Heme aquí, herido (parte 5)

Tomás subió los peldaños del edificio con paso firme, aunque algo lento. El frío todavía se aferraba a la ciudad como una fiebre estacional, y la niebla del amanecer no se había despejado del todo. Llevaba consigo una bolsa con pan recién horneado, un par de verduras, algo de queso fresco y un tarro de crema. No era gran cosa, pero suficiente para preparar algo decente. Lo había pensado todo la noche anterior, después de dejar el manuscrito corregido junto a su cama, incapaz de dejar de preguntarse si ella habría comido. Probablemente no.

Golpeó la puerta con suavidad, sin apuro, con la familiaridad de quien ha tocado esa madera muchas veces.

Sofía abrió después de unos segundos. Tenía el cabello revuelto, una manta envuelta alrededor de los hombros, y una expresión a medio camino entre la sorpresa y la resignación.

—¿Otra vez tú? —dijo, sin sonreír, pero sin cerrar la puerta.

Tomás alzó la bolsa frente a ella.

—Pensé que ya te habías terminado la comida. No quería arriesgarme a que estés a vino y aire por segundo día consecutivo.

Ella se apartó del umbral para dejarlo entrar.

—Vas a lograr que me malacostumbre —murmuró, arrastrando los pies hacia la cocina.

—Ya estás malacostumbrada —respondió Tomás sin mirarla, mientras dejaba la bolsa sobre el mesón y comenzaba a sacar las cosas.

La cocina todavía olía al guiso de la noche anterior, pero había restos de una copa vacía sobre el escritorio, y el manuscrito seguía abierto en la misma página. Tomás desvió la mirada. No dijo nada.

—¿Dormiste bien? —preguntó Sofía con voz algo más ronca que de costumbre.

—Sí. ¿Tú?

Sofía asintió, pero sus ojeras la traicionaban.

—¿Leíste de nuevo el manuscrito?

Ella asintió otra vez, encogiéndose en su manta como si fuera una armadura.

—Sí. Y me hizo mal. —Tomó asiento, encorvada, con la mirada fija en la ventana empañada por el frío—. Me dolió más de lo que debería. Quizá porque lo conozco. Quizá porque sé qué cosas están disfrazadas entre líneas. O quizá porque me recuerda a mí, cuando todavía escribía algo que valía la pena.

Tomás no respondió enseguida. Encendió la cocina, puso una olla al fuego y comenzó a picar unas zanahorias en silencio. Dejó que la olla hablara por él con su primer chisporroteo.

—Yo creo que tú sigues escribiendo, solo que ahora lo haces de otra forma —dijo sin mirarla—. A veces se escribe cocinando, o escuchando a alguien que te habla sin saber que necesita ser escuchado.

Sofía lo miró con una mezcla de sorpresa y tristeza.

—No digas cosas así, me confundes. A veces pienso que eres demasiado maduro. O demasiado tonto.

—Puede que sea las dos cosas —respondió con media sonrisa—. Pero no me gusta que te quedes sola… en ese hueco. Así que vine. Sin más razón.

—Eso me asusta.

—Lo sé.

Hubo un silencio largo, de esos que no incomodan, pero que pesan como una manta demasiado gruesa. Tomás sirvió un poco de café en una taza que encontró limpia. Lo dejó frente a ella. Luego volvió a sus tareas, como si cocinar fuera su forma de sostener el mundo.

Sofía lo observó en silencio.

—¿Sabes qué pensé anoche? —preguntó de pronto, con voz baja—. Que cuando envíes ese manuscrito al concurso… ya no vas a tener razones para venir. Ya no habrá pretextos.

Tomás dejó el cuchillo en la tabla de cortar. Se dio la vuelta, mirándola directo a los ojos.

—¿Y si quiero seguir viniendo, sin excusas?

Ella bajó la mirada, escondiéndose tras su taza.

—Eso es más peligroso de lo que imaginas.

—Tú también eres peligrosa. Y sin embargo… aquí estoy.

El vapor de la olla llenaba el departamento con un aroma acogedor, y por primera vez en días, Sofía sintió que su hogar no se sentía como una celda.

Tomás volvió a cocinar. Sofía lo observaba, envuelta en la manta, sin saber si deseaba que el momento terminara o se quedara congelado para siempre.

Afuera, el frío persistía. Pero dentro, al menos por ahora, alguien había traído calor.

El guiso ya comenzaba a perfumar todo el departamento, y la cocina vibraba con la calidez de la olla al fuego. Tomás revolvía con paciencia el contenido, bajando el fuego para que todo se fundiera lentamente, como si el tiempo fuera parte de la receta.

