El silencio del departamento era total. Afuera, la ciudad parecía dormida bajo el cielo encapotado, y las luces que entraban por las ventanas proyectaban formas alargadas sobre el suelo, como si todo estuviera estirándose hacia un final.
Sofía caminó descalza por el parquet frío. La copa de vino medio llena le temblaba apenas en la mano. El manuscrito de Tomás estaba sobre el mesón, abierto por una de las últimas páginas, esa que había releído ya tres veces sin querer admitir que la había memorizado. La estufa eléctrica zumbaba suavemente en una esquina, como único acompañante leal en esa noche sin visitas.
Abrió el refrigerador. Ahí, donde normalmente reinaba el desorden etílico y una escasez vergonzosa, encontró el recipiente bien sellado que Tomás había dejado. Al abrirlo, el aroma de guiso tibio y condimentos caseros le llenó los sentidos. Sonrió sin querer. Siempre tenía que dejar algo hecho, como si no confiara en que yo pueda cuidar de mí misma... pensó, mientras colocaba el recipiente en el microondas.
Se sentó en la silla frente a la cocina, la misma en la que Tomás solía estar mientras pelaba papas o picaba cebollas. El zumbido del microondas y el sonido de la lluvia leve sobre los vidrios acompañaban sus pensamientos.
¿Qué estoy haciendo con él?
Se lo había preguntado muchas veces, pero esa noche, con el calor de la comida y el vino invadiéndole el pecho, la pregunta le pareció más punzante. Últimamente lo dejaba ir y venir sin protestar. Había días en que él aparecía sin avisar y terminaban hablando durante horas. Otras veces, como un extraño ritual, él cocinaba, ella leía, discutían, se herían sin querer, y luego se perdonaban sin palabras.
Tomás había comenzado a instalarse en su vida como una nota persistente en una melodía triste. No era ruido… era armonía. Inesperada, extraña. Y, sin embargo, innegable.
Cuando el microondas pitó, se levantó con la copa en la mano y sacó el recipiente con cuidado. Sirvió la comida en uno de sus platos favoritos —uno de los pocos que no estaba despostillado— y se sentó en el sofá, con la pierna recogida debajo del cuerpo. El manuscrito reposaba en su regazo.
Leyó en silencio mientras comía. Cada palabra le parecía más íntima. No está escribiendo un libro, pensó, me está mostrando su alma, y yo… simplemente lo estoy leyendo sin derecho. El guiso sabía a hogar. A algo perdido hace mucho. A lo que ella se había negado.
Volvió a llenarse la copa. La tercera, quizá la cuarta. Ya no importaba.
Recordó la forma en que Tomás la miraba mientras cocinaba, con esa mezcla de atención y timidez. Recordó cuando le quitaba la botella con suavidad, o cuando le cubría con una manta cuando ella se hacía la dormida. Y recordó lo que más le dolía: la forma en que no le exigía nada, como si supiera que, si la presionaba, se rompería.
El manuscrito pronto estará terminado… pensó, mordiéndose el labio inferior. Y cuando se envíe, ya no tendrá un motivo para venir…
¿Y entonces? ¿Qué quedaría entre ellos?
¿Iba a detenerlo? ¿Iba a invitarlo a volver, sin pretextos, sin manuscritos, sin excusas? ¿Quería hacerlo? ¿Podía hacerlo?
Acarició la hoja marcada con su dedo, dejando una mancha apenas visible de vino. Sus ojos se nublaron. No soy buena para esto. Nunca lo fui. Él merece algo mejor, algo más claro, más sano.
Pero la idea de no verlo más…
La copa vacía golpeó el mesón con un pequeño chasquido. La lluvia seguía cayendo, y en esa soledad luminosa de una noche sin futuro, Sofía apretó el manuscrito contra su pecho.
—Maldito mocoso… —susurró, como si así pudiera sacarlo de su piel.
Pero era demasiado tarde.
Ya estaba ahí, habitando todos sus silencios.