Heme aquí, herido (parte 19)

Esa noche, Soledad no pudo dormir.

El frío se colaba por las rendijas de la ventana, y el leve murmullo del viento, que antes encontraba reconfortante, ahora le taladraba los oídos con la misma insistencia con que lo hacían sus pensamientos.

Se había duchado al llegar a casa, con el agua tan caliente que el vapor empañó por completo el espejo del baño. Pero ni así pudo borrar el sabor del beso. Ni el recuerdo del calor en las manos de Tomás, que se había colado en su piel como si le perteneciera.

Se miró al espejo y se obligó a decirse que no era nada. Que había sido un juego, una tontería, un impulso más de los muchos que compartían.

Pero entonces recordó la forma en que él la sostuvo.

La manera en que la miró antes de cerrarle los ojos al mundo.

Y supo que se había mentido.

Caminó descalza por el departamento en silencio, como si las baldosas crujieran bajo su culpa. En el living estaba todo como siempre: su abrigo en la silla, el bolso abierto sobre el sofá, un libro a medio leer sobre la mesa. Todo igual… excepto ella.

Se dejó caer sobre el sofá con un suspiro que no fue más que una rendición. Llevó las manos a su rostro y lo cubrió, como si eso pudiera detener la avalancha que había empezado horas atrás.

Había cruzado una línea.

Y no sabía si quería volver atrás.

El problema no era el beso. O al menos no solo eso. El problema era lo que había sentido. El problema era cómo le temblaban las manos cuando recordaba la expresión de Tomás, cómo le latía el pecho con furia cada vez que le venía a la mente la dulzura de su voz diciendo “está bien”, como si no importara cuánto daño le hiciera.

Lo había besado como si él no sintiera nada, cuando sabía perfectamente que sí.

Y lo peor de todo era que ella también sentía algo.

Mucho más de lo que podía aceptar.

¿Por qué lo hiciste, Soledad?

Se lo preguntaba una y otra vez. Pero la respuesta era siempre la misma, y le dolía admitirla.

Porque quería.

Porque lo deseaba.

Porque, durante ese beso, creyó —aunque fuera por un segundo— que todo lo que había tratado de ignorar podía hacerse real.

Y porque no estaba lista para eso, lo arruinó.

Había hablado después con la ligereza que conocía tan bien, esa misma que la había mantenido a salvo durante años. Lo había tratado como si nada. Como si no fuera importante.

Pero lo era.

Dios, cuánto lo era.

Se levantó con torpeza, tomó su celular y lo encendió, sin saber bien por qué. No iba a escribirle. No tenía nada que decirle que no lo lastimara más. Lo único que haría al contactarlo sería pedirle que actuaran como si no hubiera pasado nada, como si ese beso no hubiera tenido consecuencias.

Y no podía hacerle eso otra vez.

Ya lo había hecho una vez, cuando leyó su manuscrito.

Ahora, había cruzado su corazón con otro filo invisible.

Caminó hasta su cuarto y se dejó caer en la cama sin encender la luz. El silencio pesaba. Y el calor del recuerdo la abrumaba como una fiebre.

Pensó en Tomás.

En cómo siempre la miraba como si esperara que ella dijera algo verdadero.

En cómo la entendía incluso cuando ella hacía lo posible por esconderse.

En cómo no pedía nada, pero entregaba todo.

Él no era un juego.

Y eso era lo que más miedo le daba.

Lo que no quería admitir era que, desde hacía tiempo, su vida no tenía el mismo color sin él. Que en su rutina, en sus días con su novio, en los cafés con sus amigas, algo le faltaba.

Ese “algo” tenía nombre.

Y no estaba lista para pronunciarlo.

Se acurrucó entre las sábanas. Cerró los ojos.

El sueño no llegó.

Pero el remordimiento sí.

Porque había jugado con alguien que la amaba.

Y porque, por primera vez, temía que no la perdonara si lo hacía otra vez.