El día transcurría con lentitud. Afuera, las nubes comenzaban a teñirse de ámbar. La luz del sol declinaba con pereza, filtrándose a través de las persianas del hospital y proyectando sombras alargadas en el suelo de la habitación. El profesor había caído en un breve sueño, uno de esos que parecen más una tregua que un verdadero descanso.
Tomás, que había permanecido en la sala de espera unos minutos, meditaba en silencio mientras revolvía su segundo café. No quería marcharse todavía. Algo en su pecho, una intuición sorda, le decía que debía quedarse un poco más.
Entonces lo vio. Desde el pasillo, distinguió a Delia. No estaba sola.
Venía del brazo de su esposo, un hombre alto, de rostro sereno y firme, y entre ellos, dando pasos pequeños y torpes con botas rosas y una bufanda torcida, una niña de no más de seis años. Llevaba en la mano un dibujo arrugado, hecho con crayones y colores vibrantes. Delia cargaba una pequeña bolsa con lo que parecía ser fruta, jugo, y un ramo de flores frescas.
Tomás se levantó de inmediato, pero no se acercó. Algo le dijo que ese momento no le pertenecía.
Delia lo reconoció con la mirada, y asintió apenas, sin detenerse. Cuando entraron a la habitación, Tomás los observó desde lejos, sintiéndose como una sombra en la orilla de algo sagrado.
La puerta se abrió suavemente. El profesor, adormilado, giró con esfuerzo la cabeza hacia el sonido. Al ver a Delia, primero parpadeó con desconcierto. Pero entonces la vio a ella… a la niña.
Y el tiempo se detuvo.
Delia sonrió, más temblorosa de lo que quería demostrar. Su esposo permaneció a su lado, sin decir palabra. La pequeña, tímida al principio, avanzó unos pasos por delante y extendió el dibujo con manos inseguras.
—Hola… —dijo con voz suave— ¿usted es mi abuelito?
El profesor se quedó sin aliento. Algo invisible se rompió dentro de él, una represa, una cadena, un dolor.
—Sí —susurró con la voz rota, mientras las lágrimas le llenaban los ojos—. Sí, pequeña, lo soy…
Delia lo observó en silencio. Fue entonces cuando entendió que eso era lo que él necesitaba. No el perdón, no el tiempo perdido, no explicaciones. Lo que ese hombre enfermo necesitaba… era ver con sus propios ojos que algo había florecido a pesar de su ausencia. Que su historia, por mucho que se hubiera desviado, no había terminado en un punto muerto. Había una nueva vida. Una niña que lo miraba sin rencor, que no cargaba el pasado.
—Ella quería conocerlo —murmuró Delia, con la voz quebrada.
El profesor asintió, incapaz de hablar.
La niña le entregó el dibujo. Era una figura de palitos, con una gran sonrisa y un sol gigante. Decía, con letras mal escritas: “Abuelito con mi mamá”. Él apretó el papel con una ternura sagrada, como si ese fuera su mayor tesoro.
—Gracias… —susurró—. Gracias, Delia. Gracias por esto.
Ella se acercó un poco más, dejando que la niña se tomara de su mano. Se sentó en el borde de la cama y por primera vez en más de veinte años, padre e hija compartieron el mismo espacio, sin palabras que pesaran más que sus miradas.
—No me pidas que te perdone —dijo ella sin dureza—. No sé si podré hacerlo. Pero vine… porque pensé que tú también debías ver lo que perdiste.
Él asintió, comprendiendo cada palabra.
—Y ahora lo veo. Gracias… por no quitarme esta última alegría.
Su nieta se acurrucó junto a Delia, mientras su esposo ponía el ramo en el jarrón junto a la cama.
—Papá —murmuró Delia, y la palabra cayó como un alud de memorias—. No sé si volveré, pero quería que al menos la conocieras. Eso… eso no me lo podía guardar.
El profesor la miró largo rato. Y luego, como quien acepta el fin de una larga marcha, dejó caer la cabeza hacia el respaldo, todavía sonriendo.
—Ya puedo dormir tranquilo —dijo, con voz tenue—. El mundo me dice que debo despedirme… pero al menos me deja llevar esta imagen conmigo.
Tomás, desde el pasillo, vio a Delia salir con su familia. Esta vez no era la mujer fría que había conocido, ni la hija dolida. Su rostro era más humano, más sereno. Y la niña —la pequeña nieta del profesor— le hizo un gesto de despedida con la mano.
Tomás le devolvió el gesto, con un nudo en la garganta.
Regresó a la habitación del profesor poco después. La luz ya se había tornado dorada, y en el jarrón las flores nuevas parecían revivir el aire.
El profesor dormía.
Y por primera vez en mucho tiempo, parecía realmente en paz.