Heme aquí, herido (parte 3)

Ese día sábado el cielo gris colgaba sobre la ciudad como una sábana húmeda, y el frío calaba hasta los huesos. Tomás llegó al Big Root apenas unos minutos antes de que comenzaran los pedidos, saludó con un gesto rápido a Alelí, que trapeaba la entrada, y se fue directo a la cocina.

Don Giorgio ya estaba ahí, como siempre. Pero había algo distinto. Estaba sentado en una de las banquetas junto al mesón, sin su delantal, sin esa energía feroz con la que solía encarar cada jornada.

—Buenos días, muchacho —dijo con voz ronca. Había ojeras marcadas bajo sus ojos, y sus manos temblaban ligeramente al sostener una taza de café.

—¿Todo bien, don Giorgio?

—Sí, sí... —movió una mano como espantando una mosca invisible—. Solo estoy algo cansado. Ayer me tocó quedarme hasta tarde ordenando la bodega. Estas rodillas ya no son las de antes.

Tomás se acercó con cautela. En todos los meses que llevaba trabajando ahí, nunca lo había visto así. Giorgio era el tipo de persona que lo hacía todo sin pedir ayuda, que podía manejar cuatro sartenes a la vez sin despeinarse.

—¿Quiere que lo cubra un rato?

Don Giorgio lo miró. Fue una mirada larga, medida. Luego asintió con lentitud.

—Te vas a encargar tú hoy. Toda la cocina —dijo sin rodeos—. Si el mundo se viene abajo, improvisas. Si la carne se atrasa, usas el lomo de reserva. Si hay lío con el horno, lo apagas y lo haces a la sartén. ¿Entendido?

Tomás parpadeó, sorprendido.

—¿Está seguro?

—Te he visto trabajar, no me hagas arrepentirme. Solo no quemes nada que no debas —y soltó una sonrisa leve, pero sincera.

Se puso el delantal con manos firmes, aunque por dentro le zumbaban los nervios. Apenas empezó el turno, las comandas comenzaron a caer como lluvia. Alelí entraba y salía con pedidos, el timbre de la cocina no paraba, y la plancha escupía vapor como un tren a toda velocidad.

Tomás se movía de un lado a otro: vuelta a las hamburguesas, giro a la freidora, cuchillo sobre el pan. Tenía el rostro perlado de sudor y los brazos tensos, la voz firme cuando daba instrucciones a Alelí que apuraba sus pedidos, aunque era la primera vez que le tocaba liderar.

Por un momento, mientras salteaba unas cebollas y preparaba la base de una nueva salsa, comprendió. Entendió qué significaba el silencio endurecido de Don Giorgio cada noche. Comprendió lo que costaba mantener todo eso de pie: cada bandeja, cada cliente satisfecho, cada jornada completa era una pequeña victoria contra el cansancio y la rutina.

A las dos de la tarde, Laura entró por la puerta trasera y lo encontró en plena faena.

—¿Dónde está mi padre?

—Descansando —respondió Tomás, sin dejar de mover la sartén—. Me pidió que me encargara hoy.

Laura lo miró, primero confundida, luego con algo parecido al orgullo.

—¿Y vas bien?

—Por ahora, sí.

—Entonces sigue. Y gracias —le dijo con una media sonrisa, antes de desaparecer en el salón.

Pasaron las horas como en un túnel de ruido, grasa y vapor. Cuando por fin bajaron la cortina metálica, eran casi las siete. Tomás dejó la espátula sobre el mesón y apoyó ambas manos contra el acero. Respiraba agitado, con los músculos de la espalda contracturados y un dolor punzante en los talones.

Don Giorgio entró en ese momento, más repuesto que en la mañana, aunque caminaba con lentitud.

—¿Todo bien?

Tomás alzó la mirada, empapado de cansancio.

—Sí… pero, ¿cómo demonios llevas haciendo esto tantos años?

Don Giorgio soltó una carcajada seca, como quien conoce una respuesta que no va a compartir del todo.

—Buena pregunta… —sacó un cigarro sin encenderlo y lo giró entre los dedos—. Al principio uno lo hace por el pan, después por el orgullo. Y cuando te das cuenta, ya no sabes hacer otra cosa.

Tomás lo observó en silencio, sintiendo una punzada en el pecho. No de compasión, sino de algo más hondo: una mezcla de respeto y tristeza. El Big Root no era solo un restaurante, era un trozo de ese hombre volcado en ollas y aceite caliente. Y si algún día Don Giorgio dejaba de venir… alguien tendría que soportar ese delantal.

Esa noche, mientras se cambiaba en el vestidor, Tomás sintió que una parte de él había dado un paso al frente. No sabía cuánto podría aguantar haciendo eso cada día, pero sí sabía que, aunque el cuerpo se le cayera a pedazos, jamás permitiría que el restaurante cayera con él.

