Heme aquí, herido (parte 36)

La noche había caído suavemente sobre la ciudad. Desde el apartamento de Sofía, el murmullo de los autos era apenas un eco lejano, un rumor constante y tibio, como si el mundo quisiera no interrumpirla.

La puerta se cerró con un clic suave cuando volvió del hospital. Dejó las llaves sobre la repisa, se quitó los zapatos en el pasillo y caminó descalza hasta la cocina. Encendió una sola luz, la más tenue. La noche no pedía estridencias, sino algo parecido al recogimiento.

Sobre la mesa, tal como Tomás lo había dejado, seguía el manuscrito empastado, con ese título que ahora parecía una herida y un refugio al mismo tiempo: Estaciones de soledad.

Sofía pasó los dedos por el lomo del libro, como si tocara algo sagrado. El profesor no había terminado de leerlo aún, pero su rostro… su rostro lo había dicho todo. Ella también lo había sentido: que ese texto no solo era el corazón de Tomás, era el espejo donde ambos, sin saberlo, se habían mirado en los últimos meses.

Vertió media copa de vino, más por costumbre que por necesidad, y se sentó. El cuaderno de tapas duras que usaba para sus propios escritos estaba abierto junto al manuscrito. En su interior, las palabras habían comenzado a multiplicarse en las últimas semanas. Páginas y más páginas. No frases sueltas, no borradores. Páginas completas. Escenas. Diálogos. Sentimientos vivos. Todo lo que había estado estancado durante años, ahora fluía. Como si de verdad alguien hubiese destapado la fuente de su alma.

—No me va a gustar todo —susurró—, porque sé que algunas cosas duelen demasiado.

Aun así, abrió el manuscrito. Releyó los primeros capítulos, los que había corregido junto a él en las tardes de sopa y vino, de ropa sucia en el suelo y música suave de fondo. Lo conocía. Lo conocía palabra por palabra. Pero ahora, leyéndolo empastado, con la historia cerrada, finalizada, algo era distinto.

Ahora dolía.

Porque reconocía las despedidas ocultas en los silencios entre frases. Porque notaba que algunas descripciones estaban hechas con su voz. Porque en ciertos momentos, ella misma era la estación a la que él volvía cuando ya no quedaba nada.

Y ahora que lo pensaba… él no había dicho que seguiría viniendo.

No se lo prometió.

Solo se quedó aquella vez porque ella le pidió que no se fuera.

"No me iré. Me quedaré hasta que tú te vayas."

Ahora lo comprendía. Había sido su forma de decirle adiós.

Sofía cerró el libro y se inclinó hacia el cuaderno que llevaba escribiendo. Las últimas páginas estaban más firmes, más intensas. Lo que al principio había sido apenas una limpieza emocional, una suerte de catarsis, se había convertido en una historia real. Su historia. Un relato en el que la protagonista, una mujer rota, reencontraba su voz a través de una visita inesperada y la tibieza de una rutina compartida.

Había enviado el manuscrito hacía días. Sabía que si lo ganaba, tendría que partir. Que eso significaría dejar todo atrás, incluso a Tomás. Pero no podía evitarlo.

No ahora. No cuando la voz que había recuperado ardía tan intensamente.

—Lo siento, Tomás —susurró al cuaderno—. Pensé que eras tú el que se iría… pero parece que soy yo.

La copa seguía medio llena, pero ella no la tocó más.

Apoyó la cabeza sobre los brazos, entre su manuscrito y el suyo, y cerró los ojos con una paz triste. Había alguien en el mundo que la había amado con una ternura tan grande, que jamás intentó retenerla. Y ese amor, incluso si era silencioso, incluso si no volvería a tocarla jamás, la había salvado.

Como lo había hecho el profesor años atrás. Como lo había hecho Tomás ahora.

Y en esa salvación, Sofía comprendió lo que el viejo le había dicho: "Algunos solo pasan, curan… y siguen adelante".

Tomás había sido su paso. Y ella… ya estaba comenzando a volar.