Soledad
Soledad estaba disfrutando la noche de una manera que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. Ariel la había convencido de salir al festival, de respirar, de distraerse después de una semana agotadora en la peluquería. Y, contra todo pronóstico, lo estaba logrando. Se sentía liviana, despreocupada, como si el peso del mundo se hubiera disuelto entre las luces cálidas y la música vibrante que llenaba el aire. El bullicio de la gente, el aroma dulce de los puestos de comida, las risas de los niños que corrían entre las atracciones… todo tenía un matiz casi irreal, como si aquella noche fuera un paréntesis, un regalo inesperado de la vida.
Y entonces lo vio.
Tomás estaba ahí, de pie junto al puesto de la ruleta, con su postura rígida y su expresión impenetrable. La sorpresa de verlo en un lugar así se transformó en alegría genuina, en una ternura involuntaria que la impulsó a llamarlo sin pensarlo.
—¿Tomás? ¿Qué haces aquí? Jamás pensé encontrarte en un lugar como este.
Al principio, su desconcierto le pareció gracioso, una de esas pequeñas reacciones que hacían que él le resultara entrañable. Pero algo cambió en su rostro cuando la miró. Su sonrisa titubeó, sus ojos se desviaron por un instante hacia Ariel antes de volver a enfocarse en ella, y en ese breve momento, una sensación helada le recorrió la espalda. Era como si una grieta invisible se abriera entre ambos, como si algo se rompiera en un silencio que solo ellos podían escuchar.
Intentó ignorarlo.
—Qué bueno encontrarnos aquí —dijo con su tono más ligero, como si con eso pudiera borrar la tensión que se espesaba en el aire.
Pero cuando mencionó a Ariel como su novio, todo se volvió irremediablemente claro. La forma en que Tomás bajó la mirada, el parpadeo apenas perceptible, la sonrisa torcida que intentó esbozar sin éxito… cada pequeño gesto era una punzada en su pecho. Él apretó la mandíbula antes de saludar a Ariel con una cortesía impecable, pero Soledad vio lo que había detrás de esa compostura forzada. Lo vio en la rigidez de sus manos, en la leve oscilación de su respiración.
Y entonces lo entendió.
Él no lo sabía.
Hasta ese momento, Tomás nunca había permitido que su mirada lo delatara, nunca le había dado una razón para sospechar. Y quizás por eso ella nunca quiso verlo. Pero ahora, mientras lo observaba obligarse a mantener la calma, mientras sus ojos oscuros reflejaban algo entre la decepción y el desconsuelo, la verdad la golpeó con una brutalidad que la dejó sin aire.
Había sentimientos ahí. Sentimientos que él había guardado en silencio, quizás convencido de que tarde o temprano ella los vería. Y ahora, sin haberlo planeado, sin siquiera haberlo imaginado, ella acababa de destrozarlos frente a sus ojos.
Una sensación de culpa amarga le subió por la garganta. Porque no había sido solo ella la confundida, sino que él también había sentido algo más.
—¿Quieres acompañarnos a recorrer los puestos? —le ofreció, desesperada por aferrarse a algo, por borrar el dolor que se reflejaba en él como un espejo roto.
Pero Tomás negó con la cabeza, con una suavidad que se sintió más como un adiós que como una simple negativa.
—No, está bien. Sigan en lo suyo, aprovechen la feria —dijo, y su voz sonó tan tranquila que dolía aún más.
Soledad sintió un nudo formarse en su pecho mientras lo veía alejarse. Hubiera querido detenerlo, decir algo, cualquier cosa. Pero Ariel tomó su mano y la arrastró hacia otro puesto, ajeno a la tormenta que se desataba dentro de ella.
Volvió la vista una última vez, buscando su figura entre la multitud. Lo vio caminar con los hombros levemente encorvados, con pasos que parecían no llevarlo a ningún sitio. Y entendió que no hacía falta que se girara. Sabía que él estaba sufriendo.
Y entonces, con la misma certeza con la que se sabe que el sol se pondrá al final del día, comprendió algo más.
Había querido ayudarlo. Había querido enseñarle a vivir, a reír, a amar. Pero en su intento por curarlo, lo había herido de la única forma en que realmente podía hacerlo: sin darse cuenta.
Las luces del festival siguieron brillando, los colores bailaban a su alrededor, la música seguía envolviendo el ambiente. Pero para Soledad, todo se sintió opaco de repente. Como si, sin previo aviso, algo en ella se hubiese apagado junto a él, porque ella lo conocía lo suficiente, sabía que él no volvería nunca más.