Tomás terminó de pasar el paño húmedo sobre la plancha. El lugar estaba en silencio, salvo por el zumbido suave del refrigerador y el goteo de una canilla que nunca parecía cerrarse del todo. El vapor se había disipado, pero el aire aún olía a carne y cebolla salteada. Aflojó el delantal y lo colgó en su gancho, a punto de encaminarse al vestidor cuando escuchó pasos suaves detrás de él.

Era Laura.

—¿Ya acabaste? —preguntó en voz baja, como si no quisiera perturbar el silencio.

Tomás asintió—. Todo limpio. Incluso la campana —se giró hacia ella, con el rostro cansado, pero satisfecho.

Laura se apoyó en el marco de la puerta, sus hombros algo encorvados, y el cabello recogido con una coleta baja. Tenía una mancha de harina en la blusa y ojeras marcadas bajo los ojos.

—Mi papá me contó que te hiciste cargo hoy.

—Fue un poco intenso —admitió Tomás, limpiándose las manos con un trapo—. No pensé que me dolerían partes del cuerpo que ni sabía que existían.

Ella rió por lo bajo, apenas un soplo de voz.

—Bienvenido al mundo adulto —dijo con un dejo de ironía, pero sin crueldad—. Mi viejo siempre lo hace ver fácil, ¿no?

—Sí —respondió Tomás, más serio ahora—. Pero hoy… hoy se notó que ya no puede seguir así. ¿Se ha sentido mal antes?

Laura vaciló. Bajó la mirada.

—Lleva semanas diciéndome que "está bien", que "es solo el clima", que "ya se le pasa". Pero hoy por primera vez… no quiso mentirme. Me dijo que estaba cansado de verdad.

—¿Has pensado en… no sé, cerrar por un tiempo? —preguntó Tomás, con tacto—. Quizá él lo necesita. Y tú también.

Laura negó con la cabeza lentamente, y sus ojos se humedecieron un poco.

—No puedo. Esto es todo lo que tenemos. Todo lo que él ha construido… toda su vida está en estas paredes —miró alrededor como si pudiera ver su infancia colgada entre las ollas—. Si cerramos, ¿cómo le explico que el sueño que levantó con sus manos ya no tiene quien lo sostenga?

Tomás dio un paso hacia ella.

—Pero lo tiene. Te tiene a ti. Y a tu hermano, y a Alelí. Y ahora, bueno… también a mí —sonrió con algo de torpeza.

Laura lo miró por un instante, y algo en su expresión se ablandó. Caminó hacia una de las sillas y se sentó pesadamente, como si por fin se permitiera descansar.

—Gracias por hoy —dijo—. Lo que hiciste fue importante. Para él. Para todos.

Tomás se sentó frente a ella, sin necesidad de decir mucho más.

—Lo haría otra vez. No sé cuánto ayudo, pero… me hace bien estar aquí —confesó.

Laura lo observó, sus ojos buscando en él una razón que no dijera en voz alta.

—Eres raro, ¿lo sabías?

—Me lo han dicho —rió él, encogiéndose de hombros.

—No muchos chicos de tu edad se meterían en una cocina por gusto. Y menos después de estar todo el día en clases.

—No sé si es gusto —Tomás bajó la mirada hacia sus manos—. Es más como un refugio. Aquí el ruido me ayuda a no pensar. Y tú… tú también ayudas a no pensar tanto.

Laura ladeó la cabeza, curiosa—. ¿Yo?

—Sí —dijo él, sin levantar la vista—. Tienes algo… no sé, como si estuvieras a punto de caer, pero sigues ahí, firme. Supongo que eso me da fuerza también.

Laura no respondió de inmediato. Lo miró con una mezcla de gratitud y algo que aún no se atrevía a reconocer. Luego sonrió, cansada, pero auténtica.

—Cuidado, Tomás. Las mujeres al borde del colapso son peligrosas.

Él se rió, por primera vez en horas, con sinceridad.

—Créeme… tengo un imán para los desastres.

Laura bajó la mirada, esta vez para ocultar que también reía. Luego se puso de pie y alargó la mano.

—Vamos. Es tarde. Te acompaño a la puerta.

Tomás tomó su abrigo, pero antes de salir, echó una última mirada a la cocina. Las luces bajas, el olor persistente de la comida, el eco de las voces que ya se habían ido. Todo le pareció más íntimo, más suyo.

Laura abrió la puerta y dejó que el aire frío les acariciara el rostro. Antes de que él cruzara el umbral, dijo en voz baja:

—Gracias por cuidar del fuego cuando él no pudo.

Tomás la miró con suavidad, sintiendo que algo dentro de él comenzaba a cambiar también.

—Y gracias por confiarme la cocina.

Se despidieron con un gesto. Pero el silencio entre ambos decía mucho más.