Heme aquí, herido (parte 7)

El Big Root olía a aceite caliente, a pan tostado y a salsa de ajo.

Era una mezcla inconfundible, que con los días se le había vuelto a Tomás tan familiar como el aire. Aquel día no parecía distinto a los anteriores, pero algo en el ambiente se sentía tenso, contenido. Como si el restaurante estuviera aguantando la respiración.

Cuando llegó, lo primero que vio fue a Laura hablando en voz baja con Alelí en una esquina del salón. Ambas tenían el ceño fruncido. Don Giorgio, en cambio, ya estaba en la cocina, de pie frente a la plancha, limpiando una espátula con gesto mecánico.

Pero algo en su postura se veía distinto.

Más rígido.

Menos… seguro.

—Buenos días, muchacho —gruñó don Giorgio sin volverse a verlo—. Ya era hora.

—Buenos días, Don Giorgio. ¿Hoy está solo en la trinchera?

El viejo alzó la espátula como si fuera una espada ceremonial.

—Siempre lo estoy.

Tomás se puso el delantal y se acercó al fregadero. Lavó las manos y se giró a mirar a don Giorgio de soslayo. Las bolsas bajo los ojos eran más pronunciadas que de costumbre, y sus movimientos, aunque aún precisos, tenían algo de torpeza.

La jornada comenzó. Comandas iban y venían. Alelí entraba con las boletas dobladas, la voz de Laura cruzaba la cocina con órdenes y preguntas, y la plancha chisporroteaba sin cesar.

Don Giorgio dirigía todo con la misma autoridad de siempre, pero Tomás notaba los microsegundos de pausa en cada giro. Cada tanto, el viejo apoyaba la mano contra la encimera, disimulando un suspiro entre el vapor de la carne.

Pero resistía.

Como un roble que se niega a crujir, aunque el viento lo azote desde todos lados.

—Pásame las papas —dijo de pronto, con voz ronca.

Tomás obedeció sin dudar.

—¿Está bien? —preguntó mientras echaba las papas al aceite.

—Estoy viejo, eso es todo. —Su voz tenía una nota de derrota que Tomás no había escuchado antes—. Pero tengo que estar aquí.

No se dijo nada más durante un buen rato.

La tarde fue avanzando. El calor en la cocina era espeso como sopa. Tomás trabajaba sin parar, más atento a Don Giorgio que nunca.

Fue cerca del cierre, cuando el flujo de pedidos comenzó a mermar, que Giorgio se sentó por fin en la banqueta que había en la esquina de la cocina. No era algo habitual.

—Toma el mando, muchacho. Termina el cierre tú.

—¿Seguro?

—Si no fuera seguro, no te lo pediría —replicó con severidad, pero sin brusquedad.

Tomás asintió y volvió a la plancha. A esas alturas, ya había hecho casi todo alguna vez, aunque no era la primera vez que estaba a cargo, esta vez se sintió oficial, con la responsabilidad entera en sus manos.

Sacó las últimas hamburguesas, limpió la plancha, puso a escurrir el aceite, revisó el cierre de cocina como Laura le había enseñado. Todo en silencio, mientras don Giorgio lo observaba desde el rincón, con los brazos cruzados y el rostro hundido en sombra.

Cuando terminó, se quitó los guantes y se giró hacia él.

—Listo.

Giorgio lo miró unos segundos sin decir nada. Luego asintió, y en su voz había una mezcla extraña de agotamiento y ternura.

—Te lo dije, ¿no? Que no me caías mal.

—Sí —sonrió Tomás con suavidad.

—Pues ahora me caes mejor. —Se incorporó con esfuerzo—. Pero no te emociones.

Se acercó a la pileta, se lavó las manos y se quedó mirando el agua correr, como si estuviera pensando en algo que pesaba demasiado.

—¿Sabe, Don Giorgio? Debería descansar un poco más. Laura puede…

—Laura ya hace suficiente —lo interrumpió—. Todos hacen lo que pueden. Pero alguien tiene que permanecer firme, Tomás.

—¿Firme?

—Sí —se giró hacia él, con la mirada endurecida por los años—. Firme. Cuando todo lo demás se tambalea. Cuando la gente se enferma, cuando los números no dan, cuando las cosas no salen como deberían… alguien tiene que aguantar. No porque sea justo. Sino porque si uno no lo hace… todo se desarma.

Tomás no respondió. Porque lo entendía demasiado bien.

Porque también había sentido el peso de ser el que sostenía. El que no podía quebrarse, aunque por dentro se hiciera pedazos.

Giorgio volvió a su banqueta con lentitud.

—Yo soy ese alguien para esta familia. Y lo seré hasta el último día.

—Lo entiendo. Pero no está solo, Don Giorgio. Estamos aquí. Laura, Alelí… yo también.

El viejo lo miró con los ojos un poco vidriosos, aunque lo disimuló con un bufido.

—Bah… no te pongas sentimental. Anda, sal de aquí. Mañana es otro día.

Tomás obedeció. Mientras se cambiaba en el vestidor, pensó en la fragilidad oculta detrás de la fuerza.

