Heme aquí, herido (parte 24)

Tomás subió los tres pisos del viejo edificio con una bolsa de tela colgando de un brazo y una pequeña sonrisa contenida en los labios. El pasillo olía como siempre: un cruce entre polvo, humedad y algo de historia acumulada en las paredes. Al llegar a la puerta, golpeó suavemente, aunque sabía que no era estrictamente necesario.

Cuando Sofía abrió, algo en ella parecía distinto.

—¿Llegó el proveedor de emergencia? —dijo con una sonrisa más amplia de lo habitual.

—Y con el mejor kit de sobrevivencia del hemisferio sur —respondió él alzando la bolsa.

Ella se hizo a un lado para dejarlo pasar, todavía sonriendo.

—Te ves de buen humor —dijo Tomás al entrar.

—No lo arruines analizando —respondió ella, cerrando la puerta con el pie y caminando tras él hacia la cocina—. Aunque me gustaría recalcar que tú ya ni siquiera preguntas antes de invadir mi espacio. La otra vez me ordenaste el velador, ¿quieres que me pierda buscando mis lápices labiales?

—Fue un acto de salud pública —replicó él, mientras dejaba la bolsa sobre la encimera y comenzaba a sacar los recipientes herméticos con las comidas preparadas—. El mundo se salvó de una catástrofe cosmética inminente.

—Insólito —dijo ella entre risas, llevándose una copa vacía a la alacena. Luego la llenó con vino tinto y, antes de retirarse, le dio un ligero empujón con el hombro al pasar—. Calienta lo que quieras, yo estaré en mi cueva.

—¿Cueva o santuario? —preguntó él.

—Depende del día.

Sofía desapareció por el pasillo rumbo a su habitación, la copa en una mano, el manuscrito bajo el brazo.

Tomás suspiró con afecto, abrió el refrigerador y comenzó a organizar los recipientes. Calentó uno de los guisos que había preparado la noche anterior, dejando que los aromas envolvieran la pequeña cocina con calidez casera. Añadió pan tostado con ajo, un toque que sabía que Sofía disfrutaba, aunque fingiera que no.

Mientras servía los platos, su mirada se desvió hacia el pasillo. La luz tenue que salía de la habitación de Sofía se extendía por el suelo como una promesa: algo cálido, algo silencioso, algo frágil.

Tomó ambas bandejas y caminó en dirección a esa luz.

Golpeó con suavidad antes de empujar la puerta entreabierta. La encontró sentada en la cama, piernas cruzadas, portátil en el regazo, los dedos manchados de tinta y vino, y el rostro iluminado por la pantalla. Su expresión era distinta. No solo más animada, sino viva, como si algo en su interior estuviera recomponiéndose palabra a palabra.

Tomás se detuvo en el umbral y la observó durante unos segundos. No quiso interrumpirla. No quiso arruinar ese momento de quietud brillante. Pero el recuerdo de las palabras del profesor Krikket le atravesó la mente: “Cuando un ave herida recupera sus fuerzas, vuelve a volar.”

Y él lo sabía. Lo estaba viendo ocurrir, justo frente a sus ojos.

Tragó saliva, respiró hondo y, con una sonrisa tranquila, la llamó:

—Está lista la cena. Solo si tu musa lo permite, claro.

Sofía alzó la vista, su mirada algo vidriosa por el vino, pero llena de luz.

—Hoy no se resiste. Debe tener hambre.

—Menos mal —bromeó él—, porque cociné para ella también.

Sofía cerró el portátil y lo dejó sobre la mesa de noche. Se incorporó lentamente, estirándose como una gata.

—¿Qué preparaste esta vez?

—Guiso de lentejas con pimentón asado. Y pan con ajo.

—Uff. Me vas a arruinar para cualquier otra persona —dijo en voz baja, mientras lo seguía hacia la cocina.

—Ya estoy arruinado yo mismo —bromeó él, aunque la frase le quedó con un trasfondo más hondo del que quería reconocer.

Se sentaron frente a frente, las copas entre ellos, el vapor de la comida subiendo en pequeñas espirales.

Comieron en silencio un rato. No porque faltaran las palabras, sino porque el momento no las necesitaba. Sofía lo miraba de reojo de vez en cuando, como si no pudiera evitar pensar en la seguridad que él traía a su vida. En ese calor inofensivo, sencillo, que la sostenía sin pedirle nada.

Y Tomás, mientras partía el pan y lo compartía con ella, se decía a sí mismo que todo estaría bien, incluso cuando ella decidiera volar. Que por ahora, al menos, su lugar seguía siendo este. Sentado frente a ella, compartiendo un guiso que sabía a refugio