Este es mi dolor (parte 14)

Al anochecer, Tomás decidió no ir al hospital al día siguiente. Aunque era parte de su rutina semanal, prefirió no hacerlo, pensando que si Delia, la hija del profesor Krikket, había decidido visitarlo, aquel reencuentro merecía toda la intimidad posible. Interrumpirlo sería una falta de respeto. Lo sabía por experiencia: había momentos en la vida que debían vivirse sin testigos, sin terceros que diluyeran su intensidad.

Encendió la lámpara de su escritorio, repasó el manuscrito una vez más, deslizando los dedos por las páginas ya corregidas. Faltaba poco para que cerrara el plazo del concurso de la editorial Élan, y aunque tenía prácticamente todo listo, algo en su interior lo mantenía inquieto, como una astilla alojada entre los pensamientos.

No pudo ignorar la sensación. Tal vez era culpa. No por lo que había hecho, sino por cómo lo había dicho. Soledad no merecía su frialdad de los últimos días. Por más que no se atreviera a decirlo abiertamente, él se había sentido herido. Pero no era razón para tratarla con distancia. Se repetía que eran amigos, que ella siempre lo dejaba claro, y por más que aquello le pesara, tenía que respetarlo.

En vez de escribir un mensaje —como solía hacer—, cogió el teléfono y marcó. Lo hizo con rapidez, como quien se lanza al agua sin pensarlo demasiado. El tono sonó un par de veces hasta que la voz de Soledad llenó el auricular.

—¿Tomás? Esto sí que no me lo esperaba. ¿Qué pasó? ¿Me extrañaste?

Él sonrió, apoyado en el marco de la ventana, mirando la noche empapada de neblina.

—Claro… quería escuchar tu voz.

—Oh… qué bien —rio, nerviosa, como si no esperara esa respuesta en lo absoluto—. Todavía me siento un poco culpable. ¿Qué puedo hacer para compensarte?

—No te preocupes por eso, ya pasó —quiso sacarla del paso, dejar atrás esa conversación—. En realidad quería invitarte a almorzar mañana. ¿Tienes tiempo?

—Por supuesto. Pasa a buscarme a la peluquería. Ya va siendo hora de que te arregle ese cabello —bromeó con dulzura.

—¿Segura?

—Claro, si no me demoro nada contigo. Te estaré esperando. Llega temprano.

—¿A qué hora te acomoda? Ya sabes que suelo levantarme antes que el sol.

—A las diez —dijo, sin dudar.

—Ahí estaré.

Hubo un silencio breve al otro lado. Soledad dudó unos segundos antes de hablar.

—Gracias por llamar… siempre te adelantas a lo que quiero. En realidad, estaba pensando en llamarte, pero no me atreví.

—¿Tú no te atrevías a llamarme?

—Oye… yo también me avergüenzo a veces. Sobre todo si es mi culpa —añadió en voz baja.

Tomás rió, aliviado, como si una tensión interna se hubiera aflojado finalmente.

—No pasa nada. Dejémoslo en el pasado, ¿te parece?

—Me parece perfecto. Gracias por llamar —repitió con una suavidad que lo conmovió.

—Nos vemos —dijo, y colgó.

A la mañana siguiente, la niebla todavía flotaba entre los árboles y tejados cuando Tomás llegó a la peluquería. El letrero azul con letras blancas que decía "Salón de Belleza Sole" titilaba levemente, como si también despertara con pereza.

Entró. Un par de clientas esperaban sentadas, hojeando revistas. Soledad se encontraba de pie, lavando el cabello de una señora mayor con una amabilidad tan natural que a Tomás le pareció verla en otro mundo. Cuando lo vio, alzó la mirada y le sonrió como si no pasara un solo día sin verlo.

—¡Justo a tiempo! —dijo, con las manos enredadas en el cabello enjabonado de la mujer—. Dame diez minutos y eres mío.

Tomás se sentó en una de las sillas frente al espejo. Observó su reflejo mientras escuchaba a Soledad conversar con la clienta, bromear, aconsejarle un corte más ligero. No era un lugar lujoso, pero tenía calidez, ese tipo de calidez que uno encuentra en los lugares donde la gente realmente quiere estar.

Cuando terminó con la clienta, Soledad le hizo un gesto para que se sentara frente al lavacabezas.

—Vamos, tu melena no se va a desenredar sola.

Tomás se dejó hacer. Cerró los ojos mientras ella le mojaba el cabello. Sus dedos recorrían su cuero cabelludo con una mezcla de fuerza y ternura. En algún momento, él pensó que podría quedarse dormido ahí mismo.

—Estás muy tenso —murmuró.

—Últimamente todo me tensiona.

—Eso es porque vives encerrado en ti mismo —le respondió con tono divertido.

—Y tú sigues hablando como si fueras psicóloga.

—Me gusta diagnosticar —rió.

Una vez terminado el corte —rápido, limpio, con un ligero toque al frente que lo hacía parecer mayor, o más despierto—, salieron a almorzar a un pequeño local de empanadas al final de la calle. Se sentaron junto a la ventana, y el vapor del té que pidieron empañó el vidrio.

—¿Vas a contarme qué hiciste esta semana o tengo que rogar? —preguntó Soledad mientras partía su empanada en dos.

—Mucho estudio y trabajo, sí, estoy en otro trabajo, es una locura la verdad. —admitió, encogiéndose de hombros.

—¿Y vale la pena?

—Por el momento, lo vale. —murmuró, sin mirarla directamente.

Ella guardó silencio unos segundos, lo observó, con una de esas sonrisas casi invisibles que eran más una caricia que un gesto.

—Me gusta que luches por algo. Siempre estás avanzando, sin importar qué.

Tomás desvió la mirada hacia el exterior, donde el cielo aún estaba cubierto de niebla.

—¿Y tú por qué luchas, Soledad?

Ella se mordió el labio y bajó la vista hacia su taza.

—Yo… por no decepcionarme a mí misma, supongo.

Las palabras quedaron flotando. No necesitaron añadir nada más.

Comieron tranquilos, sin mencionar relaciones, ni lo que había pasado, ni lo que no habían dicho. Soledad hablaba del trabajo, de su abuela que le mandaba mensajes de voz larguísimos, de un gato que no era suyo pero que dormía en la entrada del local todas las noches. Y Tomás la escuchaba con esa media sonrisa suya que no siempre mostraba, como si tuviera miedo de parecer demasiado feliz.

Cuando terminaron, Soledad lo miró con complicidad.

—Oye… este fue un buen almuerzo.

—¿Sí?

—Sí. La próxima te invito yo, ¿te parece?

—Perfecto —respondió, sin dudar.

Pagaron y salieron del local. La niebla, por fin, comenzaba a disiparse.