La tarde había comenzado con una brisa suave, de esas que no hacen daño pero sí obligan a cerrar un poco el abrigo. El cielo estaba despejado y la ciudad, como si también se sintiera aliviada de la semana, había cobrado un aire apacible. Tomás y Soledad caminaban por el centro sin rumbo fijo, una costumbre que estaban construyendo poco a poco, como quien arma una torre de cartas sin querer admitir que es frágil.
—¿Te has fijado? —dijo Soledad, mirando de reojo una vitrina decorada con luces de neón y maniquíes de expresiones imposibles—. Nadie en el mundo se ve así, pero ahí vamos, creyendo que algún día nos vamos a ver así de… perfectos.
—Yo ya me veo así —replicó Tomás con fingida altanería, señalando su reflejo en el vidrio—. Solo que el mundo aún no está listo para aceptarlo.
—Ah, claro. Debe ser difícil cargar con tanta belleza —dijo ella, girando sobre sus talones con teatralidad—. Ven, entremos aquí. Quiero probarme algo.
Tomás no tuvo tiempo de protestar. Soledad ya lo había arrastrado al interior de la tienda, entre percheros y alfombras mullidas, entre aromas de telas nuevas y luces artificiales demasiado blancas. Ella parecía en su hábitat natural, como si pudiera reinventarse con cada blusa, cada vestido que descolgaba con cuidado calculado.
—¿Qué opinas de este? —preguntó, mostrándole una chaqueta corta de cuero—. ¿Muy "asalto a banco en motocicleta", o más bien "misteriosa chica con pasado turbio"?
—Diría que más lo segundo, pero igual me preocuparía si empiezas a salir en moto con lentes oscuros.
Ella rio y desapareció tras el probador, dejando a Tomás con las manos en los bolsillos y la incomodidad de no saber dónde mirar. Cuando Soledad reapareció, llevaba la chaqueta puesta, y sus mejillas ligeramente encendidas por la emoción.
—¿Y ahora? ¿Me ves y piensas en "problemas"?
Tomás la miró unos segundos más de lo necesario. El cuero negro resaltaba sus ojos claros, su cabello anaranjado caía sobre los hombros con despreocupada gracia.
—Sí —dijo con una sonrisa suave—. Pero de los que uno quiere tener cerca.
Soledad bajó la mirada un instante, la chaqueta aún abierta, como si ese comentario le hubiera dado un poco de frío. Luego, como siempre, eligió cubrir la incomodidad con un gesto juguetón. Se acercó a él y le metió un dedo por el cuello del abrigo.
—Cuidado, poeta. No vayas a enamorarte. Esto es solo práctica, ¿recuerdas?
—Claro —respondió él, tragando saliva—. Solo práctica.
Salieron de la tienda sin que Soledad comprara nada. Caminaban uno junto al otro, sus pasos sincronizados sin proponérselo. Ella hablaba de cualquier cosa, de una clienta que le había gritado en la peluquería, de una serie que estaba viendo, de su hermana menor que quería escaparse con un músico callejero. Pero de vez en cuando, entre frase y frase, lo miraba de reojo.
El sol comenzaba a bajar, tiñendo la ciudad de tonos dorados. Las sombras se alargaban entre los edificios, y los faroles encendidos le daban al paseo una sensación de tiempo suspendido.
—Tomás… —dijo ella de pronto, sin verlo—. ¿No te pasa que a veces algo que empezaste en broma se empieza a volver demasiado real?
Tomás la miró de perfil. La forma en que hablaba, como si se dirigiera al aire y no a él, delataba que la pregunta no era del todo inocente.
—Sí —respondió con voz queda—. Me pasa todo el tiempo últimamente.
Soledad se detuvo, como si las palabras la hubieran golpeado en el pecho. Luego fingió buscar algo en su bolso, como si el momento no fuera nada.
—Bueno, no me mires así —dijo después, forzando una sonrisa mientras caminaban de nuevo—. Solo lo decía por curiosidad. Ya sabes… por cosas de películas.
