Heme aquí, herido (parte 9)

La fecha de entrega del manuscrito se acercaba con la precisión de un reloj despiadado, y Tomás lo sabía. El concurso de la editorial Élan cerraba su recepción en menos de una semana, y aunque el manuscrito estaba en su última versión, siempre había algo más que pulir, una coma que mover, una palabra que elegir mejor.

Por eso, como tantas veces, terminaron quedando en el apartamento de Sofía. No había alternativa. Según ella, “miradas indiscretas hay en todas partes” y la última vez que lo habían intentado hacer en una cafetería, una alumna se les había quedado mirando tanto tiempo que Sofía no pudo ni sostener la pluma.

Tomás terminó su turno en el Big Root a media tarde. El ritmo había sido menos agitado, pero no por ello más ligero. Antes de salir, envolvió dos hamburguesas con todo —las favoritas de Sofía— y tomó un par de porciones de papas con el último aceite limpio. Sabía que si no lo hacía, ella simplemente volvería a decir que no tenía hambre y luego acabaría bebiendo vino con el estómago vacío.

Cuando llegó al edificio, ya era tarde. Subió las escaleras de dos en dos. Al llegar, tocó la puerta con el dorso de la mano, cargando la bolsa aún tibia en la otra. La puerta se abrió a los pocos segundos.

—Estás justo a tiempo para salvarme del hambre o de la embriaguez —dijo Sofía al abrirle, apoyándose con una mano en el marco. Llevaba el cabello recogido en un moño mal hecho, y la botella de vino medio vacía descansaba sobre el mesón de la cocina. Llevaba una camiseta amplia y unos pantalones de algodón que claramente no estaban pensados para recibir visitas. Aun así, se veía más viva de lo habitual.

—Menos mal que traje provisiones —respondió Tomás, alzando la bolsa—. Si vas a corregir mi manuscrito bajo el efecto del vino, al menos que sea con una hamburguesa en la mano.

—Eso sonó muy romántico, en una versión decadente —bromeó, cerrando la puerta tras él.

Se acomodaron en la cocina, como siempre. Tomás sacó las hamburguesas y las puso sobre el mesón mientras Sofía buscaba dos copas —una limpia y una que enjuagó rápidamente—. Cuando por fin se sentaron a comer, el silencio fue momentáneo, roto solo por el crujir del papel de las bolsas y el primer bocado.

—Dios —murmuró Sofía, relamiéndose los dedos—, esto es exactamente lo que necesitaba.

—Lo sabía. Te conozco más de lo que admites.

—¿Sabes qué es lo peor? —dijo con una sonrisa ladeada—. Que tienes razón.

Comieron con calma, sin prisa, mientras el manuscrito reposaba abierto sobre la mesa, como si también estuviera tomándose un respiro. Cuando terminaron, Tomás se lo acercó con delicadeza, y ambos comenzaron a repasar las últimas correcciones. Frases que no fluían del todo, palabras que podían volverse más precisas, incluso una metáfora que Sofía tachó sin contemplaciones.

—Demasiado obvia. Tú puedes hacerlo mejor —sentenció, sin levantar la vista.

Tomás asintió, resignado. Era su crítica más feroz, pero también su más honesta.

Pasaron un par de horas así, enfrascados en el texto, en discusiones mínimas, en risas inesperadas, en silencios que no necesitaban explicación. Cuando cerraron el manuscrito, cerca de las diez de la noche, Sofía se estiró en la silla como si le hubieran quitado un peso del pecho.

—Bueno… está —dijo, dejando escapar un suspiro.

—¿Eso significa que tengo tu bendición?

—Te falta una oración final —respondió, con voz de profesora—. Y un título que no parezca sacado de una canción de rock gótico.

—“Ecos de la Herejía” no es tan malo.

—No digo que sea malo. Digo que es pretencioso —bebió un trago de vino, con una sonrisa burlona.

Tomás se echó hacia atrás en la silla, cansado, pero contento.

Fue entonces cuando ella lo miró con más calma. La luz cálida del departamento iluminaba sus facciones de forma suave. No había en él nada espectacular ni llamativo, pero había algo… verdadero.

—Intenté escribir hoy —dijo, de pronto.

Tomás alzó las cejas, sorprendido.

—¿De verdad?

Ella asintió, como si el acto de afirmarlo le costara esfuerzo.

—Una página. Tal vez dos. No es gran cosa. Pero las palabras salieron… sin odiarlas.

El rostro de Tomás se iluminó como si acabaran de darle un regalo.

—Sofía… eso es maravilloso.

—No empieces con tus celebraciones prematuras —lo interrumpió, levantando la mano—. No estoy diciendo que vaya a terminarla, ni siquiera que la retome. Pero... fue la primera vez en años que no me paralicé frente al cursor. Tal vez —bajó un poco la voz—, tal vez tú tengas algo que ver con eso.

Tomás no respondió de inmediato. La miró con una mezcla de ternura y asombro, sabiendo que para ella, decir eso era más íntimo que cualquier caricia.

—Me basta con saber que volviste a escribir —dijo al fin.

Ella sostuvo su mirada unos segundos. Luego, con un suspiro, se puso de pie.

—Bueno. Ahora necesito más vino.

—No, no necesitas —Tomás la detuvo, con una sonrisa amable—. Pero puedes tener más si prometes guardar algo para mañana.

Ella rio. Se acercó y le tendió la copa.

—Sabes que no cumplo promesas.

Tomás la tomó con suavidad de los dedos y la llevó a la cocina, buscando distraerla. Y sin decir nada más, comenzó a lavar los platos. Ella, detrás, lo observó en silencio.

Su apartamento ya no le parecía tan sombrío. Ya no olía solo a vino viejo y comida rancia. Ahora olía a comida caliente, a tinta y papel, a ese manuscrito que habían desentrañado juntos. Olía a presencia. A compañía.

Y en ese instante se dio cuenta de que algo en ella estaba cambiando. Lentamente, pero con firmeza.

No era solo que él le cocinara, o la cuidara, o que la empujara a escribir de nuevo.

Era que, sin saber cómo ni cuándo, Tomás se había vuelto parte de su día a día.

Y eso… eso le asustaba más de lo que podía admitir.