Soledad tamborileó los dedos sobre la pantalla de su teléfono.
Había escrito y borrado el mensaje tres veces.
No era complicado. Solo tenía que invitar a Tomás a almorzar el sábado, como habían hecho otras veces. Y, sin embargo, algo en su interior la hacía dudar.
Frunció los labios. No era que sintiera que estaba haciendo algo malo, claro que no. Solo era un almuerzo entre amigos. Pero entonces, ¿por qué le daba tantas vueltas?
Tal vez era porque, antes de pensar en Tomás, había recibido un mensaje de su novio preguntándole si querían hacer algo juntos ese día. Y ella había respondido con una excusa vaga, casi sin pensarlo.
Y ahora estaba aquí, escribiendo otro mensaje. Para otra persona.
—No tiene nada de malo —se dijo en voz baja, con un suspiro.
Finalmente, apretó el botón de enviar y dejó el teléfono boca abajo sobre la mesa.
La respuesta de Tomás llegó unos minutos después. Aceptaba.
Y ella sonrió, como si hubiera ganado algo.
El día sábado llegó rápido, el restaurante tenía un aire acogedor, con paredes de madera que parecían absorber el sonido, dándole una calidez especial. Soledad llegó primero y, sin necesidad de mirar el reloj, supo que Tomás llegaría exactamente a tiempo.
Lo vio entrar y, como siempre, parecía un poco incómodo en lugares concurridos. Pero en cuanto la vio, su expresión se suavizó.
—Hola —dijo él, sentándose frente a ella.
—Hola, puntual como siempre.
Tomás se encogió de hombros y tomó el menú.
—¿Vas a pedir lo mismo de siempre?
—Sí.
Soledad sonrió.
—Yo voy a cambiar.
Tomás levantó la vista, como si estuviera genuinamente sorprendido.
—¿Por qué?
—Porque me gusta probar cosas nuevas.
—¿Y si no te gusta?
—Entonces recordaré no pedirlo otra vez —Respondió con una sonrisa pícara.
—Probar cosas nuevas es riesgoso —Agregó Tomás.
—Me gusta tomar riesgos.
Tomás desvió la mirada, ambos sabían muy bien que no era así, que le gustaba lo nuevo, siempre que no fuera peligroso, un nuevo sabor de helado, una nueva chaqueta, en eso no había riesgo, sino por el contrario, una cobardía subterránea que dolía. A pesar de esto, Tomás negó con la cabeza, pero en sus ojos había algo cercano a la diversión, porque ella, aunque no lo notara, era feliz así.
La conversación fluía sin esfuerzo mientras almorzaban. Se habían visto muchas veces en la peluquería, pero cuando estaban solos, en un ambiente más relajado, la dinámica entre ellos era distinta. Más natural.
Soledad no podía evitar observarlo de vez en cuando, notando los pequeños gestos: la forma en que organizaba los cubiertos sin darse cuenta, cómo se aseguraba de no hablar con la boca llena, la manera en que fruncía el ceño cuando pensaba en algo serio, cómo temblaba su mano cuando ella la tomaba, cómo la miraba de reojo creyendo que ella no lo notaba, todo eso le había ido quemando el pecho y aumentando la culpa.
Era un misterio, de alguna forma. A pesar de que lo conocía tanto. O eso creía.
Después de comer, decidieron salir a caminar.
La brisa helada los recibió en cuanto llegaron a la orilla. El invierno le daba un aire distinto a la playa, más melancólico, más íntimo.
Soledad caminaba con las manos en los bolsillos, disfrutando del sonido del mar. Tomás, a su lado, mantenía su ritmo, aunque de vez en cuando frotaba sus manos para calentarlas.
—Siempre olvidas traer guantes —comentó ella, divertida.
—Siempre olvidas decirme que los traiga.
Soledad rio y negó con la cabeza, pero le tendió su mano. Tomás la tomó con timidez, aunque no era la primera vez que sus manos se entrelazaban.
El paseo era tranquilo. No tenían prisa por llegar a ningún lado. Era uno de esos momentos donde el silencio no se sentía incómodo, sino que servía para disfrutar la compañía del otro sin necesidad de llenar el espacio con palabras vacías. El sonido de las olas los acompañaba en un vaivén infinito.
Entonces Tomás habló.
—No te lo había dicho, pero voy a participar en un concurso literario.
Soledad se detuvo en seco, apretando su mano con fuerza.
—¿Qué?
Él la miró fijamente, como si no entendiera su reacción.
—Un concurso literario. Voy a enviar algo que escribí.
Soledad parpadeó.
—¿Tú escribes?
Tomás asintió con naturalidad, sintiendo como la mano de ella lo soltaba, hasta que la retiró.
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre— Respondió como si fuera lo más natural.
Siempre.
Esa palabra la golpeó de lleno.
Soledad se quedó en silencio, procesando lo que acababa de escuchar. Miró a Tomás, buscando algún indicio de que estaba exagerando, de que solo era una afición pasajera. Pero no lo encontró.
No sabía qué decir.
Había pasado tanto tiempo con él, lo había observado, lo había analizado, creyendo que lo entendía mejor que nadie. Ella conocía sus maneras de hablar, de dudar, de responder a ella, cómo se levantaba la comisura de sus labios cuando estaba nervioso, todo era de ella.
Pero había algo tan fundamental en él que jamás había visto. Y dolía, dolía de una manera que no tenía sentido.
