Heme aquí, herido (parte 35)

El sol de la tarde se filtraba a través de la cortina de la habitación 502, tiñendo las paredes de un dorado cálido y sereno. Las horas del hospital transcurrían de forma distinta, como si el tiempo se deslizara con lentitud, medido en suspiros, pausas y el ritmo intermitente de los monitores.

Emanuel Krikket sostenía el manuscrito entre las manos. Sus dedos temblorosos pasaban con lentitud cada página, como si estuviera tocando algo sagrado. Había leído más de la mitad, y aunque el esfuerzo lo agotaba, cada palabra valía el dolor que sentía en el pecho. “Estaciones de soledad”. El título le dolía, pero también lo sanaba, como si en esas páginas hubiera algo más que ficción: una redención para ellos dos.

No para los personajes.

Para Tomás. Para Sofía. Para él mismo.

La puerta se abrió con un golpe suave y contenido. Levantó la vista. Por un instante creyó ver una versión más joven de alguien que conocía muy bien. Sofía entró, con el rostro fresco, los ojos más vivos que la última vez, el cabello suelto y una chaqueta liviana sobre los hombros.

—Vaya —susurró el profesor—. El mundo aún guarda sorpresas. Has vuelto a parecerte a ti.

Sofía sonrió con dulzura. Se acercó a la cama sin prisa, dejando su bolso en una silla.

—Eso es un cumplido, ¿verdad?

—Es el mejor que me queda —bromeó, apoyándose mejor contra las almohadas—. Me alegra verte, Sofía.

—Y a mí usted.

Ella se sentó a su lado, sin decir nada más por unos segundos. Solo miró el manuscrito en su regazo.

—¿Ya lo empezó?

El profesor asintió lentamente, acariciando la portada con los dedos.

—No solo lo empecé. Estoy viviéndolo, Sofía. Como si cada palabra me hablara directamente. Como si cada frase fuera un susurro de esos dos niños que ustedes fueron… y que siguen siendo, aunque quieran disimularlo.

Ella bajó la mirada. No intentó contradecirlo.

—Tomás te ha hecho bien —dijo él, con suavidad.

—Demasiado. —Su voz se quebró un poco, pero respiró hondo y continuó—. A veces, cuando crees que ya lo has vivido todo, aparece alguien que… que te devuelve algo que no sabías que habías perdido.

—¿Y qué fue lo que él te devolvió?

Sofía tardó en responder. Sus ojos vagaron por la habitación, se detuvieron en la ventana abierta, en la cortina agitada por el viento suave.

—La capacidad de escribir. —dijo, con una sonrisa rota—. Y de volver a tener hambre… no solo de comida, sino de vivir, de crear. No había nadie tocando mi puerta, Emanuel. Hasta que él llegó con ollas, arroz y vino barato, y sin saberlo, empezó a reconstruirme.

El profesor cerró los ojos unos segundos, como si quisiera guardar esas palabras dentro de sí.

—Sofía… tú siempre fuiste fuerte. Inteligente, brillante, impertinente también. Pero había una tristeza en ti que ni siquiera los premios podían acallar.

Ella asintió. No intentó ocultarlo.

—Pensé que había aprendido a vivir con ella. Hasta que él empezó a sentarse en mi cocina, sin pedir permiso, como si siempre hubiera estado ahí. Y de pronto ya no era una tristeza. Era… una costumbre. Una soledad demasiado cómoda.

El profesor abrió los ojos con lentitud, y en su mirada, todavía chispeaba la luz de los antiguos días de clase.

—Tal vez ese era el verdadero propósito de mi enseñanza. No hacerlos perfectos. No salvarlos del dolor. Sino empujar sus caminos, cada vez que los veía estancados. Lo hice contigo cuando eras una adolescente arrogante, y de alguna forma, ahora lo hice con él… para que ustedes dos se encontraran.

—Él no se va a quedar para siempre —susurró ella—. Lo sé.

—Tal vez no. Pero no todos los que llegan a sanar se quedan. Algunos solo pasan, curan, y siguen adelante. Pero eso no los hace menos importantes.

Sofía sonrió, aunque sus ojos se humedecieron.

—Gracias por ponerlo en mi camino, Emanuel. Aunque duela.

—Gracias a ti, Sofía, por seguir escribiendo. Por seguir viva. Porque eso es lo único que los libros necesitan para nacer: que alguien, como tú, se atreva a volver a vivir.

Ella tomó la mano del profesor y se la llevó a la frente, con un gesto lleno de cariño.

—Descanse, profe. No me voy a rendir esta vez.

—No lo hagas —susurró él—. Y no lo dejes solo mientras aún tengas algo que ofrecerle.

—Él no se da cuenta, pero me lo ha dado todo —dijo ella, sin ocultar la emoción en la voz—. Solo espero que, si un día decide irse… haya algo en mí que valga la pena que recuerde.

El profesor cerró los ojos. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió que la historia se estaba cerrando en su propio epílogo.

Y que esa, quizás, era su última clase.