En ese viejo que había hecho de la cocina un templo. Que había empezado vendiendo hamburguesas en un carrito, y ahora tenía una familia que dependía de él.

Cerró su casillero. Al salir, pasó por la puerta del salón y vio a Laura, todavía frente a su computadora, luchando contra los números con el ceño apretado.

Pensó en decirle algo, pero no lo hizo.

Simplemente se fue, con el aroma de la cocina aún pegado a su ropa, y con la certeza de que, aunque ese lugar parecía a punto de colapsar, todavía se mantenía en pie… porque alguien, allá dentro, lo sostenía con pura voluntad.

Eran casi las diez de la noche y, como de costumbre, traía el cuerpo agotado, pero esa noche algo más le pesaba en los hombros. La conversación inconclusa con Soledad flotaba todavía como una nube cargada, el recuerdo de la mirada temblorosa de don Giorgio lo sacudía, y el silencio de Delia Krikket le apretaba el pecho. Todo junto, como una mano invisible apretando lentamente.

Abrió la puerta con cuidado, sin hacer ruido, como quien teme interrumpir un sueño. Pero no hubo silencio que interrumpir.

La luz del comedor estaba encendida.

Amelie estaba sentada a la mesa, esperándolo. El cabello recogido en una coleta algo suelta, un libro cerrado frente a ella, y esa expresión severa que había aprendido a usar cuando quería parecer más fuerte de lo que se sentía.

Tomás se detuvo en seco al verla. Ella lo miró sin hablar por unos segundos.

Él intentó esbozar una sonrisa, pero fue inútil.

—Estás volviendo cada vez más tarde —dijo ella sin rodeos. No era un reproche con gritos, pero su tono era ácido, como una herida que no supura, pero sigue doliendo.

—Lo sé —respondió él bajando la vista—. Lo siento.

Amelie cruzó los brazos sobre el pecho.

—Ya ni los fines de semana estás en casa. ¿Qué está pasando, Tomás?

El muchacho se quitó la mochila y la dejó junto al perchero. Luego avanzó lentamente hasta la mesa, donde todavía quedaban restos del almuerzo que él mismo había preparado la noche anterior.

Se mantuvo de pie un momento, con el ceño fruncido, como si buscara las palabras exactas.

Pero al final no las encontró. Solo se dejó caer en la silla frente a ella.

—Estoy trabajando en un restaurante —dijo, sin rodeos—. Lo necesito.

Amelie lo miró con incredulidad.

—¿Lo necesitas? No estás obligado a hacerlo, Tomás. No lo estás.

—Lo sé. Pero ahí me necesitan —replicó él, con una súplica silenciosa en la voz—. Don Giorgio, el dueño, está enfermo. El lugar lo sostiene casi solo. Su hija apenas puede con todo… y yo… —inhaló profundo— no sé, siento que si no voy, algo se desmorona.

Amelie guardó silencio. Lo observaba como si tratara de reconocer al niño que crió, al hermano que había cuidado. Pero el joven frente a ella no era ni lo uno ni lo otro. Era alguien que estaba creciendo más rápido de lo que ella podía asumir.

—Tomás… tú también tienes cosas importantes. El colegio, tus estudios… tus responsabilidades.

—No las he dejado de lado —replicó él con voz baja—. Pero esto es importante para mí. Me hace bien. Me siento útil.

Ella apretó los labios. Dudó. Lo vio inclinarse hacia adelante, con los codos sobre las rodillas, los ojos cansados y el cuerpo entero hablándole de agotamiento, pero también de determinación.

Al final, suspiró con resignación.

—Está bien —dijo casi en un murmullo—. Pero prométeme que no vas a descuidar el resto.

—Lo prometo.

Tomás levantó la mirada y le sostuvo la de ella. No había en sus ojos ni rencor ni desafío. Solo necesidad. Y quizás, un poco de esperanza.

Amelie se levantó con suavidad y fue a calentar la comida que él mismo había dejado lista antes de irse por la mañana.

Mientras tanto, Tomás permaneció sentado, mirando el mantel con la mente vagando entre preocupaciones que no alcanzaba a procesar. Cuando ella regresó, puso los platos sobre la mesa sin decir nada más.

Comieron juntos en silencio.

No fue un silencio incómodo.

Fue el tipo de silencio que se da cuando hay demasiado que decir, pero ambos entienden que no es el momento. Un pacto no hablado.

Tomás la observó de reojo mientras comía. Ella terminó todo lo que él había preparado, hasta la última cucharada. Como cuando eran niños y compartían cualquier cosa que quedara sobre la mesa, menos las palabras que más necesitaban.

Cuando terminaron, Amelie recogió los platos y los llevó al lavaplatos.

—Gracias —dijo, sin girarse.

Tomás no respondió. Solo la miró unos segundos y luego se levantó para ir a su habitación.

Sabía que al día siguiente todo comenzaría otra vez. El cansancio, las tareas, el restaurante, Sofía… Soledad.

Pero por esa noche, aunque fuera por un rato, habían vuelto a compartir algo.

Y eso era suficiente.