Heme aquí, herido (parte 22)

El mediodía había traído consigo una oleada inesperada de clientes al Big Root. La llegada de la primavera comenzaba a sentirse en el aire, aunque todavía flotaba en las calles el aliento final del invierno. Las ventanas empañadas por el vapor de la cocina dejaban ver la vereda vibrante de sol y movimiento: parejas paseando, niños comiendo helado, y clientes que entraban al local buscando algo más que comida caliente. Buscaban refugio. Sabor. Rutina.

Tomás se movía de un lado a otro en la cocina, con los brazos descubiertos, las mangas arremangadas y la frente perlada de sudor. El calor de la plancha lo empapaba, pero ya no lo incomodaba. Lo conocía. Era parte del oficio. A su alrededor, el caos tenía un ritmo, un orden secreto que había aprendido a seguir: el chisporroteo de las papas en aceite, el golpe seco del cuchillo sobre la tabla, el canto acelerado de las comandas que no paraban de llegar.

Don Giorgio estaba detrás de la plancha, como siempre, como si fuera una extensión natural de su cuerpo, pero esa mañana algo en su postura había estado mal desde el principio. Tomás lo había notado desde que entró: el movimiento más lento, los quejidos apagados, la forma en que se apoyaba brevemente en la mesa entre una hamburguesa y otra, como si necesitara ganar tiempo para respirar.

—¿Todo bien, Don Giorgio? —le preguntó durante un respiro fugaz.

El viejo negó con la cabeza y sonrió, forzadamente.

—Soy viejo, muchacho. Los huesos ya no están hechos de carne y voluntad. Están hechos de cuentas no pagadas y espalda torcida.

La frase, aunque dicha con tono burlón, tenía algo de verdad que pesaba en el aire como grasa en el fondo de la olla.

A las tres de la tarde, cuando la oleada no había terminado y las sartenes seguían rugiendo sobre el fuego, Giorgio finalmente dejó caer la espátula con un suspiro.

—No doy más, Tomás —dijo, con un temblor en la voz que no acostumbraba mostrar—. La espalda me está matando.

Tomás dejó de cortar papas y se volvió hacia él.

—Entonces váyase a casa, Don Giorgio. Yo me encargo.

—¿Y si algo se quema?

—No se quemará nada. Confíe en mí. Ya he estado en la plancha antes. Y conozco su sistema.

El viejo lo miró, con los ojos enrojecidos por el cansancio, pero también con una chispa que no era del dolor, sino del orgullo.

—Tienes manos firmes, muchacho. Y buena cabeza.

Se quitó el delantal con movimientos lentos, casi ceremoniales, como si estuviera dejando una armadura. Se lo tendió a Tomás.

—Cuídala como si fuera tuya. Y no dejes que Alelí queme el pan —agregó en voz más baja, casi como un secreto.

Tomás asintió, recibiendo el delantal con ambas manos. En ese gesto silencioso, hubo algo que iba más allá del trabajo: era un voto de confianza, una herencia simbólica. Por primera vez, el Big Root estaría bajo su mando por completo.

Giorgio se giró con esfuerzo, saludó a Alelí con un gesto de su gorra y desapareció por la puerta trasera, dejando un aroma a especias, sudor y años de trabajo acumulado.

Tomás se colocó detrás de la plancha. El sonido del calor lo recibió con un rugido. Miró el panel de comandas, la fila interminable de tickets que seguían imprimiéndose. Respiró hondo. Era su turno de sostener el fuerte.

—¡Alelí, tres “Big Roots” con papas dobles y extra cebolla! —gritó, con voz firme.

Ella levantó el pulgar, sin decir nada, pero con una sonrisa de alivio.

Tomás se movió rápido. Giró hamburguesas, salteó cebollas, montó platos, limpió sobre la marcha. No hubo descanso, pero tampoco lo necesitaba. En cada movimiento, sentía que pertenecía allí.

El reloj avanzaba sin pausa. Afuera, la luz comenzaba a declinar, volviendo dorado el mundo. Adentro, el ritmo de trabajo seguía frenético, pero nadie se detenía. Había un extraño tipo de alegría en ese cansancio, una sensación de dominio, de pertenencia. De merecer estar donde estaba.

Cuando el último cliente se fue, y la cortina metálica bajó con su habitual sonido áspero, Tomás se quedó unos segundos solo frente a la plancha, con los brazos aún en tensión y las manos rojas del calor.

Se apoyó en el mesón, exhalando largo.

Y entonces pensó en Don Giorgio.

—¿Cómo resistió tantos años? —se preguntó en voz baja.

No lo dijo con lástima. Lo dijo con asombro. Con respeto.

Y con una nueva certeza:

esa cocina no se sostenía solo con manos.

Se sostenía con alma.