Después de dejar el departamento de Sofía, Tomás no volvió a casa. No tenía ganas de ver el reflejo de su rostro en el espejo, ni de sentarse en su habitación rodeado de objetos que le devolvieran pensamientos que ya no quería tener. No. Tomó el camino más largo, con el abrigo aún abrochado y los pasos pesados, y se dirigió directamente al Big Root, mucho antes de su turno habitual.
La ciudad aún se desperezaba con lentitud bajo la luz suave del amanecer. El frío de la noche seguía pegado a las esquinas, como si el invierno se resistiera a ceder por completo. Al llegar al restaurante, la cortina metálica ya estaba medio levantada. Laura lo había abierto minutos antes y se sorprendió al verlo llegar tan temprano, con el rostro cansado, pero los ojos decididos.
—¿Ya empezamos? —preguntó él con una media sonrisa.
—¿Desde cuándo los turnos comienzan con el sol? —respondió Laura, aunque su tono era más acogedor que burlón—. Tu viejo jefe te está malcriando.
—Me ofrecí voluntariamente —dijo Tomás, pasando junto a ella—. Hoy necesito estar aquí.
Alelí, al fondo, barría con energía el salón aún vacío. Don Giorgio, con el delantal ya puesto, pelaba zanahorias en la cocina, sentado para descansar un poco la espalda. Sus manos seguían firmes, pero su respiración delataba el esfuerzo. Cuando vio a Tomás entrar, asintió con la cabeza sin palabras, y le hizo un pequeño espacio en la mesa de preparación.
Tomás se lavó las manos y se puso a cortar verduras, pelar papas, organizar las bandejas. El trabajo físico lo ayudaba. Cada corte preciso era como un pensamiento que quedaba atrás. Cada sartén caliente, cada cucharón lleno, era una distracción perfecta.
Porque había tomado una decisión: iba a olvidar.
No a Soledad. No. A ella no podía olvidarla, y tal vez no quería. Había sido real, por más breve que fuera. En sus sonrisas había sentido calidez, una chispa de alegría que había apagado sombras antiguas. Pero debía olvidar el dolor, la punzada en el pecho cada vez que recordaba su mano tomada por otra. El golpe seco de la realidad que lo había dejado sin aire bajo los fuegos artificiales. Esa parte tenía que quedar atrás.
Habían reído juntos. Habían compartido tardes en el café, paseos por la ciudad, confidencias que él nunca había dicho en voz alta a nadie más. Había sido feliz, aunque ahora esa felicidad le doliera como una herida reciente. Eso no debía negarlo. Pero sí debía dejarlo ir.
El rostro de Bella cruzó fugaz su memoria. Otra pérdida. Otra que dejó un vacío. A veces pensaba que su vida era una sucesión de despedidas que nadie preparaba, una fila de sombras que seguían caminando por su espalda. Soledad no era la primera, y sabía con amarga certeza que tampoco sería la última.
Don Giorgio, tras terminar de preparar los vegetales y limpiar con esfuerzo la tabla, dejó el cuchillo a un lado y se frotó la espalda con un gesto cansado.
—Creo que hoy me retiro antes, chico. Tu turno comienza en unas horas, pero veo que has llegado con la energía de un terremoto —bromeó con una sonrisa ladeada.
—Vaya tranquilo, jefe. Aquí lo tengo todo —respondió Tomás, sin alzar mucho la voz, pero con una firmeza que dejó satisfecho al viejo cocinero.
Don Giorgio se quitó el delantal, se lo entregó a Tomás y asintió antes de marcharse, apoyado apenas en la pared del pasillo para no mostrar lo cansado que en realidad estaba.
La jornada siguió, y el restaurante se llenó poco a poco. Gente risueña, familias con niños, parejas jóvenes que compartían platos y bocados. Todo avanzaba como debía. Tomás tomó el control de la cocina sin titubear. Preparó cada plato con precisión, atendió a las solicitudes con paciencia y resolvió los contratiempos como si llevara años allí. La presión del trabajo le permitió poner en pausa el ruido interno.
No estaba olvidándola a ella. Solo estaba tratando de olvidar el dolor. Porque como le había dicho el profesor Krikket, hay heridas que no sanan con nada más que tiempo. Y ahora, en el corazón de la cocina del Big Root, entre el vapor, el aceite caliente y los pedidos que iban y venían, Tomás empezaba, poco a poco, a encontrar algo de alivio.
