Heme aquí, herido (parte 34)

Tomás entró en silencio, sosteniendo en sus manos un paquete envuelto en papel kraft, cuidadosamente atado con una cuerda fina. El manuscrito estaba allí dentro, empastado con una portada sobria, su nombre en letras pequeñas, y un título que todavía le hacía temblar las manos cuando lo leía:

“Estaciones de soledad.”

Era la versión final. La que había enviado al concurso. Pero este ejemplar no era para un jurado, ni para un lector común. Era para el profesor. Para quien, de algún modo, lo había acompañado durante todo ese proceso, desde la primera idea hasta la última coma.

Al llegar al pasillo del quinto piso, Tomás notó que algo era diferente. La enfermera de siempre no estaba, y en su lugar, una más joven le sonrió con gentileza pero sin alegría. Él no preguntó. Sabía leer las señales.

Cuando abrió la puerta de la habitación, lo encontró sentado en la cama, más encorvado que nunca, pero con los ojos más claros, como si el dolor hubiera cincelado su espíritu hasta volverlo cristalino. El profesor levantó la vista y sonrió.

—Pensé que ya no vendrías. —Su voz era un susurro, pero había calidez en ella.

Tomás se acercó al banquillo de siempre y se sentó, dejando el paquete sobre la colcha, con cuidado. No quería decir nada más todavía. No podía.

Krikket levantó una ceja al verlo.

—¿Qué es esto? ¿Otro trabajo? ¿Una lista de excusas para evitar a tus profesores?

—Ojalá. —Tomás sonrió con pesar—. Es la versión final del manuscrito. Ya lo envié al concurso. Pero esta copia… es solo para usted.

El profesor miró el paquete con una lentitud reverente. Sus dedos delgados, casi traslúcidos, lo acariciaron como si pudiera romperse. No lo abrió de inmediato.

—Gracias —dijo al fin—. No por esto solamente… sino por permitirme acompañarte en ese proceso. Por hacerme sentir, aunque sea un poco, como un profesor de verdad otra vez.

Tomás tragó saliva. No era un momento para romperse, pero la voz le temblaba.

—Usted siempre fue más que eso.

El profesor asintió, como si hubiera estado esperando esas palabras durante años.

—¿Sabes? A veces uno cree que tiene tiempo. Que podrá arreglar las cosas más adelante. Pero el tiempo es una criatura caprichosa, y a veces se lleva todo lo que no hemos sabido cuidar.

—No diga eso, profesor. Todavía puede...

—No, Tomás. —Su voz sonó firme, aunque apagada—. Ya no estoy peleando. Solo estoy esperando. Pero no con miedo. Delia vino, la vi con su hija, su esposo… fue suficiente. Me voy sabiendo que dejé al menos una grieta abierta por donde pueda entrar la luz.

Tomás bajó la mirada. El nudo en su garganta era casi insoportable.

—¿Sabe una cosa? Me gustaría que leyera el epílogo. Cambié algunas cosas. Después de… después de todo lo que ha pasado.

El profesor asintió con lentitud.

—Lo haré. Aunque me tome todo el poco tiempo que me queda.

Luego extendió la mano y tomó la suya. Esa mano vieja, frágil, todavía era firme.

—Tomás… debes prepararte. Yo ya estoy en paz con esto. Pero tú tienes que prometerme algo.

Tomás alzó la vista.

—¿Qué?

—No dejes que esta tristeza te convierta en alguien que ya no cree en los demás. Vendrán otras personas. Y tú… tú seguirás curando a quienes te rodeen, porque esa es tu forma de amar, aunque a veces duela.

Las palabras golpearon más hondo que cualquier otra cosa.

—¿Y si no quiero sanar a nadie más?

Krikket sonrió, con la ternura de un padre cansado.

—Entonces escribe sobre ello. Pero no te detengas.

El silencio llenó la habitación como una bendición. Tomás no tenía más palabras. Solo se quedó ahí, sosteniéndole la mano, mientras el profesor pasaba sus dedos por la portada del manuscrito, una y otra vez, como si se asegurara de que era real.

Cuando se levantó para marcharse, el profesor lo miró con esa intensidad suya, profunda y tranquila.

—Gracias, Tomás.

Y en esa despedida no dicha, ambos entendieron que era una de las últimas veces.

Pero no sería el final.

Porque, mientras hubiera palabras escritas, alguien seguiría hablando por ellos.