El timbre sonó con la picadura metálica de un punzón clavado en hielo, rompiendo la quietud del departamento. Sofía se levantó con desgano, dejando su copa de vino a medio vaciar sobre el mesón de la cocina, justo al lado del manuscrito de Tomás, que yacía abierto, como si hubiese estado respirando solo.
Caminó lentamente hacia la puerta. No dudó al abrirla.
—Llegaste a tiempo —dijo con un tono amable, aunque su voz arrastraba un cansancio suave, melancólico. Sus ojos se posaron en las bolsas que él llevaba—. ¿De verdad tenías que hacerlo?
—Gracias por invitarme... supongo. Qué cálida bienvenida —replicó Tomás, cerrando la puerta tras de sí.
Sofía le ayudó con el abrigo, con un gesto automático, casi íntimo, y murmuró sin mucha convicción:
—No tienes que alimentarme cada vez que vienes. No soy una niña.
Tomás se acercó a su rostro más de lo necesario. El aliento del invierno todavía le enfriaba la piel.
—Pues no deberías empezar a beber tan temprano —susurró con una sonrisa que desafiaba y protegía al mismo tiempo.
Sofía se ruborizó, retrocediendo apenas.
—¿Estás en fase bromista ahora? —replicó, volviendo a su copa como si la necesitara para armarse.
—¿Y tú en fase adolescente rebelde? —Replicó él, mientras dejaba las bolsas sobre el mesón y comenzaba a sacar los ingredientes—. ¿Se te olvida que eres mi profesora?
—Tú no me dejas olvidarlo —replicó ella, con una media sonrisa—. Aunque si cuidaras de ti mismo, me sería más fácil mantener la distancia.
—Tú tampoco eres un gran ejemplo —respondió Tomás, sacando un paquete de carne y mostrándoselo—. Guiso de ternera. Con el frío que hace, tu cuerpo lo va a agradecer.
—Eso espero. Hoy tengo hambre.
—No va a ser rápido —advirtió mientras encendía la hornilla.
—Mientras haya vino, puedo esperar pacientemente —dijo Sofía, alzando su copa.
Tomás suspiró y comenzó a cortar la carne.
—¿Qué opinas? ¿Te gusta más ahora el libro?
Sofía cerró el manuscrito y lo acarició con la yema de los dedos.
—Me gusta. En serio. Pero deja un sabor amargo, como un vino viejo, espeso… triste. No creo que sea el tono adecuado para un concurso juvenil.
—No podría escribir algo distinto. No ahora.
—¿Triste por algún motivo? ¿Alguna compañera te rompió el corazón? —preguntó con una sonrisa inquisitiva, aunque ya intuía la respuesta.
—No —respondió sin levantar la vista—. Ayer fue el aniversario de la muerte de mi madre. Quizá por eso el tono… oscuro.
Sofía asintió. Ese dato le aclaraba muchas cosas. No dijo nada más por respeto, pero su rostro se suavizó.
—¿Sabes que leer un libro de alguien es como hurgar en su alma?
Tomás alzó la mirada.
—¿Por eso no me dejas leer el tuyo?
Sofía dejó la copa sobre la mesa, fingiendo que le importaba poco.
—¿Tan a la defensiva, tan pronto?
Tomás pelaba cebollas con gesto neutro.
—Sé a dónde quieres ir con esto. Y tienes razón. Me expongo contigo. Pero tú… tú siempre estás escapando.
—¿Por qué querrías leer algo de alguien que ya no puede escribir sin arrepentirse de cada línea?
—Porque quiero conocerte. Eso debería ser suficiente.
Sofía bajó la mirada, y por un segundo pareció que la tristeza le ganaba. Tomás aprovechó el silencio para continuar con la preparación.
La carne comenzó a chisporrotear. Sofía se volvió hacia él.
—Los escritores esconden sus deseos en lo que escriben. En tu caso, tus carencias se sienten a flor de piel.
—¿Carencias? Ilústrame —respondió él, removiendo las verduras con el cuchillo.
—Tu historia es una súplica de amor. Una larga carta dirigida a nadie. Nadie responde. Ni siquiera los personajes se salvan. ¿Quieres que diga que no me di cuenta?
—¿De verdad piensas que soy tan cruel como para castigar a mis personajes por mi tristeza?
—No cruel. Solo… herido. E inevitablemente, todo lo que tocas se tiñe con eso.
—Gran diagnóstico, doctora —replicó Tomás, volviendo a poner la carne en la olla—. Supongo que eso me convierte en un dios roto.
—Justamente. Un dios roto solo puede crear criaturas rotas. Y eso tiene algo de belleza… aunque sea una belleza triste.
—Quizá por eso me dejas venir.
—Quizá —respondió Sofía, girando la copa entre sus dedos—. Pero no deberías ponerme a prueba.
—¿Es injusto decir que me dejas entrar, pero no quedarme?
—¿Quieres irte?
—No. Ya estoy acostumbrado a tus ofensas. Eres como alguien que ama el vino pero odia la resaca.
Sofía se quedó en silencio. Por un instante largo. Había una grieta en su fachada, una sombra bajo los ojos. Tomás la observó.
—¿Te ofendí?
—No. Bueno… sí. Pero no importa. Supongo que hago que vengas por razones egoístas. Que cocines, que me hables, que me distraigas de mí misma. ¿Eso me hace un mal adulto?
Tomás sonrió, con un dejo de ternura.
