Las luces y el bullicio del festival se escuchaban desde lejos. Las familias, los amigos y las parejas recorrían los puestos que se extendían a lo largo del camino costero y la plaza de la costa, como un interminable desfile de risas y alegría. Los colores de las luces colgantes y los aromas de comida recién hecha daban vida a la noche, mientras la brisa salada del mar refrescaba los rostros de los visitantes. Todos esperaban con ansias el clímax del evento: los fuegos artificiales que iluminarían el cielo nocturno, coronando el festival con un estallido de luz y color.
Tomás no habría ido si no fuera porque Sunny insistió en que vieran los fuegos juntos, como cuando eran niños. Pero ella, fiel a su naturaleza familiar, había ido a preparar un lugar para ver los fuegos de artificio. Así que él se quedó solo, vagando por los puestos, sintiéndose un extraño entre las risas y la algarabía.
Cada paso entre el gentío lo hacía más consciente de su aislamiento. Las risas de los niños con sus algodones de azúcar, las parejas compartiendo bocados de comida callejera, los gritos emocionados en los juegos de puntería… todo parecía pertenecer a un mundo al que él no tenía acceso.
Al detenerse frente a un puesto de ruleta repleto de gente, sus ojos se fijaron en los premios. Por un instante, algo parecido a una sonrisa cruzó su rostro. Pero antes de que pudiera sostener ese leve destello de emoción, una voz familiar lo sacó de sus pensamientos.
— ¿Tomás? ¿Qué haces aquí? Jamás pensé encontrarte en un lugar como este.
El sonido de esa voz lo atravesó como un relámpago. Su corazón dio un vuelco, y por un segundo fugaz, se permitió la emoción de creer en una coincidencia feliz. Se volteó con esa esperanza, y ahí estaba ella. Soledad, con su cabello rojo iluminado por las luces de la feria, su sonrisa brillante, sus ojos chispeantes. Nunca la había visto tan radiante.
— ¿Soledad?— alcanzó a decir, su voz rota por la sorpresa.
Pero entonces la vio. La mano de Soledad entrelazada con la de un hombre. Su expresión se congeló, y el aire pareció abandonarlo. La emoción que había surgido en su pecho se desvaneció como un espejismo.
Por un segundo, no pudo procesarlo. Su cerebro se negó a entender lo que veía. Como si la imagen frente a él no tuviera sentido, como si no encajara en la realidad que conocía.
—Qué bueno encontrarnos aquí— dijo ella con la misma naturalidad de siempre, como si el hombre a su lado no estuviera desgarrando todo dentro de él.
Tomás apenas pudo responder. Sus labios temblaron antes de articular una respuesta.
—Sí… claro.
—Oh, Tomás, te presento a mi novio, Ariel.
El nombre resonó como un eco en su mente. Ariel. El chirrido de la ruleta, el bullicio de la feria, todo se apagó un instante.
Ariel extendió su mano en un gesto amable. Demasiado amable.
Tomás sintió que su cuerpo se resistía, que su sangre luchaba contra cada músculo de su brazo, pero aun así, la estrechó. Sus dedos temblaban.
—Mucho gusto. Tomás— dijo con la garganta seca.
Intentó sonreír mientras un leve nudo en la garganta le impedía pronunciar otra cosa.
El tiempo se detuvo. La estrechez de las manos duró apenas un segundo, pero para Tomás fue eterno. Su mirada esquivaba la de Soledad, mientras sus pensamientos se arremolinaban en un torbellino de dolor y autocompasión. "Así que esto es todo", pensó. "Esto es lo que fui para ella. Un amigo. Solo eso". “Todo fue simple amabilidad, engañado otra vez”.
Todo fue una mentira.
Las miradas furtivas.
Las risas compartidas.
Los roces de manos.
Todo fue su imaginación.
El pensamiento le apuñaló el pecho. No quería estar ahí. No quería sentir esto. Incluso los besos habían sido una mentira.
Soledad, ajena al abismo que había abierto frente a él, lo miró con una sonrisa genuina, como si este momento no significara nada más que un reencuentro casual.
—¿Quieres acompañarnos a recorrer los puestos?— preguntó, como si el gesto fuera un regalo de su amabilidad.
Tomás bajó la mirada y tragó saliva. No quería que nadie lo notara, pero el temblor en su mandíbula lo delataba. Por un instante, vio sus manos entrelazadas otra vez. La mano de Soledad, aquella que él había sostenido con torpeza días atrás, ahora era un símbolo de lo inalcanzable.
—No, está bien— respondió con una sonrisa amarga, apenas disimulada —No quisiera interrumpir —un mareo subió desde su estómago.
—No interrumpes para nada, al contrario, ¿cierto?— replicó Soledad, buscando la aprobación de Ariel.
Él negó con la cabeza antes de que Ariel respondiera, sus palabras sonando cada vez más huecas en su propia voz.
—Sigan disfrutando del festival. No se preocupen por mí.
