Heme aquí, herido (parte 13)

El mensaje de Soledad llegó sin previo aviso.

Después de dos semanas de silencio sepulcral. Después de noches en las que su rostro se colaba entre sueños difusos, robándole el descanso. Después de días en los que su nombre se instalaba, callado pero persistente, en los bordes de su pensamiento. Después de todo eso… ella simplemente apareció.

“Nos vemos en el café de siempre. Mañana a las cinco. Si puedes.”

Lo leyó una vez, luego otra y otra más.

No era un mensaje particularmente emotivo. No había disculpas. No había explicaciones. Ninguna palabra que justificara el vacío de los últimos días, ni una frase que insinuara siquiera que algo había cambiado.

Solo una cita, sencilla, directa precisa.

Y, sin embargo, algo dentro de él se sacudió. No era alegría, no era alivio. Era una mezcla tensa de expectativa, temor y ese viejo anhelo que nunca terminaba de marcharse.

“Te esperaré ahí.”

Esa fue su respuesta. Escueta. Casi neutra.

Y en cuanto la envió, se quedó mirando la pantalla como si esperara que brotara algo más de ella. Como si de pronto, después de dos semanas de ausencia, le fuera a llegar un segundo mensaje. Pero no llegó, y quizá estaba bien así, era mejor así.

Pensó en escribir algo más. Algo que no sonara tan seco. Quizá una broma, alguna de esas frases que antes compartían con naturalidad, pero no lo hizo. Porque no sabía cómo situarse frente a ella ahora, porque no sabía qué quedaba entre ellos y qué se había roto del todo.

Durante esos días de silencio, se había prometido que no la buscaría hasta tener algo real que ofrecerle. Y ahora lo tenía. Su manuscrito estaba terminado. Completamente corregido, con la última página escrita con esa mezcla de alivio y vacío que solo conocía quien había volcado en las palabras todo lo que llevaba dentro.

Aquello que había escrito no era solo una historia. Era él. No el Tomás que los demás conocían. No el que servía hamburguesas en el Big Root, ni el que cuidaba a su madre, ni el que evitaba el ruido en los pasillos del colegio. Era el Tomás que sangraba en silencio, que se rompía sin hacer ruido, que no sabía cómo pedir que lo eligieran.

Y por alguna razón absurda —quizá egoísta—, quería que ella lo leyera, quería que lo viera entero, sin filtros. Sin máscaras.

Pero ella se le adelantó. No sabía qué significaba eso. ¿Estaba arrepentida? ¿Lo había extrañado? ¿Era simple curiosidad, o una forma de cerrar el ciclo?

Todo eso daba vueltas en su cabeza, pero había algo que ya estaba decidido.

Iba a ir.

Iba a presentarse en ese café, a la misma hora, en la misma mesa, como tantas veces. Porque no podía evitarlo. Porque su ausencia le había dolido más de lo que estaba dispuesto a admitir, porque el silencio que ella le había dejado lo acompañaba como una sombra.

Y porque, si algo había aprendido en esas semanas, era que no bastaba con sentir. Había que estar y él iba a estar.

Lo que ocurriera después… Eso ya no dependía solo de él.