La cena estaba servida sobre el mantel azul con flores bordadas que Daniela insistía en usar para “las comidas especiales”. Aunque para Tomás, no había nada particularmente festivo esa noche: arroz, porotos verdes salteados y un estofado de carne que había preparado él mismo antes de salir al turno del Big Root. El aroma, sin embargo, llenaba la casa con esa calidez que solo las comidas caseras, hechas con cariño, sabían regalar.
Amelie cenaba en silencio, hojeando el diario con gesto distraído, mientras Daniela, que ya había servido los platos, revolvía el jugo de frambuesa en su vaso, como si buscara alguna epifanía entre los hielos flotantes.
Tomás, que rara vez hablaba primero durante la comida, alzó la voz con una suavidad que no buscaba romper la armonía, sino sumarse a ella.
—La próxima semana será el Festival de Primavera —dijo, levantando la mirada de su plato—. Sunny me dijo que iría con su familia, y… me preguntó si quería ir también. Con mi familia.
El silencio fue inmediato. Solo el tintinear de los cubiertos y el crujido sordo del papel del diario en manos de Amelie llenaban el aire.
—¿Festival de Primavera? —repitió Daniela, con un dejo de entusiasmo—. ¿El de los puestos de comida, los faroles, los fuegos artificiales?
Tomás asintió con una sonrisa breve, algo nostálgica.
—El mismo. Como cuando éramos chicos… ¿te acuerdas? Mamá solía llevarnos. Tú ibas con flores en el pelo, y…
Amelie levantó la vista apenas, arqueando una ceja con elegancia forzada.
—Yo era la que decía que los fuegos artificiales eran una pérdida de dinero público.
Daniela soltó una risita ahogada.
—Y después no se perdía ni uno. Se tapaba los oídos, pero no se movía del banco.
—Eso no lo recuerdo —replicó Amelie, bajando la vista de nuevo hacia el diario.
—Yo sí —añadió Tomás—. Es uno de esos pocos recuerdos que todavía me hacen sonreír sin pensar demasiado.
Hubo un pequeño silencio. No era un reproche, pero el peso de las palabras quedó suspendido sobre la mesa.
Daniela se inclinó hacia Amelie, con una sonrisa tímida pero firme.
—Podríamos ir, solo un rato. No tiene que ser todo el día. Caminamos, comemos algo, vemos las luces. Un paseo, tía.
Amelie entrecerró los ojos. No parecía convencida, pero tampoco descartaba la idea de inmediato. Quizá por el tono de Daniela, que no era demandante. Quizá porque, por mucho que lo negara, también conservaba en algún rincón esos recuerdos antiguos que olían a algodón de azúcar y a cielo iluminado.
—Solo un paseo —dijo finalmente, cerrando el diario con un suspiro—. No esperen que me entusiasme por ver fuegos artificiales con adolescentes chillando alrededor.
Tomás sintió una presión dulce en el pecho, como si algo que no sabía que necesitaba acabara de repararse un poco. Sonrió, bajando los ojos hacia su estofado como para disimular la emoción.
—Un paseo está bien —dijo suavemente—. Gracias.
Daniela lo miró de reojo y le sonrió también. Lo conocía demasiado bien para no notar lo que significaba.
No era un gran gesto. No una declaración de amor familiar. No una redención.
Pero para Tomás…
Para Amelie también, aunque no lo admitiera…
Era mucho.
Era volver a compartir un recuerdo que aún dolía y hacerlo presente, aunque fuera por un rato. Era sentarse los tres en una banca, como antes. Como si, por un momento, todo pudiera estar bien otra vez.
Y eso, en su pequeño universo, era todo lo que necesitaban.