Sin darles tiempo para insistir, se despidió con un gesto rápido y se giró hacia el gentío. Quiso correr, pero sabía que eso solo haría la escena más penosa. En su lugar, caminó despacio, perdiéndose entre las luces y el tumulto, con las manos temblorosas ocultas en los bolsillos.
Cada paso lo alejaba de ellos, pero el dolor en su pecho crecía con cada metro recorrido. Su respiración era errática, y el rugido alegre de la feria lo envolvía como un recordatorio cruel de todo lo que nunca tendría. Giró la cabeza una última vez, con la absurda esperanza de que ella lo estuviera siguiendo, pero no había nadie.
El gentío no lo veía. Los niños sonrientes, las parejas tomadas de la mano, las familias compartiendo risas… todo parecía conspirar para hacerle saber que él estaba solo. Que siempre había estado solo.
Cuando las luces de los puestos comenzaron a apagarse a la distancia, y el sonido se fue diluyendo, el estruendo de los fuegos artificiales llenó el cielo. Un espectáculo brillante y ensordecedor. Los colores danzaban en el firmamento, reflejándose en el mar oscuro.
Tomás detuvo sus pasos al llegar a una zona más apartada. Allí, en la penumbra, la soledad lo envolvió por completo. Miró al cielo y dejó que las luces de los fuegos artificiales iluminaran su expresión desolada, y el estruendo rebotara incesante apaciguando un llanto que era contenido a duras penas.
Soledad había encendido algo dentro de él, una chispa que ahora parecía arder con un fuego que no daba calor, sino un dolor insoportable. Todo le hizo comprender por qué ella estaba tan radiante, nunca había sido por él...
Las luces multicolores iluminaban el cielo nocturno, pintando destellos de rojo, dorado y azul en las aguas tranquilas del mar. El estruendo de los fuegos artificiales retumbaba en el aire, una celebración que parecía ajena a todo lo que él sentía en ese momento. La multitud aplaudía emocionada, pero Tomás apenas podía escuchar el ruido a su alrededor. Su respiración era irregular, su pecho dolía, y sus ojos estaban empañados de lágrimas que irremediablemente comenzaron a caer, aunque con dificultad.
Se sentó en un banco apartado, lo suficientemente lejos de la feria como para no sentir la presión de las miradas ajenas. El frío del metal atravesó su ropa, pero no le importó. Sus manos temblaban, y el nudo en su garganta parecía apretarse cada vez más. No pudo contener más el llanto, y dejó que las lágrimas fluyeran libremente mientras observaba las explosiones de luz en el cielo.
"Por eso estaba tan radiante..." Una sonrisa amarga destrozó su rostro.
La idea lo golpeó con la fuerza de una verdad aciaga. Siempre había pensado que algo especial vivía en su sonrisa, algo que ella compartía con él, una calidez que, aunque pasajera, le daba sentido a esos pequeños momentos juntos. Pero ahora entendía que esa luz nunca había sido para él. Nunca había sido por él.
"Era feliz porque ya tenía lo que quería. Su mundo ya estaba completo... y yo nunca formé parte de él."
El pensamiento era devastador, pero no podía escapar de él. Se lo repetía una y otra vez en su mente, como si al hacerlo pudiera acostumbrarse al dolor, como si pudiera entumecerlo. Pero no había consuelo en esas palabras, solo una tristeza que parecía extenderse como una marea negra en su interior, cubriéndolo todo, como una tinta imborrable que se esparcía por su lienzo.
Tomás cerró los ojos y dejó que el ruido de las explosiones lo envolviera. Las luces que pintaban el cielo se filtraban a través de sus párpados, pero no podían alejar la oscuridad que lo consumía. El recuerdo de su mirada, de su sonrisa brillante, se mezclaba con la imagen de sus manos entrelazadas con las de Ariel. "La misma mano que sostuvo la mía... La misma sonrisa que me hizo creer en algo más... burlado… otra vez".
Cada segundo que pasaba lo hundía más en esa sensación de abandono, de insignificancia. Había creído que podía ser algo para ella, aunque fuera algo pequeño. Pero esa ilusión ahora se desmoronaba por completo.
Cuando abrió los ojos, las últimas luces de los fuegos artificiales caían como lluvia en el cielo, desvaneciéndose lentamente hasta que todo quedó en sombras. La multitud gritó emocionada, pero para él, solo había silencio.
"Al final, solo fui una sombra que pasó por su vida. Una sombra que nunca significó nada."
Tomás dejó caer la cabeza entre las manos, su cuerpo temblaba. En ese momento, sintió el peso completo de su soledad, más abrumadora que nunca, indeleble. Se dijo a sí mismo que eventualmente el dolor pasaría, que eventualmente sería capaz de mirar hacia adelante. Pero esa noche, bajo el cielo oscuro de un festival que no era para él, se permitió derramar su alma como un aguacero, por todo lo que nunca sería.