El reloj marcaba las 4:50 cuando llegó al café.
El mismo de siempre. El que habían compartido tantas veces, donde las bromas de Soledad siempre se mezclaban con el aroma a café recién hecho.
Se sintió extraño estar ahí otra vez, después de todo lo que había pasado.
Pidió un café negro y se sentó junto a la ventana, donde pudiera verla llegar. Mientras esperaba, sus pensamientos se entrelazaban con la incertidumbre. Había tratado de convencerse de que la ausencia de Soledad no le afectaba tanto. Su vida había estado demasiado ocupada con el colegio, la búsqueda de la familia del profesor y su nuevo trabajo. Pero en los momentos de quietud, cuando no tenía distracciones, se daba cuenta de la verdad.
Ella seguía ahí, como una mancha indeleble en su mente.
Era difícil de explicar. No era solo que la extrañara. Era la sensación de que, de alguna manera, algo había cambiado después de aquella tarde en la playa.
Y lo peor era que él no sabía qué.
Había llegado a la conclusión de que Soledad se sintió apartada de una faceta de él que desconocía. Tal vez eso la había herido, porque siempre actuaba como si lo conociera por completo. Como si pudiera leerlo con una facilidad insultante.
Pero… ¿por qué le había afectado tanto? Por un instante, se preguntó si ella se había enamorado de él, pero la idea era ridícula. Soledad nunca lo había tratado como algo más que un juego. Siempre hablaba de “práctica”, siempre dejaba en claro que todo era fingido.
No, si alguien se había enamorado, probablemente era él, si es que ya no lo estaba sin haberse dado cuenta y eso que sentía era justamente “amor”.
El pensamiento lo golpeó con más fuerza de la que le habría gustado admitir. No, no podía ser. Él no era tan ingenuo. No podía haberse enamorado de alguien que le recordaba constantemente que todo era un simple juego.
Suspiró y miró la puerta.
Entonces la vio.
Soledad entró al café con la misma seguridad de siempre. Pero algo en su expresión era diferente. No era la misma calma, no tenía esa sonrisa burlona que solía llevar cuando lo veía.
Se acercó a la mesa, con el abrigo aún puesto, y lo miró por un instante antes de sentarse frente a él.
—Hola, Tomás.
Él asintió con una leve sonrisa.
—Hola.
Por un momento, ninguno de los dos dijo nada. El silencio entre ellos no era incómodo, pero tampoco era el de antes.
—No has cambiado mucho —comentó ella, rompiendo el silencio.
—¿Esperabas que cambiara en dos semanas?
Soledad sonrió con suavidad, pero no con su usual picardía. —Quizá.
Tomás dio un sorbo a su café antes y luego dijo —¿Por qué me llamaste?
Ella bajó la mirada, como si estuviera escogiendo sus palabras con cuidado.
—Porque… —hizo una pausa— porque no quería que terminara así.
Tomás sintió un nudo en el estómago.
—¿Así cómo?
—Como si nunca hubiera pasado nada.
Él frunció ligeramente el ceño. —No entiendo.
Soledad suspiró y apoyó los codos sobre la mesa —Mira… No sé qué me pasó ese día. De verdad. No fue justo para ti.
Tomás no respondió de inmediato.
—Te dolió que no te lo contara antes.
Ella asintió.
—Sí.
—Pero… ¿por qué?
Soledad lo miró a los ojos.
Y por primera vez en mucho tiempo, él sintió que ella no tenía una respuesta.
—No lo sé —dijo finalmente, encogiéndose de hombros—. Solo... me sentí lejos.
Tomás la observó en silencio, no sabía qué quería escuchar. Pero de algo estaba seguro: esta Soledad, la que tenía enfrente, era diferente. No era la que jugaba con él sin importar las reglas. No era la que lo veía como una simple práctica. Era alguien que, por primera vez, parecía haber perdido el control.
Y eso… eso significaba algo.
