El timbre sonó apenas una vez, y Sofía ya sabía quién era.
No hacía falta mirar por la mirilla ni preguntar con quién tenía el gusto: Tomás tenía una forma de estar en el mundo que se anunciaba antes de que él lo hiciera. Como un cambio en la atmósfera, como una pausa en la rutina.
Le abrió sin decir nada. Solo lo miró.
Y él, sin decir nada tampoco, alzó la carpeta que llevaba en la mano.
El manuscrito.
—¿Es ese? —preguntó ella con una sonrisa leve, algo distinta a las anteriores. Más suave, más íntima, menos irónica.
—Sí —respondió él—. Versión final. Lo enviaré esta semana.
Sofía lo tomó entre sus manos como si pesara más de lo que aparentaba. Y en cierto sentido, así era.
Ya no era solo el conjunto de páginas que habían corregido juntos, entre copas de vino, discusiones veladas y pausas largas de silencios compartidos.
Ahora tenía título.
Y el título era un golpe en el centro del pecho.
"Estaciones de Soledad".
Ella tragó saliva y fingió que no lo había notado. Que no sentía el vértigo.
Pero lo sentía.
Porque lo entendía.
Porque sabía que ese libro no era solo una historia.
—¿Trajiste algo más? —preguntó desviando la mirada hacia las bolsas que él traía—. Dime que no pensaste dejarme morir de hambre esta semana.
Tomás asintió, como si eso fuera lo más natural del mundo.
—Comida para sobrevivir hasta el viernes. Lasaña para dos días, sopa para tres, y arroz con verduras para cuando ya no tengas fuerzas ni para calentar algo.
—Eres peor que un padre sobreprotector —murmuró ella, dejando el manuscrito sobre la mesa, sin soltarlo del todo.
—¿Y tú peor que una adolescente sin disciplina alimentaria?
Ella rio. Esa risa suave, que había comenzado a escapársele más seguido últimamente, sin que ella misma se diera cuenta.
Esa risa que él buscaba, sin decirlo, cada vez que la visitaba.
Mientras Tomás se dirigía a la cocina y comenzaba a llenar el refrigerador, Sofía se dejó caer en el sofá con el manuscrito sobre las piernas.
No lo abrió aún.
Solo acarició la portada con los dedos, siguiendo las letras con la yema.
“Estaciones de Soledad”.
Había leído cada parte, cada diálogo, cada inciso… había sugerido cambios, a veces mínimos, a veces estructurales. Pero ahora, verlo todo impreso, definitivo, con ese nombre grabado al frente, le removía algo que no sabía nombrar.
Le dolía.
Pero no de forma hiriente. Era un dolor cálido, extraño.
Como si alguien le hubiese dado un espacio para existir sin pedirle permiso.
—¿Vas a leerlo otra vez? —preguntó Tomás desde la cocina, con la cabeza asomando por la puerta entreabierta.
—No sé… —respondió ella, abrazando el manuscrito como si le diera frío—. Es distinto ahora. Tiene nombre.
Tomás regresó, secándose las manos en un paño de cocina, y se sentó a su lado sin decir nada.
Sofía giró el rostro hacia él.
—¿Por qué le pusiste ese título?
Tomás tardó en responder.
—Porque es todo lo que aprendí estos años. Que hay estaciones… de distancia, de vacío, de espera. Y que, a veces, alguien pasa por ellas y se queda. Aunque sea un rato.
—¿Y yo? —preguntó ella, apenas en un susurro— ¿En qué estación estoy?
Él no la miró directamente. Sus ojos se posaron en la ventana, donde la tarde comenzaba a apagarse lentamente, tiñendo las paredes de un naranja cálido.
—La más difícil. La más hermosa. La que nunca deja de doler.
Ella sonrió, con un nudo en la garganta.
—Dios… eres tan ridículamente joven para decir cosas así. —Se inclinó hacia adelante y abrió el manuscrito, como quien se prepara para adentrarse en un bosque espeso—. Pero por alguna razón, me gusta.
Él se levantó para dejarla leer, no quería interrumpirla. Sofía, en silencio, comenzó a recorrer las primeras páginas. Sus correcciones estaban ahí, sí.
Sus marcas, sus notas al margen.
Pero ahora lo entendía de otra forma.
Era como si con cada corrección le hubiera dicho: está bien, sigue adelante, yo te acompaño.
Y Tomás lo había entendido. Lo había transformado en esa última frase que se leía en la contraportada, una que ella no recordaba haber corregido:
"A veces no se trata de llegar, sino de acompañar hasta el final."
Sofía cerró los ojos por un momento, sintiendo que todo en su interior se comprimía.
Él estaba ahí.
Había estado desde el principio.
Había estado incluso cuando ella no quería estar.
Levantó la mirada hacia la cocina, donde él terminaba de preparar una sopa con el cuidado de quien arregla algo frágil.
Y supo que ya no estaba sola.
Aunque no pudiera darle nada. Aunque no supiera si algún día volvería a escribir más allá de unas páginas sueltas. Aunque la vida siguiera pesándole en los hombros…
Él había traído palabras.