—Claro —murmuró él—. Solo películas.
Siguieron caminando, más cerca que antes. Y sin decirlo, sin tocarse siquiera, ambos sabían que algo había cambiado.
Algo que ya no podrían fingir que no existía.
Entraron a un pequeño café de esquina, uno de esos con vitrinas empañadas por el vapor de las tazas y las conversaciones suaves. Soledad eligió una mesa cerca del ventanal, desde donde podían ver las luces de la calle encenderse una a una, como si alguien las dibujara con paciencia sobre el lienzo de la tarde.
—Aquí hacen el mejor chocolate caliente del mundo —anunció ella, colgando su bolso en el respaldo de la silla—. No acepto discusiones.
—¿Y si digo que prefiero café?
—Entonces no tienes alma —replicó, sonriendo.
Pidieron lo de siempre. Chocolate caliente para ella, un mocca para él, que prefirió variar un poco. Y un par de medialunas tibias, recién sacadas del horno. El aroma a cacao y mantequilla los envolvió con dulzura.
Durante unos minutos hablaron de trivialidades: la clienta insoportable que se quejó por un corte que ella no había hecho, la nueva mesera del Big Root que parecía temerle a Don Giorgio, la película que ambos habían querido ver pero que ninguno se atrevía a sugerir primero. Rieron, se interrumpieron, se miraron más de lo necesario.
Pero luego, mientras el azúcar del chocolate se pegaba a los bordes de la taza de Soledad, el silencio llegó. Uno de esos silencios que no incomodan, pero que piden ser habitados.
—Hoy me di cuenta de algo —dijo ella, mirando cómo el vapor se convertía en gotas contra el vidrio empañado.
Tomás levantó la mirada — ¿Sí?
—Que últimamente, cuando algo me pasa, lo primero que pienso es en contártelo a ti. —Le miró de soslayo, sin esperar una reacción inmediata—. Y eso me asusta un poco.
Él apretó la taza con ambas manos. Quiso responder, decirle que le pasaba lo mismo. Que había empezado a contar los días en los que no se veían. Que cuando veía algo curioso en la calle, su primer impulso era girar para ver si ella también lo había notado.
Pero no dijo nada de eso.
—¿Te asusta porque esto era un juego? —preguntó con suavidad.
Ella lo observó. La mirada que le dirigió no era la de siempre, ni burlona ni coqueta. Era la mirada de alguien que está a punto de caer, pero que aún se aferra al borde.
—Porque si dejo de fingir que es un juego, entonces todo cambia.
—Y si todo cambia… ¿qué pasa? —quiso saber Tomás, apenas un susurro.
—No lo sé —admitió, bajando la mirada—. Puede que lo arruine. Puede que deje de gustarte como soy ahora. Puede que esto se vuelva algo que no pueda controlar.
Tomás pensó en decirle que no pasaría, que ella podía estar tranquila. Pero tampoco quería mentir. Porque él también tenía miedo. No de ella. Sino de lo que significaría dejarla entrar más de lo que ya lo había hecho.
—Entonces —dijo finalmente—, por ahora no pensemos en eso.
—¿Y si igual lo pienso?
—Pensémoslo juntos, si quieres —sonrió con tristeza.
Ella rio también, aunque su voz temblaba un poco. Luego se estiró por encima de la mesa, le cogió la mano con una caricia que duró apenas unos segundos y volvió a su lugar.
—Solo prométeme que si un día esto deja de ser divertido, me lo vas a decir.
—Te lo prometo —contestó él, sabiendo que lo cumpliría, aunque eso significara romperse un poco más.
Cuando salieron del café, la noche los recibió con una brisa helada. Soledad le ofreció su brazo con el mismo tono de siempre.
—Démosle otra vuelta a la ciudad, quiero seguir posponiendo el momento de volver a casa.
Tomás aceptó, y caminaron así, con los brazos entrelazados, como si la noche fuera suya. Como si fueran reales, aunque todavía pretendieran que todo era juego.