El domingo amaneció tibio, como si la primavera, tímida, comenzara a estirarse lentamente por los bordes de la ciudad. En la habitación de Soledad, sin embargo, el aire era espeso, cargado de algo que no tenía nombre pero que pesaba más que cualquier estación.
El sol se colaba a través de las cortinas mal cerradas, dibujando líneas doradas sobre el suelo y el escritorio. Allí, donde reposaba el manuscrito que Tomás le había entregado semanas atrás, sin reclamos, sin expectativas. Solo lo dejó ahí. Como quien deja un pedazo de sí mismo en las manos de alguien más y se marcha.
“Estaciones de soledad.”
Todavía no lo había movido del lugar donde lo dejó. No porque no le importara, sino porque le importaba demasiado. Porque si lo abría ahora, sentía que no podría resistir el peso de sus propias decisiones. Porque después de lo que había hecho, temía leer esas palabras y encontrar en ellas una despedida.
Se sentó en la cama, con el cabello suelto y enredado, y los ojos todavía hinchados por el llanto que no había querido admitir la noche anterior. Su celular estaba boca abajo sobre la mesita de noche. No había mensajes nuevos.
Él no la buscaría.
Lo supo con una certeza que le perforó el pecho. Porque lo conocía. O al menos, había creído conocerlo lo suficiente. Sabía que si dependía de él, jamás volvería a molestarla. No después de lo que vio. No después de verlos juntos.
Él no volvería. No por orgullo, sino por respeto. Porque Tomás era así.
Y eso era lo peor.
Porque sabía también que si ella lo llamaba, si escribía cualquier cosa, él volvería. Silencioso. Con esa mirada herida que nunca le reprochaba nada. Con esa gentileza que no exigía, pero que ofrecía todo. Y se dejaría destruir otra vez.
—Idiota… —susurró, con un nudo en la garganta.
No estaba claro si hablaba de él o de sí misma.
El peso de la culpa le aplastaba el pecho. No solo por haberlo herido, sino por haber jugado con lo más sagrado que alguien le puede entregar a otro: su alma. Porque eso fue lo que él puso en ese beso. Y ella lo había sabido. Lo había sentido.
Recordó la forma en que sus labios se habían posado sobre los suyos. La entrega silenciosa. El temblor de su respiración. La manera en que la sostuvo como si por fin hubiese llegado a un lugar seguro.
Y ella…
Ella lo había besado sabiendo que no debía hacerlo. Que no estaba libre. Que su corazón ya estaba en otra parte… o al menos eso se repetía para no romperse.
“Yo solo quería asegurarme de que no lo amaba.”
La frase, pensada muchas veces antes, ahora le sonaba sucia, ruin, como un remiendo mal hecho sobre una herida profunda. Porque en el fondo, sabía que sí lo había amado, al menos un poco, aunque no supiera cuándo, ni cómo, ni por qué.
Se levantó despacio, dio unos pasos hacia el escritorio y acarició con la yema de los dedos la portada del manuscrito. Sus letras, firmes, la miraban como una condena.
“Estaciones de soledad.”
—¿Qué clase de monstruo soy…? —preguntó al aire, con voz trémula.
El silencio no respondió, pero la habitación entera parecía contener la respiración, como si incluso las paredes supieran que ella había cometido un error irreparable.
Sabía que Tomás ya no volvería.
No a menos que ella lo llamara.
Y sabía también que no debía hacerlo. Porque si lo llamaba, él aparecería, con las manos vacías y el corazón lleno, dispuesto a reconstruir lo que ella había destruido sin siquiera pedir explicaciones.
Se dejó caer de rodillas frente al escritorio, sin siquiera notar que sus mejillas se humedecían. Apoyó la frente contra la madera.
No podía llamarlo.
No tenía derecho.
Pero lo deseaba con todas sus fuerzas.
Y eso… eso la destruía un poco más con cada minuto que pasaba.
El sol de la primavera temprana comenzaba a calentar la ciudad con una suavidad que parecía recién aprendida. Los árboles, aún tímidos, mostraban los primeros brotes, y el viento había perdido ese filo invernal que cortaba los pensamientos. Soledad salió de su departamento con un abrigo liviano y sin rumbo fijo, convencida de que el aire fresco le haría bien. Pensó que si caminaba lo suficiente, si dejaba que el sol acariciara su rostro, podría disipar la presión constante que sentía en el pecho.
Caminó sin apuro, cruzando avenidas, perdiéndose entre calles conocidas. Las risas de los niños que jugaban en las plazas parecían llegarle desde otro mundo, uno al que ya no pertenecía. No pensaba en ir a ningún lugar en particular, solo quería respirar, alejarse de sí misma por un rato.
Pero cuando bajó por la calle adoquinada que bordeaba el paseo costero, lo supo de inmediato.
Sus pies la habían traído hasta ahí.
El viento salino le golpeó la cara, trayéndole un recuerdo tan nítido que tuvo que cerrar los ojos.
Ese era el lugar.
Ese sendero exacto, junto al mar, donde habían caminado tomados de la mano, donde sus pasos resonaban sobre la madera del paseo peatonal y el murmullo de las olas llenaba los silencios entre ellos. Donde su risa se mezclaba con la de él. Donde lo besó.
El estómago se le revolvió.
¿Qué estás haciendo aquí, Soledad?
Pero ya era tarde para retroceder. Caminó hasta el banco donde solían detenerse a ver el mar. El mismo donde Tomás solía sentarse con las manos en los bolsillos, encorvado, como si siempre tuviera frío, aunque el día fuera templado. Ella lo miraba, fingía que no notaba sus manos temblorosas cuando la tocaban, que no leía en su mirada todo aquello que él jamás se atrevía a decir.
Se sentó despacio, con la espalda rígida y el alma deshecha.
Frente a ella, el mar se extendía sin fin, con ese azul que alguna vez le pareció hermoso y ahora se sentía cruelmente indiferente. Acarició el borde del banco con los dedos, recordando la forma en que Tomás le sostenía la mano con una ternura que a veces le dolía, como si temiera romperla, como si cada caricia fuera una promesa que no podía decir en voz alta.
“No me mires así”, le dijo una vez.
“¿Así cómo?”
“Como si fueras a dejarme.”
Se mordió el labio con fuerza.
Y lo había hecho.
Lo había dejado, pero no de golpe. Lo fue soltando de a poco, disfrazando su distancia con bromas, su rechazo con una sonrisa, su culpa con juegos. Y él… él lo aceptó todo. Con esa forma suya de tragarse el dolor sin mostrarlo, con ese silencio que no era indiferencia, sino entrega.
Apoyó los codos en las rodillas y escondió el rostro entre las manos. No lloró. Ya no le quedaban lágrimas para eso.
Solo se quedó allí, en ese banco, en ese recuerdo, en ese lugar donde alguna vez pensó que podía jugar con el amor sin que la vida le pasara factura.
Pero la factura había llegado.
Y era demasiado alta.
Se prometió que no volvería a escribirle. Que dejaría que el silencio se hiciera cargo de todo.
Pero, al mismo tiempo, deseó con todas sus fuerzas que él lo rompiera. Que no se diera por vencido. Que apareciera como antes, con esa forma suya de estar para ella aunque ella no lo mereciera.
Y en el mismo instante en que lo deseó, se odió un poco más a sí misma.