Había traído comida.
Había traído refugio.
Y sin quererlo, sin decirlo, sin pedirlo…
había traído hogar.
Tomaron la sopa sentados en el suelo, junto a la mesa de centro del living, como lo habían hecho tantas veces. Sofía con una manta sobre las piernas y la espalda apoyada en el sofá, Tomás con los codos sobre sus rodillas, soplando el vapor con cuidado.
—Está buena —dijo ella, después de probar el primer sorbo—. Mejor que la de la semana pasada.
—¿La de la semana pasada estaba mala?
—No. Pero esta me hace pensar menos —murmuró, mirando el cuenco humeante, como si ocultara un secreto bajo el caldo.
Tomás sonrió apenas.
El silencio entre ellos era cómodo, como una vieja canción que no necesita letra para conmover. Comieron despacio, en sincronía, como si ambos supieran que esa comida tenía algo de ritual, algo de despedida.
Porque la duda, aunque no la dijeran en voz alta, flotaba sobre la habitación como un eco invisible.
¿Y ahora qué?
El manuscrito estaba terminado. Corregido. Listo para enviarse.
La excusa para verse… se había agotado.
Sofía lo sabía. Y la idea le apretaba el pecho.
No era que Tomás la necesitara menos, o que ella hubiera dejado de sentirse acompañada por él. Era algo más profundo: la certeza de que él había sido una luz en su oscuridad sin pedirle nada a cambio, sin medir el tiempo ni los silencios, sin condiciones.
Y ahora, sin ese pretexto, ¿cómo podría seguir viéndolo? ¿Con qué cara se le pedía a un muchacho que siguiera acudiendo a rescatarla?
Ella era una mujer. Él, un estudiante. Aunque la distancia entre ellos parecía haberse ido acortando, a veces de golpe, en realidad se mantenía ahí, como una delgada línea invisible que ambos sabían que no podían cruzar del todo. No todavía.
Y entonces, como si hubiera leído sus pensamientos, fue él quien habló primero.
—Sofía…
Ella levantó la vista, apenas sorprendida por el tono suave de su voz.
—¿Sí?
Tomás dejó la cuchara en el cuenco vacío y sostuvo su mirada.
—¿Puedo seguir viniendo?
Sofía se quedó helada. Por dentro, el corazón se le comprimió como si acabara de ser atrapada con una mentira.
—¿Por qué me lo preguntas? —quiso saber, con voz baja, casi temerosa.
—Porque pensé que quizá ya no tendría motivos —dijo él, rascándose la nuca, incómodo—. Pero me di cuenta de que… no necesito uno. Si tú quieres que venga, vendré.
Ella se mordió el labio inferior, sin poder apartar los ojos de él.
Tomás era muchas cosas. Pero sobre todo, era honesto. Nunca había jugado con sus sentimientos, ni pretendido ser más de lo que era. Y aun así, ahí estaba, diciéndole sin adornos que seguiría yendo si ella se lo pedía.
Porque la quería cerca. Porque no quería perderla.
Y eso… eso la quebró un poco por dentro.
—Claro que puedes seguir viniendo —dijo al fin, la voz algo ronca—. Solo… no sé cuánto más pueda darte.
—No necesito que me des nada —respondió él sin dudar—. Solo… déjame estar.
No dijeron nada más.
Se quedaron ahí, sentados juntos hasta que el reloj avanzó sin clemencia y las palabras dejaron de tener lugar.
Sofía estaba cansada. No solo por el vino o el día, sino por el peso invisible que siempre la acompañaba. No se resistió cuando él la ayudó a levantarse, ni cuando la guió hacia su habitación como tantas veces, con esa suavidad que parecía hecha a medida para ella.
Entraron en silencio.
La habitación estaba tan desordenada como siempre, pero esta vez no intentó disimularlo. Se sentó en el borde de la cama, y antes de que él pudiera despedirse, dijo, casi en un murmullo:
—No te vayas.
Tomás ya se había acercado a la puerta, con el abrigo en una mano. Se detuvo.
Giró sobre sus talones, la miró.
Ella lo miraba también, desde la cama, con la manta entre los dedos y los ojos grandes, húmedos, suplicantes.
Él se acercó, sin prisa, y se inclinó hacia ella.
Como lo había hecho tantas veces antes, le besó la frente con ternura. Esa caricia que nunca pedía nada, que no reclamaba un lugar ni exigía un nombre.
Solo estaba. Solo decía: “estoy aquí”.
Y entonces respondió:
—No me iré. Me quedaré hasta que tú te vayas.
Ella no entendió del todo sus palabras. Estaba adormilada, arrullada por el vino y por el calor de su presencia. Solo asintió con un leve suspiro, cerrando los ojos.
—Sí, papá… gracias —murmuró con una sonrisa cansada.
Y se quedó dormida.
Tomás se sentó en el suelo, a su lado, con la espalda apoyada en la cama.
No encendió la lámpara. No necesitaba luz.
La penumbra era suficiente.
Y allí se quedó, hasta que ella se durmió, en profunda calma al fin.