Tomás, desde la cocina, no la interrumpió. Pero al terminar de lavar, la miró de reojo. Por primera vez en mucho tiempo, el hogar parecía tener una grieta por donde podía colarse la calidez.
Y eso, por ahora, era suficiente.