Sofía seguía sentada, envuelta en su manta, con las piernas cruzadas y las manos alrededor de la taza de café ya tibio. Lo observaba en silencio, como si no terminara de entender qué hacía él ahí, o qué estaba haciendo ella misma dejándolo quedarse.

Tomás terminó de ajustar el sabor. Apagó el fuego y sirvió dos platos. Dejó uno frente a ella, sin decir nada. Tomó el suyo y se sentó del otro lado del mesón.

—Gracias —murmuró ella, tomando la cuchara con cierta torpeza.

Tomás asintió, pero no respondió. Prefirió mirarla mientras probaba la primera cucharada. Sofía cerró los ojos apenas, dejó escapar un suspiro suave. No dijo nada más, pero en su expresión había algo que él reconoció: una pequeña rendija de calma, como si el frío interior cediera apenas.

Comieron sin prisa, con ese tipo de silencio cómodo que sólo existe entre quienes se han aceptado en su intimidad, aunque no se lo hayan dicho. Cuando terminaron, Tomás recogió los platos, los llevó al lavaplatos y se puso a lavar, como lo había hecho muchas veces antes.

Sofía, con la manta ya cayéndose de sus hombros, se quedó en su asiento. Miraba las páginas del manuscrito como si fueran el reflejo de algo que no se atrevía a mirar directamente.

—¿Por qué quieres que yo lo lea? —preguntó de pronto, su voz algo más nítida, como si acabara de tomar una decisión—. ¿No confías en que otra persona podría hacerlo con más objetividad?

Tomás secaba los platos. No la miró al responder.

—Porque tú sí sabes lo que duele escribir de verdad. Lo que cuesta sacar algo que quema por dentro.

Ella bajó la mirada. El comentario le llegó más hondo de lo que quiso admitir.

—No te hagas ideas equivocadas, Tomás. Hace mucho que no escribo nada que valga la pena. Solo fragmentos. Cosas inconclusas. A veces ni siquiera eso… —tomó un sorbo del café ya frío—. No creo que vuelva a hacerlo.

Tomás dejó el último plato sobre el escurridor. Se secó las manos y, sin pedir permiso, volvió a sentarse frente a ella.

—¿Y si estás esperando que algo te empuje?

Sofía lo miró con el ceño fruncido.

—¿Empujarme?

—Sí. Como cuando uno está parado al borde de una piscina. Hace frío, el agua está honda y no sabes si saltar. Pero basta que alguien te empuje apenas, y recuerdas cómo se siente nadar.

Ella rió, una risa breve, incrédula.

—¿Y tú te crees ese alguien?

Tomás no sonrió. Su expresión era seria, casi grave.

—Quiero serlo.

Sofía se quedó en silencio. Sus dedos jugaron con el borde de la taza vacía. El nudo en su garganta se tensaba, pero no cedía. Lo que le estaba diciendo ese muchacho, con una naturalidad desconcertante, era justo lo que ella más temía: que la estuviera salvando, sin saber de qué.

—No puedes cargar con mis ruinas, Tomás —dijo al fin—. No quiero ser una historia más que cuentes algún día. No soy tu redención, ni tu musa.

—No quiero una musa. —Él apoyó los codos sobre la mesa, acercándose apenas—. Solo quiero que vuelvas a escribir. Que dejes de vivir como si ya hubieras terminado de decirlo todo.

Sus palabras golpearon como una ola serena, pero implacable. Sofía no sabía si quería abrazarlo o echarlo. Se sentía desarmada. Desnuda. Vulnerable.

—¿Y si me caigo otra vez? —preguntó en voz baja, como si confesara algo que no había dicho en años.

—Yo estaré ahí. Quizá no sepa detenerte, pero puedo ayudarte a levantarte.

Sofía no supo qué responder. Se llevó las manos al rostro, cubriéndose apenas. Tomás la miró con respeto. No se acercó más. Esperó.

Al cabo de un rato, ella se enderezó. Respiró hondo.

—Dame tiempo.

Tomás asintió.

—Todo el que necesites. Pero no dejes que la vida se te enfríe como el café de esa taza.

Ella sonrió, por fin, una sonrisa sincera, melancólica.

—Eres insoportablemente poético, ¿te lo habían dicho?

—Una o dos veces.

Ambos rieron, y por un instante, la pesadez se desvaneció. Tomás recogió la taza vacía y Sofía volvió a mirar el manuscrito, esta vez con una intención distinta. No como crítica, ni como juez. Sino como alguien que ha sido invitado a ver un alma. Como escritora. Como igual.