Heme aquí, herido (parte 25)

La noche había caído con suavidad, como una sábana ligera que arropa la ciudad sin prisa. En el departamento de Sofía, la luz cálida de su lámpara de escritorio dibujaba un círculo de claridad sobre el papel, mientras el resto del lugar permanecía en un tenue crepúsculo dorado. Afuera, el murmullo de los autos se mezclaba con el viento, aún frío pese a la promesa de primavera.

Sofía se recostó en el respaldo de su silla, con una manta ligera sobre los hombros y la copa de vino, casi intacta, entre los dedos.

No tenía resaca. No tenía ese aturdimiento al que ya se había acostumbrado tanto como a sus noches en vela. Había bebido apenas un par de sorbos, y eso fue todo. No lo necesitaba tanto. No esta vez.

O quizás sí… pero no por las mismas razones de siempre.

Miró hacia la puerta de su habitación, la misma por la que Tomás había salido unas horas atrás, luego de colocar el último recipiente de comida en el refrigerador, de asegurarle que podía calentarlo en cualquier orden, aunque "el arroz con lentejas es mejor antes del jueves". Y, justo cuando él se disponía a cerrar la puerta tras de sí, ella lo había dicho:

—No te vayas sin besarme en la frente.

Era un gesto que había comenzado como un juego, una costumbre silenciosa, un pequeño ritual que Tomás había iniciado sin saber lo mucho que significaría para ella. Un roce simple, ligero, casi invisible… pero que dejaba un calor profundo, como un refugio que se extendía desde su piel hasta el corazón.

Y esta vez —quizás porque él también lo entendía— había respondido sin titubear:

—No me iré. Me quedaré hasta que tú te vayas.

En ese momento, ella solo sonrió. Cerró los ojos. No quiso pensarlo demasiado. Pero ahora, sola, el peso de esas palabras flotaba sobre su pecho como una pregunta que no se atrevía a responder.

Tomó un sorbo del vino. No supo si lo hizo por placer o por costumbre.

Tomás le había pedido que bebiera menos. No lo había dicho con juicio, ni con esa compasión falsa que tanto le desagradaba de los adultos bienintencionados. Lo dijo con la voz de quien ha estado presente todos los días, cuidando en silencio. “No quiero que te hagas daño.” Así lo había dicho.

Y por primera vez en mucho tiempo, ella había sentido que le debía algo a alguien.

Dejó la copa sobre el escritorio, sin vaciarla.

Extendió la mano hacia el manuscrito que Tomás le había dejado semanas atrás, “Estaciones de soledad”, y acarició la portada con los dedos, como si pudiera sentir su voz en la tinta. Lo había leído varias veces ya, pero esa noche quería mirarlo con otros ojos.

Abrió una página al azar, como quien busca una respuesta.

Leyó un párrafo que conocía bien, una escena sencilla, cotidiana. Un personaje encendía una estufa para alguien que amaba, porque sabía que esa persona olvidaría hacerlo sola. Un gesto mínimo, casi imperceptible. Pero ahí, en esa acción, Sofía vio su propio reflejo, y algo se le apretó en el estómago.

Sus ojos se deslizaron por el resto del capítulo y, por primera vez, lo leyó con plena conciencia de lo que representaba.

Estaba escribiendo sobre mí.

No solo por las referencias evidentes, ni por las palabras que ella misma había ayudado a pulir. Era la forma en que Tomás observaba al mundo. Con paciencia. Con ternura. Con esa mezcla de dolor y esperanza que se asemejaba demasiado a la suya.

Dejó el manuscrito a un lado y buscó su cuaderno.

Las páginas escritas eran cada vez más numerosas. Las tachaduras ya no eran signos de frustración, sino de trabajo. De alguien que volvía a la escritura como quien vuelve al aire después de haber estado demasiado tiempo bajo el agua.

Estaba escribiendo otra vez.

Pensó en lo que había dicho hace semanas, con la voz áspera por el vino y el orgullo:

"No tengo nada que darte. Ya no soy escritora."

Pero eso ya no era cierto.

Ahora, lo que la asustaba no era no poder escribir, sino lo que escribir significaba.

Miró la copa de vino. Todavía intacta.

Tomás le había devuelto algo que ella creía muerto.

Y, al hacerlo, también había dejado su huella. Como una estación más que se agrega al ciclo de su vida. Una estación sin nombre, sin fecha exacta. Pero con la promesa de algo real.

Se levantó, caminó hasta la cocina, y vació la copa en el fregadero.

Volvió a su escritorio. Encendió una nueva hoja en blanco. Tomó la pluma. Y antes de escribir otra línea, susurró para sí:

—Gracias, Tomás.

Porque aunque no lo supiera, él se había quedado.

Y cada vez más sentía que ya no quería que se fuera.