Delia Krikket se quitó el cinturón de seguridad con manos temblorosas. Ya había llegado. Estaba en el estacionamiento del hospital que aquel muchacho —Tomás, recordaba ahora con cierto esfuerzo— le había indicado. No podía apartar de su cabeza la intensidad con la que él le había hablado. Pocas veces alguien la había mirado así, con esa mezcla de dolor ajeno y esperanza prestada.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? —preguntó su esposo, con la voz serena pero evidentemente preocupada.
Delia le sonrió con ternura forzada, intentando que sus labios no delataran el vértigo que sentía. Asintió apenas.
—Sí, tranquilo. Quizá vuelva pronto —abrió la puerta del auto con lentitud—. Te amo.
—Yo también —respondió él, sin moverse del asiento, observándola mientras bajaba.
Cerró la puerta y se quedó unos segundos mirando el edificio del hospital como si fuera una montaña que debía escalar sin equipo ni guía. El aire frío de la mañana le cortaba la piel, la ropa no era abrigo suficiente para la corriente gélida que le rozaba el rostro. Pero no era el clima lo que le helaba la sangre: era el paso del tiempo. El momento que había postergado toda su vida había llegado. Y estaba sola.
Al cruzar las puertas del hospital, la sombra que la había perseguido durante años se volvió más densa. Las paredes blancas, el olor a desinfectante, el murmullo constante de voces apagadas y pasos de enfermeras, todo le pareció irreal, como si caminara dentro de un sueño que, sin embargo, dolía.
—Buenos días, busco a Emanuel Krikket —dijo en recepción, su voz trémula como si cada palabra le costara arrancársela al pecho.
La recepcionista levantó la vista tras acomodarse los anteojos. La observó un momento.
—¿Es usted familiar?
Delia vaciló. Tragó saliva. Se mordió el labio, avergonzada, pero finalmente respondió:
—Soy su hija… Delia Krikket. ¿Necesita alguna identificación?
La mujer negó con una sonrisa amable.
—No es necesario. Es día de visitas. Fuera de horario solo dejamos pasar a familiares. Habitación quinientos dos. Al final del pasillo, tome el ascensor a su derecha.
—Gracias…
Delia avanzó con pasos inciertos. El eco de sus tacones sobre el suelo de baldosas le martillaba el cráneo. Cuando llegó al piso indicado, el aire se volvió más espeso, más denso. Sus piernas flaquearon. Tuvo que sentarse en una banca contra la pared para no desplomarse.
Una enfermera se acercó con gesto preocupado, pero Delia solo pudo alzar la mano y susurrar: "Estoy bien". Y era verdad. Estaba viva. Estaba consciente. Pero todo dentro de ella se tambaleaba.
Respiró profundo. Una. Dos veces. Se levantó.
Frente a la puerta de la habitación quinientos dos, se detuvo. Apoyó la mano contra la pared, como si el concreto pudiera sostenerla. Cerró los ojos. No había forma de estar preparada para lo que iba a ver. Pero era ahora o nunca.
Empujó la puerta.
El primer golpe fue visual. El hombre en la cama, envuelto en sábanas blancas, era apenas una sombra de quien había sido. El rostro hundido, la piel pegada a los huesos, los ojos apagados. Pero aun así… ahí estaba. Emanuel Krikket.
Sus miradas se cruzaron.
Delia sintió que el aire le abandonaba el cuerpo. Palideció aún más. Emanuel intentó esbozar una sonrisa. Le hizo un gesto, tembloroso, para que se sentara.
—Gracias por venir… —dijo, la voz débil, pero clara—. Uno de mis alumnos fue a verte.
—¿Lo envió usted?
El tono de Delia fue duro, a la defensiva.
—No. Pero que lo haya hecho me dio… la oportunidad de verte una última vez.
Ella caminó lentamente hacia el banquillo junto a la cama y se sentó. Encogida. Como si el mundo se le cayera encima. No dijo "hola". No preguntó por su salud. Solo dejó caer, como una piedra en el agua:
—¿Por qué me abandonaste?
La pregunta no era nueva. La había formulado muchas veces, en su cabeza, en sus sueños, frente al espejo, incluso en medio de la noche, susurrándola en la oscuridad. Pero esa vez, por fin, la pronunció frente a quien debía oírla.
Emanuel bajó la mirada. Cerró los ojos como si una corriente helada le hubiese atravesado el alma.
—Fue una de las peores decisiones que tomé en mi vida… —dijo al fin—. ¿Quieres escuchar mi historia?
Delia dudó. Pero asintió. Había venido a eso, aunque su corazón no supiera cómo resistirlo.
—Me marché porque pensé que ya no podía hacerles más daño. No era una decisión noble, ni valiente. Fue una fuga. No soportaba verme en los ojos de tu madre, ni en los tuyos. Me sentí… hueco. Fracaso. Y la vergüenza se volvió costumbre.
Hizo una pausa. Su respiración era pesada. Se le notaba el dolor en cada palabra.
—Después, cuando quise regresar, ya había pasado demasiado tiempo. ¿Cómo enfrentar todo lo que había roto? Me convertí en un cobarde funcional… vivía, pero no vivía. Y tú… creciste sin mí.
Delia sintió la ira retorcerse en su pecho.
—¿Y crees que eso basta? ¿Crees que puedo perdonarte solo porque estás enfermo?
—No. No puedo a suplicar por lástima. No espero redimirme. Solo quiero decirte que lo lamento… por si acaso eso significa algo.
—No puedes pedir perdón como si fuera un derecho automático. Yo viví preguntándome todos los días por qué no volviste. ¿Entiendes eso? ¿Qué clase de padre huye así? —Tomó aire con dificultad —Te necesité demasiadas veces, pero nunca estuviste, ni llamaste, no enviaste una carta, nada… simplemente desapareciste mientras te esperaba, hasta que dejé de esperarte. —la rabia marcó en sus manos empuñadas con fuerza.
Emanuel apretó los labios. Bajó la mirada.
—Tienes razón. No soy digno del perdón. No lo merezco. Pero si este encuentro sirve para que tú puedas decirme todo eso… si te ayuda, aunque sea un poco, entonces estoy agradecido de que estés aquí.
Delia no respondió de inmediato. Sus labios temblaban. Miró a su padre largo rato. No lo iba a perdonar. No entonces. Tal vez nunca. Pero en lo profundo de sí misma… siempre lo había esperado.
—No te perdono, Emanuel. No lo haré solo porque lo pidas. O porque estés así. Pero quería verte, aunque solo fuera una vez —susurró.
Y entonces, él lloró. No con escándalo. No con gritos. Sino con esa clase de llanto que solo tienen los arrepentidos que llegaron tarde. Delia no lo consoló. No lo abrazó. Pero tampoco se levantó para marcharse.
Se quedó.
Y para Emanuel Krikket, eso ya era más de lo que había merecido.