—Uno pésimo. Pero eres mi pésimo adulto favorito.
Sofía rió, con una risa genuina, de esas que duelen en la cara porque hace tiempo que no aparecen.
—Salud por eso.
—Falta poco —dijo Tomás, echando los tomates triturados y las arvejas a la olla. Condimentó y tapó—. ¿Revisamos el manuscrito?
—Eso estaba pensando —dijo ella, tomando otra copa limpia y comenzando a servir vino como si la noche recién empezara.
Afuera, la noche caía con sigilo. Y dentro del departamento, la intimidad entre ellos se sentía cada vez más tibia, más peligrosa.
Un lugar donde se herían, se alimentaban, y se sostenían sin saberlo.
La comida estuvo lista en poco más de media hora. El aroma del guiso de ternera impregnaba cada rincón del departamento, y por un momento, hizo parecer que ese lugar abandonado, con sus muebles esqueléticos y sus muros desnudos, era en verdad un hogar.
Sofía sirvió dos copas más mientras Tomás repartía la comida en los platos y los dejaba sobre la mesa, una simple mesa cuadrada que parecía más un puesto de trabajo que un espacio para compartir. Aun así, comieron en silencio durante unos minutos, sin decir nada, como si el acto mismo de comer juntos dijera suficiente. Sofía, aún con la copa en la mano, suspiró luego del primer bocado.
—Sabes que esto… es mejor que el servicio de varios restaurantes, ¿cierto?
—Lo sé, pero gracias por repetirlo —dijo él, mientras mojaba un trozo de pan en la salsa espesa.
—A lo mejor deberías dejar lo del libro. Ser chef no está nada mal.
Tomás la miró con una sonrisa ladeada.
—Y tú deberías dejar de enseñarme a escribir y dejarme leerte, al menos para tener una opinión justa.
—Touché —respondió ella, levantando su copa a modo de brindis—. Eres cada vez más insolente.
—Solo cuando estás ebria.
—Yo no estoy ebria… —balbuceó, aunque la dificultad para enfocar el tenedor la traicionaba— solo… cálida.
Después de comer, Sofía se recostó en el sillón, con el manuscrito apoyado sobre su regazo como si fuera un gato dormido. Tomás recogió los platos, lavó la loza con la familiaridad de quien ya conocía cada rincón de esa cocina, y luego volvió al salón, donde ella hojeaba distraídamente la última página del manuscrito por enésima vez.
—¿Te lo digo ahora o prefieres que lo anote con rojo? —preguntó ella, señalando una línea mal estructurada.
—Si lo dices, lo anoto —respondió él, tomando el lápiz que había dejado a un lado del sillón.
Corrigieron en conjunto, en medio de risas ocasionales, apuntes serios y pequeñas ironías. Sofía se inclinaba cada vez más hacia un lado, como si el sueño comenzara a empujarla lentamente hacia el abandono.
—Ya no tienes remedio —murmuró Tomás, viéndola luchar por mantener los ojos abiertos.
—¿Y tú sí? —balbuceó ella, tambaleándose al ponerse de pie—. Creo que… iré a acostarme.
Pero al dar el primer paso, su cuerpo vaciló, sus piernas le jugaron una mala pasada, y estuvo a punto de caer de no ser porque Tomás reaccionó al instante, sujetándola con ambos brazos.
—Ya no puedes seguir así, Sofía —dijo, con voz baja, cansada, mientras la acomodaba entre sus brazos.
—No empieces a sermonearme otra vez… —protestó ella, sin fuerza real—. Ya me aburrí de los adultos funcionales.
—Y yo me cansé de verte destruirte así —susurró él, mientras la guiaba con cuidado por el pasillo hasta su habitación.
La habitación estaba igual que siempre: desordenada, con ropa sobre el escritorio, libros apilados en una esquina, sábanas a medio caer de la cama. Tomás la sentó con cuidado en el borde del colchón y comenzó a ordenar lo mínimo: recogió la ropa, la dejó sobre una silla, colocó las almohadas en su sitio, tiró del cubrecama.
Sofía lo observaba en silencio, su mirada oscura entrecerrada por el sueño, pero atenta.
—Tomás… —musitó, apenas audible.
Él se acercó para cubrirla con las sábanas, y cuando iba a girarse para salir, ella alzó un brazo con esfuerzo, apuntando con el dedo hacia su frente.
—¿No me vas a besar esta vez?
Tomás se detuvo. Durante un segundo su rostro se congeló, atrapado en ese instante como un niño con la mano en el frasco de galletas. Sintió cómo el aire se volvía más denso, cómo su garganta se cerraba, pero no retrocedió.
Volvió sobre sus pasos, se inclinó despacio, cuidando no leer más de lo necesario en sus palabras. Depositó un beso suave sobre su frente, un roce cálido que olía a jabón, vino y ternura contenida.
—Descansa, Sofía. Quedó comida para un par de días. Por favor, aliméntate. Estás demasiado delgada.
Sofía sonrió con los ojos casi cerrados. Una sonrisa débil, traviesa, quebrada por el sueño.
—Sí, papá. Gracias.
Tomás se detuvo un segundo más, mirándola en la semioscuridad, pensando que jamás la había visto tan frágil como esa noche. Luego, salió en silencio, cerrando la puerta con cuidado.
Y el eco del beso, sin saberlo él, quedó flotando en la habitación mucho más tiempo que sus pasos en el pasillo.