A su modo, como don Giorgio había dicho una vez: “Alguien tiene que permanecer firme, cuando todo parece incierto”.
Y ahora le tocaba a él.
Aunque doliera. Aunque en su interior todo temblara.
Debía permanecer firme.
El Big Root cerró sus puertas más tarde de lo habitual aquella noche. El gentío que solía desvanecerse tras el atardecer había permanecido más allá de lo previsto, y cada mesa del local estuvo ocupada al menos dos veces. Las risas, el murmullo constante de conversaciones cruzadas y el sonido de los platos siendo servidos marcaron un ritmo alegre que llenó todo el lugar. La primavera asomaba en el aire y, por primera vez en semanas, el restaurante había vivido un día verdaderamente bueno.
Laura, con el cabello recogido de cualquier forma, se quitó el delantal manchado con una sonrisa que no lograba borrar. Se apoyó en el mostrador, alzó la mirada y vio a Tomás recogiendo los utensilios de la cocina, moviéndose con la misma agilidad de siempre, como si no estuviera exhausto, como si ese brillo apagado en sus ojos no delatara algo roto.
—¿Lo viste? —dijo ella, con una energía que apenas podía contener—. ¡No tuvimos ni un solo espacio libre desde las doce! No recuerdo la última vez que vi esto así.
Tomás levantó la mirada y esbozó una sonrisa débil, pero genuina.
—Ha sido un buen día. De esos que hacen que todo el esfuerzo valga la pena.
Laura asintió con entusiasmo.
—Y mi papá… —bajó un poco la voz, como si compartiera un secreto—. Creo que empieza a confiar de verdad en que puedes quedarte a cargo. Cuando se fue hoy, no se quedó vigilando desde la puerta como siempre. Solo… se fue. Con esa cara de “todo está bajo control”.
Tomás dejó los cubiertos en el balde con agua caliente, se limpió las manos en un paño y se acercó a ella.
—Me alegra que lo piense así. Y me alegra más que tú puedas respirar un poco.
—No me hagas llorar, que estoy muy feliz —rió, llevándose la mano al pecho—. Hoy, por un momento, sentí que todo iba a salir bien. Que esto… esto, puede volver a ser lo que era antes.
Tomás la miró en silencio por un segundo. Esa calidez en sus palabras, el brillo sincero en sus ojos… lo hizo recordar por qué estar en ese lugar había significado tanto para él.
—¿Nos tomamos un café? —sugirió Laura, caminando hacia la máquina.
—Claro —respondió él, con voz serena, casi agradecida.
Se sentaron juntos en una de las mesas del rincón, ya con las luces tenues y el local en calma. Ella le sirvió la taza con movimientos automáticos y se sentó frente a él, cruzando las piernas como si por fin pudiera descansar sin peso encima.
—Gracias, Tomás. Por quedarte. Por venir temprano hoy. Por todo.
Tomás bajó la mirada al café humeante. El aroma le trajo una paz momentánea. No quería ensombrecer ese momento. No quería que ella notara el nudo en su garganta, ni el vacío en su pecho que seguía ahí, intacto, latiendo como una herida reciente.
—Gracias a ti, por dejarme ser parte de esto —respondió sin levantar la vista.
Laura lo observó en silencio unos segundos.
—Hoy vi a gente salir feliz del local —dijo—. Vi niños reírse, parejas sacarse fotos con los platos, una señora incluso pidió llevarse la receta del pastel de zanahoria… y pensé que quizá, solo quizá, vamos a salir de esta.
Tomás levantó la mirada y le sostuvo la suya por unos instantes. Le sonrió con suavidad, con afecto contenido, con una ternura que no sabía que aún podía ofrecer.
—Te lo mereces, Laura. Todo esto. Y más.
Ella bajó un poco la mirada, tal vez para esconder el rubor que se le había subido a las mejillas.
—Eres muy amable cuando te lo propones.
—A veces lo intento —respondió él, y por primera vez en todo el día, el café le supo un poco más dulce.
Ambos se quedaron ahí, en silencio. No uno incómodo, sino uno que compartían sin la necesidad de decir más. Afuera, la noche comenzaba a enfriarse, pero adentro, la calidez de ese momento les regaló un pequeño respiro.
Y aunque el corazón de Tomás seguía cargando una herida que no se curaría tan fácilmente, en esa mesa del Big Root, pudo sonreír sin fingir demasiado.