—¿Por qué nunca me lo dijiste? —preguntó, con una sonrisa que no llegó a sus ojos.
Tomás frunció el ceño.
—No surgió la oportunidad.
Esa respuesta le cortó la respiración, “No surgió la oportunidad”, como si no fuera algo tan importante.
Algo dentro de ella ardió como si hubieran arrojado combustible. Le molestaba que él escribiera, le molestaba que no se lo hubiera dicho, de pronto le molestó incluso que la mirara, sobre todo con esa mirada que ella sabía muy bien le gritaba “¿Por qué te enojas?”. Le molestaba porque, hasta ese momento, había creído que conocía cada rincón de su mente. Que si había algo en él, lo sabría.
Y ahora se daba cuenta de que no, y eso… eso la lastimó de una forma absurda, definitiva, como si girara el cuchillo en la herida abierta.
Tomás notó que algo iba mal.
— ¿Soledad…?
Ella negó con la cabeza.
—No pasa nada.
Él la miró, pero no insistió.
Caminaron un poco más, aunque ya no era lo mismo. Había algo distinto en el aire, algo que ni siquiera el sonido del mar podía disipar.
Finalmente, ella se detuvo de golpe, no podía soportarlo más —Voy a irme.
Tomás frunció el ceño —¿Por qué?
—Porque quiero.
Él intentó detenerla —Soledad, espera, no entiendo qué pasó.
Ella tragó saliva.
—Yo tampoco.
Se alejó sin darle oportunidad de seguir insistiendo. No quería pensar en la razón por la que estaba molesta. No quería aceptar lo que significaba. No quería admitir que había rechazado a su novio para estar con Tomás.
Y que ahora se daba cuenta de que Tomás tenía un mundo propio en el que ella nunca había estado.
Soledad comenzó a caminar rápidamente, alejándose, huyendo de él.
Tomás avanzó detrás de ella y la tomó del brazo — ¡Soledad, espera!
El viento frío del invierno le arañó la piel cuando la voz de Soledad le golpeó el pecho.
—¡No me sigas!— bajó la voz apenas un poco. El rostro deformado por la ira y el desconcierto. Se soltó de la mano de Tomás agitando con fuerza su brazo —No me sigas.
Tomás se quedó quieto. No porque no quisiera alcanzarla, no porque no deseara correr tras ella y preguntarle qué había hecho mal, sino porque ella era quien le pedía que se alejara y, la ira en su rostro dolía demasiado. Si hubiera sido por él la habría seguido al fin del mundo, pero no si ella lo quería lejos.
Apretó los puños con fuerza, sintiendo los latidos agitados de su propio corazón retumbar en sus oídos. El mar a sus espaldas seguía golpeando la orilla con la misma cadencia implacable de siempre, indiferente a lo que acababa de ocurrir. Su respiración estaba entrecortada, pero no por el viento ni por el frío, sino por algo más profundo, algo que aún no terminaba de comprender.
Soledad se alejaba con pasos firmes, con el cabello meciéndose al ritmo de su propia tempestad interna. No miró atrás ni una sola vez.
Y él se quedó ahí. Solo.
Mucho tiempo atrás que la soledad no dolía tanto, Tomás sintió que estaba hundiéndose en un pozo. No era el tipo de soledad a la que estaba acostumbrado, la que podía llenar con trabajo, con rutinas, con libros. No era la soledad que había aprendido a domesticar a lo largo de los años. Esta era distinta. Era una soledad vacía y afilada, una que le arrancaba el aliento y le dejaba una presión extraña en el pecho.
Había tratado de compartir algo real con ella. No un juego, ni una broma, ni siquiera ese fingido coqueteo que ella parecía disfrutar tanto. Le había abierto una puerta a la parte más profunda de su ser, a ese espacio que guardaba para sí mismo, donde las palabras que nunca decía tomaban forma en tinta y papel. Donde podía existir sin filtros, sin pretender ser algo más que él mismo. Y ella… ella lo había rechazado.
¿Por qué? La pregunta se clavó en su mente como una espina.
Tomás miró al suelo, donde sus pies estaban hundidos en la arena húmeda. Intentó recordar el momento exacto en que todo cambió, en que la sonrisa de Soledad se desvaneció para ser reemplazada por esa expresión que nunca antes había visto en su rostro.
Molestia. Frustración.
¿Dolor?
No tenía sentido.
Soledad siempre había sido quien lo empujaba a hablar, quien lo sacaba de su caparazón. ¿Por qué entonces, cuando él por fin le mostraba algo de verdad, ella reaccionaba así?
No lo entendía.
Lo que sí entendía era cómo se sentía ahora. El aire estaba helado, pero no lo sentía realmente. Lo único que sentía era ese peso en el pecho, esa extraña sensación de haber cometido un error que no podía corregir porque ni siquiera sabía cuál había sido.
Dejó escapar una risa corta, sin alegría.
Siempre creyó que lo peor que podía hacer era decir demasiado, revelar más de lo necesario. Pero ahora descubría que lo peor era abrirse con alguien y darse cuenta de que, quizás, esa persona nunca estuvo tan cerca como pensaba.
El mar rugió con fuerza, como si se burlara de él. Buscó con la mirada a Soledad, que se alejaba como un punto anaranjado en la distancia. Cerró los ojos un momento y respiró hondo.
Luego, sin prisa, comenzó a caminar en dirección opuesta a donde se había ido Soledad.