El sonido de sus pasos resonaba con un ritmo suave sobre la acera empedrada, como un eco de tiempos antiguos que se negaban a desaparecer. La ciudad, a esas horas de la tarde, parecía envuelta en un velo tenue de nostalgia. La brisa de finales de invierno arrastraba el aroma salado del mar, mezclado con los primeros perfumes tímidos de la primavera: tierra húmeda, flores todavía cerradas, aire más tibio que frío. Pero el frío seguía ahí, aferrado con obstinación a las esquinas, negándose a marcharse del todo.
Soledad caminaba a su lado, ligera, como si flotara. Llevaba un abrigo largo, el cabello suelto danzando con el viento, y una energía que parecía no pertenecer a esa estación moribunda, sino a otra más luminosa, más audaz. En ella había una risa latente, como si la vida entera fuera un escenario donde todo podía jugarse con un guiño.
Entraron al café, aquel que ya les pertenecía en cierta forma, donde los recuerdos se acumulaban entre las tazas y las migas de pan. La puerta de madera se cerró detrás de ellos, alejándolos del mundo exterior y envolviéndolos en el aroma familiar del café recién hecho, vainilla y canela.
Se dirigieron, sin necesidad de palabras, a la mesa de siempre. La mesa junto a la ventana, desde donde se veía el mar en los días claros, y las luces de los faroles cuando la bruma descendía.
Sobre la mesa descansaba un folleto colorido, abandonado por algún cliente anterior.
Soledad lo tomó al vuelo con curiosidad, justo cuando la camarera se acercó con su libreta y una sonrisa cómplice.
—¿Lo de siempre, Tomás?
—Sí, gracias.
—¿Y para su pareja? ¿Ha elegido algo nuevo?
Soledad rió. Una risa natural, suave, pero hubo un titubeo, casi imperceptible, en su rostro. Una fisura minúscula que apenas duró un segundo.
—Oh, no, no somos… —empezó a decir, pero dejó la frase en el aire, como si no valiera la pena terminarla. Sacudió la cabeza con una sonrisa y volvió a mirar a Tomás, esta vez con su tono habitual, burlón y encantador.
—Oye, ¿por qué no invitas a una chica a la feria? En esas fiestas la gente suele ir con su pareja.
Tomás tomó el folleto que ella le tendía.
Fiesta de la Primavera.
La palabra “primavera” le pareció, por un instante, demasiado luminosa.
—La última vez que fui… era un niño —murmuró, como si hablara consigo mismo más que con ella.
Soledad apoyó el codo en la mesa y lo observó con esa sonrisa que usaba cuando estaba a punto de lanzarle alguna de sus frases envenenadas de dulzura.
—Entonces, no es la primera vez que tienes una cita —dijo con fingida seriedad.
Tomás la miró, desconcertado.
—¿Eh?
Soledad entrelazó sus dedos con los de él. Un gesto tan familiar que, por un momento, casi dolió.
Como si le devolvieran un recuerdo que no había pedido.
—Tu primera cita —repitió ella, mirándolo como si él debiera entenderlo todo sin necesidad de más explicaciones—. ¿Lo recuerdas?
Por supuesto que lo recordaba.
Cómo olvidar la primera vez que se tomaron de la mano. Cómo olvidar la forma en que ella se reía mientras lo llamaba su “novio de mentira”. Cómo olvidar que, aunque lo decía en broma, su corazón había latido con fuerza. Como ahora.
—Claro que lo recuerdo —respondió, apenas en un susurro.
Ella ladeó la cabeza, encantadora, cruel sin saberlo.
—Aunque, bueno… —añadió con una sonrisa—, técnicamente fue tu primera cita fingida.
La palabra se deslizó como un cuchillo frío por el centro del pecho de Tomás.
Él bajó la mirada hacia sus manos entrelazadas.
Por un segundo, un impulso cruzó su mente.
¿Y si la invitaba a ella?
No como broma, no como práctica, no como algo fingido, sino como algo real.
Y en ese pensamiento fugaz, sin darse cuenta, acarició con el pulgar la piel suave de su mano.
Ella se tensó por un instante.
Y luego, con la sonrisa de siempre, se soltó.
Como si nada hubiera pasado.
—Oh, Tomás, no te emociones —bromeó, riendo.
Tomás se obligó a sonreír también.
Porque eso era lo que ella quería, ¿verdad? Un juego interminable, una práctica, algo sin peso.
Así que fingió.
Fingió que no pasaba nada, fingió que todo estaba bien.
Pero por un instante, mientras ella se reía como si nada, sintió una sombra cruzar su rostro y supo que nunca había estado tan lejos de ella como en ese momento.