El sol caía oblicuo sobre los patios del colegio, tibio y suave, anunciando que la primavera se abría paso poco a poco entre los días grises del invierno.
La hora de almuerzo solía ser un pequeño respiro en medio del agobio cotidiano, pero para Tomás, ese día, fue simplemente una pausa para ceder ante el cansancio.
Estaba sentado en una banca cerca de los árboles, su mochila apoyada a un lado, la cabeza inclinada hacia el pecho, dormitando con una quietud frágil. Tenía el ceño fruncido incluso mientras dormía, como si ni en sueños pudiera liberarse del peso que llevaba a cuestas. Bajo sus ojos comenzaban a dibujarse las sombras del agotamiento: demasiadas horas en el restaurante, demasiadas visitas al hospital, demasiados silencios sin respuesta.
Sunny lo vio desde lejos mientras salía al patio con su bandeja de almuerzo en una mano y una botella de jugo en la otra.
Al principio no quiso molestarlo, pero al notar que nadie más estaba cerca, y que él dormía como si no hubiera tenido una buena noche en semanas, se acercó despacio.
Se sentó a su lado con cuidado, sin hacer ruido. Lo observó por unos segundos.
Tomás no se movía.
“Parece tan cansado…”, pensó, frunciendo los labios.
Ella sabía que algo le pasaba, no era necesario que se lo dijera. Su mirada, sus silencios, su forma de ausentarse incluso cuando estaba físicamente presente, todo en él hablaba de que algo lo carcomía por dentro.
Sunny no era buena para indagar en cosas tristes, pero sabía cuándo alguien necesitaba simplemente no estar solo.
Se quitó el abrigo, lo dobló y con un gesto tierno, se lo puso sobre los hombros.
—Podrías resfriarte —susurró, aunque sabía que no iba a despertarlo con eso.
Pero sí lo hizo.
Tomás parpadeó lentamente, como si el sueño lo tuviera aún entre sus dedos. Tardó unos segundos en reconocer dónde estaba.
Cuando sus ojos se enfocaron y vio a Sunny a su lado, pestañeó confundido.
—¿Sunny…? ¿Qué hora es?
—Hora de que despiertes antes de que te marquen ausente en la siguiente clase —dijo con una sonrisa traviesa.
Tomás se enderezó en la banca, frotándose los ojos.
—Lo siento… supongo que me quedé dormido sin querer.
—No tienes que disculparte. Dormías como si el mundo se te viniera encima —hizo una pausa breve y luego añadió—. ¿Está todo bien?
Él dudó por un instante.
Podía decirle que sí, que todo estaba perfecto, que solo estaba cansado por los estudios, pero no le gustaban las mentiras, y menos con ella.
—Más o menos —respondió al final—. Muchas cosas al mismo tiempo, eso es todo.
Sunny asintió, no presionó.
Ella no necesitaba saberlo todo para quedarse a su lado.
—¿Los rumores… han parado un poco, no? —preguntó Tomás, como queriendo cambiar de tema.
—Sí —respondió con un tono más ligero—. Ya no eres el protagonista del drama escolar. Ahora alguien de tercero medio parece que se tiñó el pelo en secreto y eso causó un escándalo en su curso.
Tomás rió, apenas un poco.
—Todo pasa. Hasta lo malo —agregó Sunny.
Hubo un silencio cómodo.
El ruido del colegio seguía a su alrededor: risas, pasos apresurados, voces cruzadas… pero allí, en esa banca, todo parecía un poco más tranquilo.
Entonces Sunny, como si hubiera estado esperando el momento, giró la cabeza hacia él con una sonrisa contenida.
—Oye… se viene el Festival de Primavera, ¿te acuerdas?
Tomás asintió.
—Sí, claro. Lo hacen todos los años. Los puestos, los faroles, los fuegos artificiales…
—Y la comida. No te olvides de la comida.
—¿Cómo olvidarlo?
Ella lo miró con ojos chispeantes.
—Estaba pensando… ¿quieres ir con tu familia? Como cuando éramos niños. Podríamos ir todos juntos, llevar a tu prima, a Amelie si se anima. No sé, sería bonito. Hace mucho que no hacemos algo así, ¿no crees?
Tomás la observó. Su propuesta tenía ese aire de nostalgia mezclado con dulzura que solo Sunny sabía dar.
Por un instante se vio a sí mismo unos años atrás, con un algodón de azúcar en la mano, corriendo entre los puestos con Sunny, riéndose de cualquier tontería.
—Sería bonito —respondió, esta vez con una sonrisa más honesta—. Me gustaría mucho.
Ella asintió, conforme, como si su propuesta hubiera sido más importante de lo que aparentaba.
—Genial. Entonces es una cita —dijo sin pensarlo y, al darse cuenta de sus palabras, se corrigió rápidamente—. ¡O sea, una cita de amigos! Una “cita amistosa de primavera”.
Tomás la miró, divertido.
—Tranquila. Entendí la idea.
Ambos rieron, como si ese instante bastara para barrer la niebla de todo lo que los agobiaba.
Y así se quedaron unos minutos más, sentados en la banca, compartiendo un momento sencillo, sin pretensiones, sin pesares.
Solo dos amigos en medio del caos del mundo, respirando un poco de paz.