Soledad cerró la puerta de su habitación con el corazón latiendo con fuerza en su pecho.
Había sido un día largo, demasiado largo. Pero al menos, después de todo, las cosas con Tomás volvían a estar bien. Habían vuelto a su equilibrio, a su juego de siempre, a su amistad.
Había recuperado su amistad y eso significaba que todo estaba bien. Todo tenía que estar bien.
Soltó un suspiro profundo y miró la carpeta entre sus manos, el manuscrito que Tomás le había entregado. Con un gesto casi mecánico, cruzó la habitación y lo dejó sobre su escritorio, encendiendo la lámpara pequeña que siempre iluminaba sus noches de estudio y trabajo.
El cálido resplandor se expandió por la superficie de madera, proyectando sombras suaves sobre las paredes. Por un momento, contempló el sobre sin abrir, podía dejarlo para otro día. Podía esperar, pero su mano ya estaba rasgando el papel con un movimiento decidido, como si su cuerpo supiera algo que su mente aún no estaba lista para aceptar.
Cuando el sobre cedió y el manuscrito quedó al descubierto, Soledad deslizó la mirada hasta la portada.
Y se quedó completamente inmóvil.
“Estaciones de Soledad”.
El aire pareció abandonar la habitación.
Algo denso y profundo le oprimió el pecho, una presión silenciosa que la dejó sin respiración. Gritó en su interior con desesperación “No. No, no, no”. Su mente quiso rebelarse, quiso negarlo, quiso no ver la verdad que ardía frente a ella con una intensidad cegadora.
Pero ya era demasiado tarde.
Esa simple frase, ese título escrito en tinta negra, había roto la ilusión que con tanto esfuerzo había construido. Lo supo en ese instante. Si leía esas páginas, si se sumergía en lo que Tomás había escrito, no habría marcha atrás. No podría seguir fingiendo que podía pasar de un lado al otro de sus emociones, que podía jugar con sus propios sentimientos sin que tuvieran consecuencias.
Tendría que elegir.
Avanzar o retroceder, aceptar o huir.
Pero el filo de la espada ya estaba bajo sus pies, y lo único que podía hacer era caminar sobre él hasta que tomara una decisión.
Con una mezcla de temor y anhelo latiendo en su interior, abrió la primera página. Y comenzó a leer.
Las horas pasaron sin que se diera cuenta. Rio, lloró, se detuvo a respirar cuando las palabras le pesaban demasiado en el pecho.
Era Tomás en su forma más pura.
No el muchacho que callaba cuando debía hablar, no el que parecía demasiado maduro para su edad y a la vez tan frágil. No el que la seguía con la mirada sin atreverse a alcanzarla.
Era Tomás desarmado.
Verdadero.
Doloroso.
Cada página, cada línea, cada frase contenía la esencia de su alma.
La historia hablaba de dos personas que se encontraban en distintas estaciones de su vida. Dos personas que compartían momentos efímeros, que construían un puente invisible entre ellos sin atreverse a cruzarlo.
Había tanto de ellos en esas páginas que resultaba insoportable, como si él lo hubiera escrito sabiendo que ella lo leería. Porque cada palabra no era solo una historia, era una confesión.
Un acto de valentía silencioso.
Un amor oculto bajo la tinta, disfrazado de ficción, pero con una verdad tan hiriente que la perforó hasta lo más profundo.
Cuando llegó a la última página, su visión estaba borrosa.
Dejó el manuscrito a un lado con manos temblorosas y se tendió en la cama, con el antebrazo cubriendo sus ojos, intentando contener la tormenta dentro de ella.
Pero era inútil.
Las lágrimas escaparon, ardientes y traicioneras, sin freno. Su corazón había sido estrujado con cada página y ahora yacía sobre su cama, como un lecho sobre el que quedaba un despojo de ella.
No podía simplemente aceptar esa declaración de amor encubierta. No podía cambiar su vida por él. No podía permitir que todo lo que había construido, su relación con su novio, su trabajo, sus certezas, se desplomaran por culpa de algo que se suponía que no debía ser real.
Era ella quien tenía el control. Era ella quien lo conocía bien. No al revés.
Y entonces, con la respiración entrecortada y el estómago retorcido de culpa, tomó su celular y escribió un mensaje.
"Me gustó mucho tu libro, gracias por dejarme leerlo, eres un gran amigo."
Las lágrimas cayeron sobre la pantalla en cuanto lo envió, se mordió el labio, nerviosa. Quería tenerlo cerca, pero no quería dar un paso en falso.
Apretó los labios con fuerza.
Eso era lo correcto. Eso era lo que tenía que hacer.
Pero apenas envió el mensaje, su celular vibró con una respuesta inmediata.
"Gracias a ti por leerlo."
Una respuesta que parecía saberlo todo, entenderlo todo. Una respuesta sin reclamos, sin exigencias. Una respuesta que aceptaba la derrota.
Y eso fue lo peor.
Porque él siempre la dejaba ir. Incluso cuando ella deseaba, secretamente, que la detuviera. Soledad apretó el celular contra su pecho. Sus labios temblaban. El corazón le dolía. Y por primera vez, entendió que el amor real no era un fuego abrasador, sino una herida silenciosa, profunda, de la que uno no puede escapar.
Tomás le había mostrado el suyo.
Y ella, simplemente, se escondió.