Heme aquí, herido (parte 27)

La ciudad estaba vestida de colores. Banderines ondeaban entre los faroles del paseo central, puestos de comida lanzaban al aire aromas tentadores y niños corrían con linternas de papel que brillaban como luciérnagas artificiales.

La Fiesta de la Primavera había vuelto, y aunque el invierno aún se resistía a soltar del todo su abrazo helado, la noche tenía algo especial. Tal vez era la risa que flotaba en el aire, o la música de fondo que escapaba entre la multitud.

Tomás caminaba entre la gente con una sonrisa tranquila. A su lado iban Amelie y Daniela, esta última con una emoción apenas disimulada. Amelie, por el contrario, iba con las manos en los bolsillos, sin soltar ni una sola queja, aunque su paso era lento y su expresión más contenida de lo habitual.

—¿Te sientes bien? —preguntó Tomás en voz baja, sin querer parecer demasiado preocupado.

Amelie rodó los ojos, pero había un brillo suave en ellos.

—Solo estoy… oxidada. No salgo desde que los árboles de esta plaza tenían hojas.

Daniela rio, dándole un apretón suave en el brazo.

—Y todavía así, te ves más joven que cualquiera aquí. Vas a tener que compartir ese secreto.

—Trabajo y falta de paciencia —respondió Amelie con media sonrisa.

En eso, Sunny apareció entre la gente, corriendo con su chaqueta ondeando como una bandera.

—¡Tomás! ¡Dani! ¡Allí están! Mi mamá está comprando dulces con mi hermana, ¡ya viene!

Tomás la saludó con la mano y recibió un abrazo inesperado de parte de Sunny, como si hubieran pasado meses desde la última vez que se vieron. Luego, con la misma energía, se giró hacia Amelie.

—¡Tía Amelie! Me alegra tanto que viniste. ¡Pensé que nunca más saldrías!

Amelie bufó, pero no se apartó.

—Estoy aquí solo porque me secuestraron. Pero reconozco que huele bien.

—¡Entonces vamos por sopaipillas! —gritó Sunny, ya arrastrándolos a todos hacia un puesto colorido.

Los minutos siguientes se llenaron de risas, de papas rellenas que quemaban los dedos, de dulces que se pegaban a los dientes y vasos de ponche de frutas que dejaban los labios pegajosos. El grupo se movía como una sola corriente a través de la feria: deteniéndose en los puestos de juegos, mirando las artesanías, escuchando las bandas en las esquinas.

Amelie, contra todo pronóstico, se dejó contagiar.

Sonrió más de una vez. Incluso se rió con ganas cuando Daniela le ganó en el tiro al blanco, y por castigo, tuvo que cargar un globo rosado durante media hora. No dijo nada, pero Tomás la miró de reojo y supo que eso era un triunfo. Su madre, por una vez, no parecía llevar el mundo entero sobre los hombros.

Después de un buen rato, Sunny y su familia decidieron adelantarse para encontrar un buen sitio desde donde ver los fuegos artificiales. El cielo ya comenzaba a oscurecer del todo, y el murmullo de la expectativa recorría las calles.

—¿Vas a venir con nosotros? —preguntó Sunny a Tomás.

—En un rato. Voy a dar una vuelta antes.

—¡No te demores!

Cuando el grupo se alejó, Amelie se detuvo a un lado del camino. Daniela la observó con atención.

—¿Estás bien?

—Sí… pero creo que ya es suficiente paseo por este año.

Tomás se acercó con suavidad.

—¿Te llevo a casa?

—No —respondió ella—. Ve a ver los fuegos. Estuviste esperando esto, ¿no?

—Tampoco tanto…

—Te conozco, Tomás. Este tipo de cosas son importantes para ti. Ve. Yo ya me llevé mi parte de la fiesta.

Daniela alzó la mano.

—Yo la acompaño, no te preocupes.

Amelie asintió con un gesto seco. Pero antes de irse, se giró hacia su hijo. Por un instante pareció querer decir algo más, algo que se quedó suspendido en el aire. Solo le apretó el brazo.

—Gracias por insistir —murmuró.

Tomás asintió, conmovido sin saber por qué.

Y entonces se quedó solo. Caminó lentamente entre los últimos puestos, ahora más vacíos, observando a la gente reír, comprar recuerdos, sostener manos. Las luces de los faroles pintaban figuras cálidas sobre el empedrado. La música de los juegos se mezclaba con el murmullo del mar que, incluso a esa distancia, se seguía oyendo.

Fue en ese paseo, entre la calidez de las sonrisas prestadas, que sintió una punzada en el pecho. Como si el viento marino supiera que algo estaba por cambiar.

Apretó las manos en los bolsillos, miró el cielo comenzando a teñirse de rojo por los últimos rayos del sol…

Y pensó que esa noche, aún sin saberlo, estaba a punto de despedirse de algo que había creído eterno.