La noche era más fría de lo usual cuando Tomás llegó al edificio de Sofía. Había caminado sin pensar, dejando que sus pies lo condujeran, sin mirar su teléfono, sin detenerse a entender por qué.
Solo sabía que no podía volver a casa todavía. No con ese vacío arañándole el pecho. No con la imagen de Soledad, sonriendo a otro, repitiéndose en su cabeza una y otra vez como una escena que no podía pausar ni borrar.
Subió los peldaños uno a uno. Golpeó la puerta con suavidad, como si le costara incluso eso. No sabía si ella estaría despierta, pero algo dentro de él —algo que parecía reconocerla ya como parte de su hogar— lo empujó hasta allí.
La puerta se abrió más rápido de lo que esperaba.
Sofía estaba sin maquillaje, con el cabello suelto y un libro doblado en una mano. Su rostro se suavizó al verlo, aunque la sorpresa le tensó los labios por un instante.
—Tomás…
Él intentó sonreír, pero no pudo. Solo bajó la mirada.
— ¿Puedo quedarme un rato?
Sofía no preguntó más. Solo se hizo a un lado para dejarlo entrar.
El departamento estaba tibio, bañado por una tenue luz dorada. En la mesa del living había una taza de té a medio terminar, el manuscrito de Tomás apilado junto a otro cuaderno de notas. Un par de páginas estaban tachadas con tinta roja, otras con anotaciones en lápiz. Ella había estado escribiendo.
—Me hiciste sopa la última vez —dijo ella mientras cerraba la puerta, como si intentara alivianar el ambiente—. Esta vez no te queda excusa para no acompañarme a comer algo.
—No tengo hambre —murmuró él, apenas audible.
Ella lo miró con más atención. El brillo en sus ojos, el temblor de su voz, la palidez bajo la piel. Todo gritaba dolor.
Sofía no dijo nada más. Caminó hasta él y, en un gesto simple, le pasó los brazos por la espalda y lo abrazó. No como una amante, ni como una profesora. Lo abrazó como se abraza a alguien que se está rompiendo.
Tomás dejó caer la cabeza sobre su hombro, y ahí, sin que nadie lo viera, se permitió cerrar los ojos.
—No tienes que decirme nada —susurró ella—. Solo quédate.
Y eso hizo.
Se sentaron en el sillón, uno al lado del otro. Él con la mirada fija en el suelo, ella con las piernas dobladas, abrazando sus rodillas mientras bebía lo que quedaba de su té. Había un silencio delicado entre ambos, como una sábana tendida para protegerse del frío.
—¿Te duele mucho? —preguntó ella al cabo de un rato, sin mirarlo.
Tomás asintió.
—Pensé que tal vez… que era algo real. Pero era todo en mi cabeza.
—¿Estás seguro de eso?
Él no respondió.
Sofía se levantó con lentitud y trajo una manta. Se la puso sobre los hombros sin decir nada, luego volvió a sentarse junto a él. Esta vez, más cerca.
—¿Recuerdas lo que dijiste, la noche que me dejaste el manuscrito terminado? —preguntó.
Tomás alzó la mirada, confundido.
—Dijiste que estarías para mí hasta que yo me fuera —continuó ella—. No sabía qué querías decir. Pensé que era una forma de hablar, una cortesía bonita… hasta ahora.
Él la miró, con los ojos brillando por la emoción contenida.
—No sé a dónde ir, Sofía.
Ella le pasó una mano por el cabello, con un gesto que tenía algo maternal, pero también íntimo, cuidadoso, como quien trata con una herida expuesta.
—Entonces quédate aquí. Esta noche, y las que necesites.
Por un momento, ninguno de los dos habló. El reloj marcó la medianoche. A lo lejos, todavía se escuchaban los últimos estallidos del festival, lejanos, como recuerdos que no alcanzaban a tocar esa habitación.
Tomás recostó su cabeza sobre el hombro de Sofía. No dijo nada, pero respiró más tranquilo. Como si solo en ese espacio pudiera volver a sentirse a salvo.
Ella lo dejó estar.
Pasaron horas así, sin hablar de lo que había pasado, sin necesidad de explicaciones. Cuando por fin él se quedó dormido sobre su hombro, Sofía lo miró en silencio.
Recordó el beso en la frente. Recordó su promesa. Y se dio cuenta de que ya no era una promesa para ella: era una promesa para los dos.
Ya no era solo que Tomás le diera razones para seguir escribiendo, para comer, para sonreír. Era que ahora, por primera vez en años, alguien había elegido quedarse, incluso cuando ella no se lo pidió.
Y por eso, aunque sabía que todo eso un día también terminaría, esa noche se sintió menos sola que nunca.