El día siguiente llegó con la necesidad ineludible de volver al hospital. Tomás no había podido mantenerse alejado más tiempo. Algo dentro de él —culpa, afecto, incertidumbre— lo empujaba de vuelta a esa habitación blanca, donde el tiempo se alargaba y acortaba sin lógica.
Llevaba la esperanza entre los dedos, deseando que Delia hubiera vuelto a ver a su padre. Cuando abrió la puerta, su mirada se posó en el rostro pálido del profesor. A pesar de que seguía tan delgado como siempre, algo en sus ojos brillaba con una luz distinta, más calma, más honda.
—Parece que hubiera visto a Dios —comentó Tomás con una media sonrisa, cerrando la puerta tras de sí.
El profesor giró apenas la cabeza, con la lentitud de quien ya no tiene fuerzas de sobra para desperdiciar.
—Si existe, supongo que me ha dado una oportunidad que no esperaba —dijo con una voz áspera, pero serena, casi transparente.
Tomás se sentó en el banquillo junto a la cama y apoyó los antebrazos en las rodillas.
—También traigo una buena noticia —añadió, y su sonrisa creció un poco.
—Entonces no te la guardes, muchacho.
—Terminé el manuscrito de mi novela. Solo faltan unas correcciones que hicimos ayer con Sofía.
Por un instante, los ojos del profesor adquirieron una claridad insólita, como si la cercanía de la muerte le hubiese otorgado una dosis de lucidez que ningún médico podría explicar.
—Me alegro por ustedes —dijo con genuina calidez—. Espero alcanzarlo a leer. Pero, antes de que se me escape, déjame darte una advertencia.
Tomás asintió con la cabeza.
—Por supuesto.
—Sofía es buena persona —empezó el profesor, con un tono bajo, pero firme—. En más de un sentido, se parecen. Ya te lo he dicho. Pero escúchame, si vas a jugar con una pieza de cristal, no huyas cuando se rompa.
La sonrisa de Tomás se desvaneció lentamente, como la luz al final de una tarde.
—No necesita decírmelo —respondió, conteniéndose—. ¿Acaso le parezco alguien que abandona a sus amigos?
—No —dijo el profesor, mirando el techo con una lentitud dolida—. No has abandonado a un viejo moribundo, ¿cómo lo harías con alguien que te importa de verdad? Pero… nadie puede estar en todas partes al mismo tiempo, Tomás. Y a veces, sin querer, se rompen cosas.
Tomás quiso cambiar el rumbo de la conversación. El peso del tema le arañaba por dentro.
—¿Su hija… volverá?
El profesor lo miró de nuevo. Sus ojos azules, ahora velados por la enfermedad, no habían perdido del todo su intensidad.
—Tomás… si hay algo que he aprendido en esta vejez inmerecida, es que todo puede perderse con facilidad. El afecto, la salud, la lucidez, incluso el tiempo que creías que tenías. Ahora pareces feliz… he visto que ella sonríe más también. Los sentimientos, cuando se parecen, se enredan. Es parte del juego de estar vivos.
—Pero ella es mi profesora —se defendió Tomás, como quien aún necesita de una excusa moral para sostener su equilibrio.
—Sé que eso dice ella —replicó el profesor con una media sonrisa, algo entre cansancio y ternura—. Pero cuando un ave herida recupera sus alas, vuela. Y uno debe saber cuándo soltarla.
Tomás guardó silencio. Era lo que siempre había intuido, lo que no quería aceptar.
—Puede estar tranquilo —dijo, al fin—. Nunca esperé que fuera de otra manera.
—Eso espero —respondió el profesor, tendiéndole la mano con esfuerzo—. Porque cuando eso pase… probablemente yo ya no estaré aquí para recordártelo.
Tomás alzó la mirada, atrapado entre las palabras y el dolor.
—No diga eso, profesor…
—Escúchame esta vez —lo interrumpió el anciano, con una voz que parecía surgir del fondo de su alma—. Si logras sanar esa avecilla… si la ayudas a volar… ¿la dejarás ir?
Tomás bajó la mirada. Sentía un peso aplastante en el pecho. Sabía que las lágrimas querían abrirse camino, pero las contuvo con los dientes apretados.
—¿Lo harás? —insistió el profesor, como si necesitara oírlo.
—Lo haré —dijo finalmente, con voz rasposa.
El profesor sonrió con una mezcla de alivio y tristeza.
—Algunos vinieron a este mundo a curar a otros, Tomás… solo espero que esa bondad que das… te sea devuelta alguna vez, pero sin que haya dolor.
Tomás no pudo evitarlo. Apoyó su frente en la mano del profesor, como un niño buscando refugio. Contuvo el llanto como pudo.
—Eso me va a pesar…
—No lo dudo —susurró el profesor—. Y lo lamento.
Tomás salió de la habitación como si el aire se le hubiera acabado. Necesitaba oxígeno, aunque fuera de la máquina expendedora de café. Puso las monedas con manos temblorosas y recibió ese líquido oscuro, tibio y aguado como una falsa promesa. Aun así, le sirvió. El sabor mediocre le devolvió un poco de realidad.
Cuando volvió a la habitación, el profesor miraba por la ventana, aunque desde su cama apenas podía ver más que un trozo del cielo.
—¿Cree que su hija volverá?
Krikket suspiró con pesadez.
—Quiero creerlo. Aún tenemos mucho que decirnos. Si no vuelve, al menos me ha dado la oportunidad de verla una última vez… algo que no merecía. Y eso… es más de lo que esperaba.
—¿Le dirá algo a su madre? —preguntó Tomás, con cierto cuidado.
—No lo creo —respondió con voz queda—. ¿Por qué herirla a esta altura? Yo tampoco lo haría. Algunas heridas… no conviene abrirlas otra vez.
Tomás asintió lentamente.
Y por unos instantes, el silencio se asentó en la habitación como un manto, pesado pero necesario, como si ambos comprendieran que estaban compartiendo el borde final de algo muy grande, y que no se decía adiós con palabras, sino con presencias sostenidas.