El invierno agonizaba.
Pero no lo hacía en silencio.
A pesar de que el calendario ya anunciaba la llegada de la primavera, el frío seguía calando en los huesos como una despedida que se rehúsa a ser pronunciada. El viento costero arrastraba el olor a sal y a humedad, junto con esa punzada helada que se colaba por los puños de los abrigos y se metía directo en la piel.
El cielo estaba cubierto de nubes bajas, grises, como un telón a medio cerrar sobre un escenario que aún no sabía si estaba por terminar o apenas por comenzar.
Soledad y Tomás caminaban por el camino costero. La tierra bajo sus pies estaba dura, salpicada de hojas secas que se resistían a pudrirse, al igual que ese invierno, que aún tenía fuerzas para quedarse un poco más.
Habían caminado así muchas veces, en ese mismo sendero, entre bromas y silencios, con pasos sincronizados por la costumbre más que por acuerdo. Las palabras a veces se deslizaban con ligereza, otras se atragantaban entre ambos, como si el aire helado también enfriara lo que no se atrevían a decir.
Soledad se decía que estaba bien. Que todo estaba bien. Que el tiempo había pasado, que el peso de su lectura —de ese manuscrito que aún no se atrevía a nombrar en voz alta— se había diluido. Que su decisión había sido la correcta. Después de todo, lo seguía viendo, ¿no? Seguía bromeando con él. Seguía riendo. Y si podía reír… si podía seguir tocando su mano sin que el pecho se le rompiera, entonces no estaba enamorada. Entonces, no había peligro.
Entonces, no importaba.
Por eso, cuando la conversación derivó, como tantas otras veces, hacia temas triviales, se sintió segura. Y cuando bromeó sobre enseñarle a besar a una mujer, lo hizo con la ligereza de siempre.
—Vamos, Tomás —dijo, con una sonrisa torcida—. ¿Nunca has besado a nadie?
Él giró el rostro hacia el mar. Las olas rompían contra las piedras como si el océano también guardara algo que no podía contener.
—No se ha dado la oportunidad —respondió, sin levantar la voz.
Soledad lo miró de reojo. Sabía que algo en él se tensaba cada vez que se hablaba de amor. Sabía que había un dolor que no mencionaba. Pero aun así, empujó un poco más. Necesitaba saber. Necesitaba demostrar (se) que no pasaría nada.
—Anda. Es solo un beso, Tomás. No lo pienses tanto.
Él se detuvo. La miró. Y en esos ojos, bajo esa mirada limpia que siempre parecía buscar verdad incluso cuando nadie la ofrecía, ella vio algo que no esperaba.
Tristeza.
Súplica.
Una súplica muda: No lo hagas si no es real. No me uses para comprobar que no sientes nada.
Pero Tomás no dijo eso. Como tantas otras veces, la dejó hacer lo que ella quiso, porque era ella, solo por ella.
—Está bien —dijo, apenas audible.
Soledad se acercó. El mundo se detuvo.
El primer roce fue leve, un contacto tembloroso, como si ambos caminaran sobre un hilo delgado entre la primavera y el invierno, entre la mentira y la verdad. El beso, por un instante, fue simple. Un gesto. Un experimento.
Pero algo en ella se quebró. Y algo en él se abrió de par en par.
El segundo beso fue distinto.
Más profundo.
Tomás la sostuvo con una ternura que dolía. La sostuvo como si fuera algo que había querido hacer desde siempre, como si ese momento hubiera sido escrito en su piel desde que la conoció. Soledad se aferró a él sin pensarlo, como si su cuerpo supiera antes que su mente que allí había algo peligroso. Algo irreversible y se dejó llevar por esta única vez. Sus manos lo buscaron y sus dedos se entrelazaron con su cabello. Lo llevó hacia ella y él, la sostuvo, para que no se desvaneciera.
Cuando abrió los ojos, él tenía los suyos cerrados. Su expresión era tan serena, tan entregada, que le dolió el alma.
Estaba amándola en silencio.
Y ella… no podía permitirlo.
Cerró los ojos de nuevo. Solo por un momento. Solo para no pensar.
Solo esta vez.
Solo esta vez, y nunca más.
Dejó por ese momento, que ese beso durara lo que tuviera que durar.
Se separaron lentamente. El aire volvió a colarse entre ambos, helado y cruel.
Soledad tragó saliva y, buscando desesperadamente su escudo, recurrió a la sonrisa, a la ironía, al disfraz que nunca fallaba.
—¿Qué piensas ahora? —preguntó, con una risa ligera—. ¿Te dan ganas de tener tu propia novia?
Tomás la miró. Sonrió también. Pero su sonrisa estaba rota, como una ventana que se había quebrado por dentro sin hacer ruido.
—Supongo que comienzo a pensar en ello…
Y entonces ella comprendió que había cometido un error.
Uno que no podría deshacer.
Se giró sin decir más. Comenzaron a caminar otra vez, uno al lado del otro, como antes. Pero ya no eran los mismos. Algo había cambiado, y no podrían volver atrás. Aunque fingieran. Aunque callaran.
El mar rugía a lo lejos, cargado de espuma y lamento.
Y la primavera, aún esperando su turno, se mantenía al margen.
Porque el invierno no se había ido.
Y en sus últimas garras, había arrastrado con él algo que ninguno de los dos sabría recuperar.