Las semanas pasaron más lentas de lo que Soledad habría querido.
Intentó llenar sus días como siempre: trabajo en la peluquería, salidas con amigas, cenas con su novio. Pero todo parecía encajar de forma forzada, como si viviera dentro de una maqueta mal ensamblada. Cada gesto, cada palabra, cada risa, sonaba hueca. Era como si una nota desafinada persistiera en la melodía diaria de su vida.
Y ese ruido… tenía un nombre.
Tomás.
Desde aquel día en la playa, su pensamiento se deslizaba hacia él sin que ella pudiera evitarlo. A veces, mientras atendía a un cliente, se descubría recordando la expresión de su rostro cuando le había gritado que no la siguiera. Otras veces, en la noche, se sorprendía preguntándose qué estaría haciendo, si seguiría escribiendo, si la odiaba.
Lo peor era cuando estaba con su novio.
Antes, estar con él le resultaba sencillo. Natural. Ahora, de repente, sentía una distancia que antes no estaba ahí. Pequeñas cosas la irritaban más de la cuenta. Su tono de voz, la forma en que hablaba de su trabajo, cómo no le hacía preguntas que antes le parecían insignificantes. Tomás en cambio solía preguntarle cómo se sentía, cómo había estado su semana, la escuchaba pacientemente y la trataba como si fuera un cristal que se rompiera al más ligero toque.
En cambio, con su novio, cada vez que se reía, algo dentro de ella se tensaba, como si estuviera mintiendo sin querer. Su novio notó su distancia. Lo notó en las cenas silenciosas, en los besos tibios, en las respuestas que llegaban con retraso. Cada vez que la abrazaba, Soledad pensaba en otra persona. Y se odiaba por ello.
Lo peor era que no entendía por qué.
¿Por qué se había sentido así cuando Tomás mencionó lo del concurso? ¿Por qué esa revelación la había dolido de una forma que no tenía sentido?
Si se lo preguntaba a sí misma con honestidad, sabía la respuesta.
Era porque Tomás le importaba.
No como un simple amigo con el que bromeaba. No como un juego que ella podía manejar a su antojo. Le importaba de verdad.
Y eso la aterraba.
La aterraba porque no debía ser así. Porque ella tenía su vida, tenía su relación. Porque ella no era el tipo de persona que se enredaba en cosas imposibles.
Pero entonces… ¿por qué esperaba que Tomás la llamara?
Era una pregunta absurda, pero ahí estaba. Como si, en su interior, una parte de ella estuviera esperando que él diera el primer paso, que hiciera algo para arreglar lo que había pasado en la playa.
No debería ser ella quien llamara.
Pero los días pasaron. Y Tomás no llamó.
Al principio, trató de convencerse de que no importaba. Pero, en el fondo, lo hacía.
Mucho.
Se preguntó si él estaría enojado con ella. O peor aún, si simplemente había decidido dejarla atrás.
La idea le revolvió el estómago, porque sabía bien que si ella se lo pedía, él se alejaría para siempre, y justamente eso había hecho.
Intentó ignorarlo. Pero cada vez que miraba su teléfono, sentía el peso de la conversación no tenida, del silencio que se extendía entre ambos como una grieta que crecía con cada día que pasaba.
Hasta que no pudo más.
Una noche, después de una jornada agotadora en la peluquería, se dejó caer en su cama con el teléfono en la mano y abrió su lista de contactos.
Ahí estaba su nombre.
Tomás.
Dudó.
No porque no quisiera llamarlo, sino porque no sabía qué decir.
¿Qué le diría? ¿Que lo extrañaba? ¿Que se había pasado las últimas semanas pensando en él cuando no debería? ¿Que cada vez que cerraba los ojos, recordaba la expresión de su rostro cuando le contó sobre su escritura?
No podía decirle eso.
En su lugar, deslizó el dedo por la pantalla y escribió un mensaje.
"Nos vemos en el café de siempre. Mañana a las cinco. Si puedes."
Lo envió antes de poder pensarlo demasiado.
Cuando la notificación de “mensaje enviado” apareció en la pantalla, sintió un nudo en el estómago.
¿Qué pasaría si no respondía? ¿Si la ignoraba? No lo haría, ¿verdad? Tomás no era ese tipo de persona.
Apoyó el teléfono en su pecho y cerró los ojos con fuerza.
No sabía si lo que hacía era una despedida o un intento de recomponer lo que había roto, pero sí sabía una cosa:
Lo extrañaba.
Con una intensidad que no tenía nombre.
Y no poder llamarlo como antes, no poder reírse con él como antes, no poder fingir que todo era solo un juego, la estaba destrozando más que cualquier ruptura.
Porque nunca pensó que alguien que entró en su vida sin permiso, terminaría ocupando tanto espacio.
Y ahora… no sabía cómo vivir sin esa presencia.
Ni cómo aceptar que tal vez, ya era demasiado tarde.