El tintineo de las tijeras al caer sobre la mesa metálica fue lo único que rompió el silencio denso de la peluquería. Soledad suspiró largo y tendido. Se pasó una mano por la frente, barriendo los mechones sueltos que se habían escapado de su coleta desordenada. El aire olía a laca y a humedad, como siempre al final de una jornada larga. La luz blanca de los tubos fluorescentes hacía que todo se viera más pálido, más gastado.
Había sido una semana agotadora. Clientes entrando y saliendo sin parar, risas, conversaciones cruzadas, exigencias, retoques de último minuto. Pero aunque la peluquería había estado colmada de voces y ruido, Soledad se sentía como si hubiera vivido en una burbuja de cristal opaco, aislada de todo lo que realmente quería escuchar.
Tomás no había aparecido.
Ni una visita, ni un mensaje, ni una palabra.
“Estoy trabajando más en el restaurante”, le había dicho. Y ella lo había entendido. O al menos eso había fingido. Porque no tenía ningún derecho a molestarse. No tenía por qué extrañarlo. No eran pareja. Ni siquiera eran algo. Ella tenía novio. Tenía una vida. Tenía todo lo que necesitaba. O eso se repetía.
Y sin embargo…
Recogió la escoba y comenzó a barrer el suelo, cubierto de cabellos dorados, castaños, negros. Cada mechón parecía burlarse de su esfuerzo por mantener la compostura. No entendía por qué, pero barrer se le hacía más difícil ese día. Tal vez porque sabía que se estaba aferrando a una rutina para no pensar.
Pensar en él.
Pensar en lo que no tenían, pero que de alguna manera le dolía igual.
Cuando terminó, dejó la escoba en su rincón, se apoyó contra el mostrador y se masajeó las muñecas adoloridas. El silencio era total. Las otras chicas ya se habían ido. En la penumbra del local, con las luces del exterior filtrándose por las cortinas, su mente empezó a divagar sin permiso.
¿Y si Tomás la invitaba a la Fiesta de la Primavera?
Una idea tonta. Infantil. Ilusa.
Y sin embargo, la imagen la golpeó con fuerza: luces colgantes balanceándose sobre la plaza, el olor de algodón de azúcar, risas lejanas, música... y él a su lado, tal vez rozando su mano, tal vez sin decir nada, solo estando ahí.
Suspiró. Una mezcla de deseo y resignación.
El zumbido de su celular vibrando sobre la repisa la sacó de golpe de su ensoñación.
El corazón se le aceleró con una mezcla de esperanza y terror. Lo sacó con rapidez, como si el aparato estuviera caliente, quemándole la piel.
Era él. Tenía que ser él. Tenía que…
No.
No era Tomás.
Era su novio.
Leyó el mensaje.
"¿Quieres ir conmigo a la Fiesta de la Primavera?"
Un mensaje sencillo, dulce, considerado. Exactamente lo que debía recibir. Lo que toda chica esperaría. Casi pudo imaginarlo escribiéndolo con una sonrisa en el rostro, pensando que le alegraría el día.
Y, sin embargo, lo que sintió fue... nada.
No. Peor. Sintió vacío.
Una sonrisa se dibujó en su rostro, pero fue más reflejo que emoción. Una sonrisa hueca, sin raíz.
¿Qué demonios te pasa, Soledad? se dijo, dejándose caer sobre una de las sillas. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, y hundió el rostro en las manos por un instante.
Tomás.
Siempre volvía a Tomás.
No importaba cuántas veces intentara apagar ese pensamiento. Él seguía ahí. En los huecos. En el silencio. En las pausas.
Lo peor era que ella sabía que si Tomás le escribía, aunque solo fuera para decir “¿cómo estás?”, todo su mundo se movería. Y eso era insoportable.
Apretó los dientes.
—Basta —murmuró para sí—. Deja de hacer esto.
Recordó los besos con su novio, las tardes en que lo acompañaba a casa, los planes simples que compartían. Lo quería. ¿No? Claro que lo quería. Siempre había sido bueno con ella, paciente, presente. No había ninguna razón para dudar de su relación.
Entonces, ¿por qué el solo recuerdo de Tomás bastaba para revolverle el estómago?
Estás confundida, se dijo. Nada más. Estás cansada. Necesitas dormir. Volver a tu centro. Necesitas ser justa.
Volvió a mirar la pantalla. Dudó un segundo más. Y entonces, como quien aprieta un gatillo, escribió:
"Claro, me encantaría. Te amo."
Presionó enviar sin darse tiempo para pensarlo demasiado.
Y en el instante en que el mensaje voló, algo le susurró que no, que no era lo que deseaba.
El aire se volvió más denso. El pecho, más apretado. Cerró los ojos, apoyó la cabeza contra la pared y dejó escapar un largo suspiro.
No podía seguir así.
Pero tampoco sabía cómo detenerlo.
Ni cómo sacarse de encima la sensación de que, mientras enviaba ese mensaje, había elegido lo correcto…
Y, al mismo tiempo, lo más lejano a lo que su corazón pedía.