Lo que fuera que habían construido entre ellos, lo que fuera que los unía, estaba cambiando. Y aunque no sabía a dónde los llevaría, algo le dijo que ya no había vuelta atrás.
Tomás no podía recordar la última vez que se había sentido tan cómodo con Soledad. No porque no estuvieran riendo, no porque estuvieran en perfecta sincronía con sus juegos y provocaciones. Sino porque, por primera vez, ella no estaba jugando con él.
Y lo prefirió así.
Se lo dijo.
—Me gusta esto —murmuró, observándola—. Que no estés jugando conmigo.
Soledad parpadeó, sorprendida por la franqueza.
—¿Qué quieres decir?
Tomás apoyó los codos sobre la mesa y la miró fijamente.
—Que esto se siente más real.
La palabra golpeó algo dentro de ella.
Real.
Su estómago se contrajo. Ese era un término peligroso. Uno que no quería, que no podía aceptar. No podía permitirse que esto fuera real, porque si lo era, significaba que todo lo que había tratado de evitar, todo lo que había negado, era cierto.
Y no estaba lista para eso.
No dijo nada. Simplemente hundió ese pensamiento en lo más profundo de su mente, donde no pudiera alcanzarla.
Tomás, sin darse cuenta de la tormenta interna que acababa de despertar, sacó algo de su bolso y lo colocó sobre la mesa entre ambos.
Un manuscrito.
Soledad bajó la mirada y vio su nombre en la portada.
—¿Qué es esto?
—Lo terminé —dijo Tomás, con una calma que le pareció aterradora—. Es mi historia.
Ella levantó la vista y encontró sus ojos fijos en ella, con una intensidad que la dejó sin aliento.
—No se lo he mostrado a nadie más —continuó—. Espero que te guste.
En ese instante, Soledad entendió algo. Si tomaba ese manuscrito, estaría entrando en un lugar del que no podría salir fácilmente. Sería aceptar que importaba más de lo que debía. Que lo que había entre ellos nunca había sido un simple juego. Y, lo más aterrador de todo, significaría aceptar que él ya le había robado el corazón.
No podía.
No debía.
Así que hizo lo único que sabía hacer bien: retrocedió.
—¿Seguro que quieres que lo lea? —preguntó con una sonrisa ladeada, inclinándose hacia él—. ¿Y si me burlo de cada página?
Tomás la observó por un momento, y luego sonrió.
—Entonces tendré que prepararme para soportarlo.
Ella dejó escapar una risa ligera, tomando la carpeta con gesto despreocupado.
—Bien, pero si es aburrido, lo usaré como almohada.
—Tienes permiso para hacerlo —respondió él, sin dejar de mirarla.
Y en ese momento, Soledad supo que Tomás lo había entendido. Que comprendía que esa otra Soledad, la que por un momento se había asomado en el café, ya no estaba accesible para él. Que ese lado más real de ella le estaba vedado, porque ese era su lado débil y menos vivaz, aquel que se revolcaba en la cama esperando un mensaje, ese que era nervioso y frágil, uno que no estaba dispuesta a entregar.
Y él aceptó eso sin discutir.
Y Soledad entendió. Tomás la estaba dejando decidir, como siempre. Como cuando ella lo empujaba lejos y él obedecía sin decir nada. Como cuando se marchaba sin explicaciones y él la esperaba sin reproches.
La conversación se deslizó hacia temas más banales. El café, el trabajo, el clima. Pero ya no eran los mismos.
Ambos sabían que algo había cambiado.
Y aunque Soledad fingiera que todo seguía igual… el manuscrito sobre su regazo pesaba como una verdad no dicha. Una puerta abierta hacia un lugar del que, si entraba, no podría salir sin dejar algo atrás.
Y en su interior, esa palabra volvió a aparecer, como un susurro molesto, por su peso, un peso tan grande, que no estaba segura si lo quería aceptar.
Real.