Amelie cerró la puerta de su habitación con lentitud. No había necesidad de hacerlo con sigilo, pero lo hizo igual, como si el sonido de la madera encontrando su marco pudiera alterar el frágil equilibrio que quedaba en la casa. Se apoyó con la espalda contra la puerta y cerró los ojos. Sus manos aún estaban tibias. Aún sentía, contra su pecho, el leve peso de los brazos de Tomás. Un niño ya no, y sin embargo… todavía con los ojos de ese niño al que una vez prometió cuidar.
Inspiró hondo. El aire de su pieza era frío, estancado. No había abierto las cortinas en días. La cama sin hacer, la ropa sobre la silla, el cajón con papeles que nunca quiso leer del todo. Todo estaba como ella lo había dejado. Todo, menos ella.
Caminó hasta el borde de la cama y se sentó. Se miró las manos. La izquierda le temblaba ligeramente. Siempre había sido así, cuando algo la desbordaba. Cuando el mundo, aunque fuera por un instante, dejaba de estar bajo su control.
"¿Por qué ahora?", se preguntó en silencio. "¿Por qué me abrazó así… como si todavía creyera que yo puedo darle algo?"
Se frotó el rostro con ambas manos y dejó escapar un suspiro largo, casi exasperado. Había pasado años evitando ese tipo de contacto. No porque no lo necesitara —Dios sabía cuánto lo necesitaba—, sino porque tenía miedo. Miedo de abrir esa puerta otra vez. Miedo de que todo lo que había contenido, sepultado, domesticado con esfuerzo, volviera a salirse de cauce. Porque amar a alguien, cuidar a alguien, significaba también tener que responder por los errores. Y ella ya había cometido los suyos.
"Él no lo entiende", pensó. "No sabe cuántas veces me he reprochado no haber sido suficiente para él… ni para nadie".
Se recostó sobre la cama sin desvestirse, sin buscar siquiera la manta. El frío le caló la espalda, pero no le importó. Miró el techo por largo rato, como buscando un punto donde fijar la mente para no pensar. Pero pensar era inevitable. El abrazo de Tomás no era solo un gesto físico: era un reproche mudo. Un "todavía estoy aquí". Una súplica disfrazada de cariño.
Y ella, cobarde como tantas veces se llamó a sí misma en su fuero más íntimo, no supo qué hacer. Solo respondió tarde. Solo correspondió a medias. Solo se dejó tocar por esa parte de su maternidad que aún respiraba en algún rincón escondido de su pecho.
—Lo arruiné —susurró al techo, como si pudiera oírla alguien.
No supo si hablaba de su vida, de su relación con Tomás, de su matrimonio fallido, de todo junto. El silencio se tragó sus palabras.
Cerró los ojos. Y por primera vez en mucho tiempo, dejó que una lágrima le deslizara por la mejilla sin limpiarla. No era llanto, no del tipo violento y desbordado que arrebata el pecho. Era apenas una grieta. Un pequeño deshielo en el muro que ella misma se había construido.
Tomás la seguía queriendo, a pesar de todo. Y eso dolía. Porque no se sentía merecedora de ese afecto. Porque el mundo que había construido no tenía espacio para redenciones. Solo para resistencias.
Se giró de lado, mirando la pared desnuda. Mañana todo seguiría igual. Seguiría siendo esa mujer parca, inalcanzable, la figura materna incompleta. Pero esa noche… esa noche, había recordado que todavía era capaz de abrazar.
Y que su hijo —su hijo no de sangre, pero sí de vida— todavía necesitaba algo de ella. Quizá solo un poco más de tiempo. Quizá solo el permiso para volver a llamarla "mamá", aunque fuera en silencio.
Y quizás, solo quizás… aún quedaba tiempo para reconstruir algo entre ellos.